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Que no faltes

I

Espera, no te vayas todavía que tengo ganas de cagar. Siempre me pasa, tú lo sabes mijo, cuando finalmente llegamos me cuesta sacar la mierda, no puedo, simplemente no puedo, pero de que me dan ganas me dan ganas. Lo que pasa es que las cosas cada vez están más lejos, el baño, la cama, la silla, la cocina – la cocina es imposible, queda exageradamente lejos -. Espérate, quédate unos minutos nada más. Lo que te decía es que eso, que parece que alguien está agrandando la casa. Porque no se sabe dónde se está cuando se ha perdido el espacio, cuando no lo sientes en las manos, en el roce con un objeto, en el piso por donde se arrastran los pies, en la mano que abre la puerta, no se sabe. Tampoco se sabe del tiempo cuando lo único que se hace es esperar. Esperar la medicina, el agua, la sopa, la ropa limpia, las manos que te lleven al baño a perder la dignidad. Tú lo sabes mijo, tú eres mi tiempo, quién más que tú para saber que yo no tengo tiempo para pensar porque estoy ocupado esperándote, y cuando te espero por necesidad, qué duro es vivir tu tiempo segundo a segundo. No me mires así que es cierto, debería halagarte. Repito, es duro vivir tu tiempo segundo a segundo. Saber que cuando no estás, lo que hago es imaginar, sacar cuentas, calcular cuánto tardarás, recordando con esfuerzo todo lo que tenías que hacer en el día. Casi puedo ver tus pasos durante todo el recorrido, y tú crees que aún estoy dormido, y por eso vas tranquilo, porque también vas calculando cuánto te toma hacer esto antes de la sopa, cuánto tardarás en hacer esto otro antes de la hora de la medicina. Todas las noches te pido perdón por seguir vivo, y todos los días amanezco de nuevo y lo que quiero es cagarme en la imposibilidad de dejar de ver el amanecer. Siéntate otra vez por favor; sabes que es así, me miras mal cada vez que digo esto, sobre todo en la palabra “cagarme”, como si un niño hubiera dicho una grosería y la madre lo mira con disgusto y amor al mismo tiempo. ¡A mi edad y sin derecho a poder decir cagada las veces que quiera! Es como intentar quitarle un vicio a una vieja de noventa años. ¡Qué más da! Que termine de vivir sus días tranquila por lo menos y no jodan más. Pero no, mi penitencia es ver que todos los días amanezco, y primero viene la incredulidad, el asombro, luego el suspiro, la impotencia y finalmente la rabia. Por eso digo “cagar”, “cagarme, “cagarse” cuántas veces quiera, incluso “cagando” para que sepas que esto no termina todavía y que deberás estar parado a mi lado sosteniéndome en el retrete el tiempo que dure ese “ando”; y por supuesto, “cagado”, sí, en participio, para que entiendas que ése es mi estado natural, que estoy realmente cagado todo el tiempo, hasta cuando estoy cagando. Pero aunque de mi cuerpo sólo queda un corazón latiendo a medias y un cerebro que piensa, y lo demás no sirva, no se mueva, tengo que agradecer muchas cosas también. Aunque estoy destinado a estar inmóvil hasta que me muera – que espero sea pronto – agradezco enormemente no haber perdido la voz ni el poder escuchar. Es que coño, por lo menos para cagarme las veces que quiera en mi estado tenían que dejarme aunque sea la voz. Menos mal que la voz no está en las manos, o en las piernas; o si no, cagaría por la boca.

II

Me estoy muriendo del calor que hace. El sudor, el sudor que en goterones horrendos bajan de mi frente hasta el cuello, y yo, como ya tú sabes, sin poder secarme siquiera. Si supieras todo lo que pasa aquí en tu ausencia mijo. Porque aunque creas que cuando tú te vas todo en esta casa sigue igual, aunque llegues tarde y veas todo exactamente como lo dejaste al salir, no tienes idea de cuánto pasa mientras no estás. Porque pasar es otro verbo que perturba, que me aturde. Es absolutamente impreciso, sobrestimado, una cagada de verbo. Que algo “pase” no tiene que ver con el lugar de las cosas, o con el movimiento o las formas. Aquí todo permanece en el mismo lugar – aunque insisto que la casa se agranda – pero pasa mucho. Pasa tanto que lo único que puedo hacer por mi cuenta, sin ayuda, hace que todo se mueva terriblemente en mi cabeza. Recuerdos, sensaciones, necesidades, imposibilidades. Por ejemplo, ayer, mientras evitaba pensar en la jarra de agua que estaba en la mesa de noche, tan cerca que hubiera podido alcanzarla con una sola mano, mientras tragaba seco y la garganta se me pegaba como aplastándose de pronto, reteniendo por segundos el poco aire que me queda, intentando guardar saliva un rato para refrescarla engañosamente con un trago de mi mismo, en ese momento, intenté olvidarme de la sed con el recuerdo. Y el recuerdo que vino de repente y del que no pude salir no ayudó mucho mijito. Sólo esa cara, ese rostro. Tenías que verle la cara para saber lo que se siente. Pues sí, maté a un hombre. Claro era un carajito y uno andaba por ahí disperso entre reuniones sin fin, sin objetivo claro, coherente, o por lo menos realizable. Un país no se arregla con las ganas de unos pocos, y yo creía – en ese entonces – todo lo contrario. A esta edad uno se ríe de esas cosas, se ríe y sufre también, no te creas. Por cada disparo que di a ese hijo de puta – porque lo era – yo he muerto también, así que llevo dos muertes mijo, sólo una ajena. Y sé que a lo mejor no entiendes, pero la verdad, la muerte que más duele no es la ajena, es la de uno. Porque el otro sabía que sus últimos segundos se quedarían incrustados irreversiblemente en lo que me quedara de vida. Ya te dije, era un hijo de puta, pues hasta puedo jurar que sus últimos pensamientos los gastó en imaginarme cargando con su recuerdo toda la vida, y que incluso alcanzó a predecir que la muerte no me llegaría pronto para librarme de él, sino que tendría una vida exageradamente larga como para sufrir mis últimos años en esto que me he convertido ahora, en una cosa que piensa, que piensa tanto que el tiempo le alcanza para recordar miles de veces su rostro, la última imagen que guardé de él. Me miró primero como incrédulo, en el suelo, luego se tocó en el estómago – donde asesté la primera bala – y se miró las manos llenas de sangre, ahí me miró otra vez con los ojos casi derretidos por completo, como si dudara de si había sido yo; “pero si tú eres bueno, ¿cómo pudiste?”, parecía que dijera. Luego hizo lo mismo con el hombro, y con la pierna, y en unos segundos ya tenía toda su agonía grabada en mi mente. ¿Tú quién crees que murió ahí mijo? Ese hijo de puta, porque aunque esté muerto no deja de serlo, ya viste lo que me hizo cuando murió. Pero es así, tuvo que ser así, porque además de muchas cosas que no vienen ahora al caso se acostó con Clarita, con CLA-RI-TA, ¿puedes creerlo? Te cuento todo esto porque sé que hoy no tienes clases. Ayer te llamó un compañero para decírtelo, ¿recuerdas? Y la semana pasada pagaste todos los servicios y etcétera, puedes pasar un tiempo con tu abuelo. Por eso la agonía y la muerte de ese hombre no me duelen tanto como la mía, la traición mijo, la Traición con mayúscula. ¿Y qué crees que me dijo Clarita? ¡Que ella no me pertenecía, y que ya no quería estar más conmigo! Ni siquiera pudo esperar un poco, inventar algo, tratar de que la cosa fuera menos cruel; pero no, ella me lo dijo como los disparos que le di al tipo, de frente, de un solo golpe… o tres mejor dicho.

III

Y es que seguramente me desvié del tema, por eso te quieres ir. Ya sé que hablo mucho, pero cuando no estás el silencio me abruma, me inquieta a tal punto que entro en un breve estadio de locura – lo reconozco, en ese mismo momento soy capaz de saber que estoy entrando ahí y saber cuándo termina, que es cuando llegas. Pero antes de escuchar las llaves, el ruido de la puerta, antes de saber que estás llegando, hablo solo como un pendejo, como un pendejo loco. Hablo y hablo y sólo yo me escucho ¿Qué sentido tiene? No lo tiene, por eso me angustio cuando te tardas, porque si llegaras a tardar mucho más de la cuenta, si llegaras a faltar a mi pastilla, a mi sopa, a mis idas al baño, y esto siguiera sin yo saber con certeza cuándo llegarás, siento – estoy seguro – que me volvería irremediablemente loco. Me quedaría hablándole al aire, a mi propia respiración, al pesado jadeo que sale de mi cuerpo, a mi garganta seca y su hábito de encogerse, al hálito que dice de mi existencia aún; o peor, a la puerta y su pausa indefinida, a la lámpara que quiero encender o apagar, a la mesa con las pastillas muy cerca pero sin poder alcanzarlas; permanecería quejándome y quejándome lo que me quede de vida, maldiciéndote varias veces al día, insultando, insultándote, murmurando tu ausencia. Me quedaría con la cabeza más tiesa aún, pues la rabia, luego la preocupación, la taquicardia – las pastillas que no alcanzo -, el dónde estarás, el estará bien, el coño de su madre que no llega, la espera, la incredulidad, la desesperanza y luego, inevitablemente, luego de unos días de locura, la muerte. Así que no faltes por favor, no te vayas sorpresiva o voluntariamente hasta que lo haya hecho yo primero. No te distraigas con nada hasta que me detenga, que te prometo será pronto. Te juro que no te interrumpiré mucho tiempo, que podrás tener una novia, que te dejaré para que sigas sin ser yo el que te fracture las horas. Te juro que será cuestión de días nada más, pero no faltes mijo, sólo eso te pido, que no faltes.