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False blood

La escena central de True blood es un ejercicio de soft-porn. Ocurre en el ecuador exacto de la primera temporada: entre el final del capítulo sexto y el principio del séptimo. La Virgen Norteamericana es finalmente poseída por el Vampiro Integrado. Después de varios capítulos donde nalgas y pechos, enredados en gimnasias del sudor, aparecen con aún mayor frecuencia y explicitud de las habituales en HBO (superando al inicio de Rome), esa escena llega como un clímax natural: con una chimenea encendida al fondo y musicalmente arropados, desnudísimos, Sookie Stackhouse (Anna Paquin) y Bill Compton (Stephen Moyer) se besan y se revuelcan durante varios minutos, pero no es hasta que él la muerde cuando realmente el coito se consuma. El polvo trasciende su representación estética en clave de película erótica de bajo presupuesto, significa también la comunión sexual entre una telépata y un vampiro, entre dos marginales. La existencia de los vampiros ya ha sido asumida por la sociedad estadounidense: las resistencias que tienen lugar en el pequeño pueblo de Bon Temps, en el sureño estado de Luisiana, son las habituales ante el reconocimiento de los derechos de una minoría finalmente aceptada. Sin embargo, la sociedad y sus leyes no reconocen la existencia de otros seres que también pertenecen a nuestro capital simbólico, como los polimorfos o los telépatas. La sangre y el sexo son, por tanto, un ritual de aceptación alternativo. No es de extrañar, por tanto, que en la segunda temporada la orgía se imponga como forma de relación mágica entre seres de naturaleza diversa. El carnaval sigue siendo la forma de expresión del collage sociológico, de la inclusión provisional de las diferencias radicales. Alan Ball ha declarado una intención seria en su ficción sobre vampiros apocalípticos e integrados; pero la forma óptima de leer True blood es carnavalesca.

En el mundo creado por la teleserie (y por las novelas de Charlaine Harris en que se inspira) se lleva a cabo una inversión fundamental. Mientras que los vampiros tienen la opción de acostumbrarse a beber la sangre artificial made in Japan, cuya irónica marca es True blood, para no necesitar la sangre humana que durante milenios han consumido; con el proceso de integración de los vampiros en la sociedad humana ésta ha inventado una nueva adicción –una nueva droga–, que consiste en consumir sangre de vampiro. De este modo, el triángulo tradicional vampiro/víctima/caza-vampiros se invierte y se vuelve un polígono complejo. Hay traficantes de “V” que son capaces de mantener a un vampiro encerrado durante semanas para ir extrayéndole lentamente dosis de sangre para consumirla o para traficar con ella. El vampiro se vuelve víctima. Nos bebemos a los vampiros como venganza histórica, tras milenios de haber sido bebidos por ellos. Los aterrorizamos para hacerles pagar milenios de (género de) terror. Pero también nos volvemos adictos al sexo con vampiros. A la religión que los demoniza. A los programas de televisión que los defienden y que los acusan. Ubicar la figura del vampiro en la discusión social significa convertirla en un problema al que nadie puede ser ajeno. El marginado (invisible) se torna central (súper-visible). Y nos volvemos adictos a él.

La nueva teleserie de Alan Ball coincide históricamente con la presidencia de Barack Obama. La lectura clásica que ve en la ciencia-ficción literaria, en el fantástico hollywoodiense o en el cómic de superhéroes respuestas a determinados contextos políticos (desde la amenaza rusa convertida en invasión alienígena durante la Guerra Fría hasta George Bush metamorfoseado en el Canciller Palpatine de Star Wars, pasando por los mutantes como trasuntos de las minorías que reivindicaban sus derechos civiles en los 60), se adapta ahora a los argumentos planteados por las teleseries. En el remake de V, la llegada de las naves nodriza revela que los visitantes extraterrestres llevaban tiempo infiltrados entre los seres humanos, constituyendo una suerte de alteridad invisible, que se blanquea cuando se revela como tecnológicamente superior. Anna, su líder, anuncia entonces la creación de un sistema sanitario universal. En Flashforward y en Fringe los jefes de los protagonistas blancos son afroamericanos. En True blood se utiliza el concepto “salir del ataúd” en alusión a los vampiros que dejan de consumir sangre humana y se convierten en “American Vampires”. La propuesta de True blood pasa por la legalización y la normalización de una minoría histórica de nuestro imaginario colectivo. Pese a los esfuerzos de Ball por darle un acento grave a ese proceso dramático, el resultado es un pastiche en que la serie B y la Z conviven con el soft-porn y con la alegoría kitsch, que sólo puede ser disfrutado mediante un filtro de ironía. Son ésas las lentes que permiten enfocar y representar los conflictos sociales (reales) y estéticos (pulp) que recorren el esqueleto de True blood.