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Las páginas internas

En medio de la lectura de los diarios de Alejandra Pizarnik me quedé pensando en los inicios de este antiguo género literario cuyas raíces se imbrican en el tiempo y las formas de diferentes autores. Lo cierto es que siempre ha existido la presunción de catalogarlo como un género literario menor, por debajo de la novela, el cuento y la poesía, justo al lado de los textos epistolares y la autobiografía; pero con el paso de los siglos se ha venido redescubriendo su relevancia y uso a la hora de desarrollar ideas dentro de un taller narrativo muy experimental. Escribir un diario no parece una tarea difícil: consigues un cuaderno vacío, comienzas colocando la fecha y luego agregas cuantas líneas sean necesarias para consignar tu malestar o regocijo, dependiendo del caso que te haya impulsado a hacerlo; pero la técnica no parece diferir según el estado de ánimo. Escribes y todo queda plasmado en el papel, libre, fuera de ti; nada más sencillo que eso. Pero la escritura de diarios tiene diferentes significados y tipologías dependiendo de su autor y de sus motivaciones íntimas. Cada persona es un universo particular, una visión subjetiva del entorno que lo rodea, una serie de opiniones fundamentadas en una historia particular, con sus causas y consecuencias.

Hace un par de años atrás tuve la oportunidad de compartir con Alejandro Oliveros en un seminario sobre el carácter del diario íntimo como género literario. A través del poeta valenciano pudimos alcanzar ciertas conclusiones definitorias, descubriendo así que todo diario necesita tres circunstancias básicas para su desarrollo: la sinceridad, la transcripción y la escogencia de fragmentos permanentes; esto es, no incluir datos anodinos y justificar las entradas. También que toda incursión debe ir precedida por el lugar y la fecha. Estas pautas sirven de esqueleto, de columna vertebral para la construcción progresiva de un cuaderno lleno de reflexiones personales. Pero sucede que no siempre se respetan estas ideas básicas porque cada autor se acerca a las páginas con un método específico para transcribir las esferas de su vida.

Todo escritor de diarios es neurótico. Debe luchar contra el paso del tiempo a través de anotaciones que buscan atrapar lo que ya ha sucedido, porque desde el mismo momento en que se escribe la primera línea se ha perdido la sensación del presente, de la inmediatez, pasa a convertirse en un eco, en una sombra, en un frágil recuerdo del ahora. Todo escritor de diarios busca apresar los sucesos vividos y así poder recuperarlos mediante la relectura, el análisis y la introspección; aunque al mismo tiempo puede tratarse de una catarsis, una simbiosis necesaria para poder continuar con la existencia, un compromiso que se convierte en una obra literaria de largo alcance. Todo lo anterior amerita una voluntad férrea para escribir, la primacía de lo perdurable sobre lo banal, el abuso del “yo” en todas sus formas; porque todo escritor de diarios carece de humildad, esa es otra característica imprescindible.

Samuel Pepys escribió el primer diario importante de la cultura occidental, a mediados del siglo XVII, antes del Romanticismo y de Rousseau, pormenorizando detalles sobre las costumbres inglesas y la época de la Restauración. Desde entonces, el diarismo se fue alimentando con distintas versiones, aproximaciones y estructuras, hasta llegar a los franceses del siglo XIX, quienes hicieron de la escritura de diarios un género. Dentro del diario, actualmente, hay cabida para todo: fotografías, correspondencia, pasajes aéreos, entradas a ciertos espectáculos; son detalles acumulativos que brindan una mejor coherencia a todo lo que se ha consignado en manuscrito. Amerita muchas dosis de fidelidad, compromiso y la necesidad de explorar las razones conscientes e inconscientes de las acciones cotidianas. Nada fácil si se hace con honestidad.

El diario siempre será un espejo, una ventana hacia la interioridad de cada uno. Es el testimonio íntimo que permite alcanzar una idea más profunda sobre las motivaciones y pasiones que pocas veces salen a la luz. Las páginas de un diario se convierten así en pequeños fragmentos, piezas deformes de un rompecabezas que definen los contornos sublimados del Yo. Especialmente en el caso de los escritores publicados, porque el diario se transforma en una brújula que indica el camino a través del laberinto personal que gestó cada obra literaria. Leer un diario íntimo es siempre una aproximación al autor, a su vida privada, a sus reflexiones, a las diferentes etapas que condujeron su producción artística. Escribir un diario íntimo se convierte entonces en un diálogo permanente con uno mismo, con los otros, con la vida y la sociedad que nos ha tocado vivir, y reseñar el tránsito de las horas y días para conformar un reflejo inverso de lo que sucede afuera.

No hay pocos diaristas en la historia. No hay pocos estilos en cada diario. Las reglas primigenias se saltan para contener los pensamientos de cada quien. A pesar de ello, todavía pueden reconocerse ciertos rasgos narrativos: los europeos son muy subjetivos, mientras los norteamericanos tienden al objetivismo; el efecto acumulativo del principio se suplanta ahora por la colección de segmentos sin orden correlativo; la virtualidad de la blogosfera amplifica una tarea que antes era íntima y privada; las anotaciones modernas se tornan vertiginosas para abandonar la contemplación pretérita. Pero queda la sensación de nostalgia que se encuentra en las anotaciones manuscritas, templadas por el paso del tiempo, imbricadas en múltiples páginas de cuadernos casi olvidados en alguna gaveta sin tocar. Allí queda el misterio, la paciencia, las historias inéditas que pocas veces salen a la luz.

El diario posee distintos ámbitos y significados dependiendo del escritor, de las circunstancias que ameritaron su acercamiento a la página en blanco. Cada diario es una radiografía de un tiempo específico, porque cada diarista, si se lo propone bien, logra convertirse en un búho atento que plasma las vicisitudes de su entorno inmediato. Pero cada cabeza es un mundo particular y cada diarista ofrece un ejercicio distintivo.

Así tenemos que, entre muchos otros, para Stendhal era una confesión autobiográfica; para Jünger y Kierkagaard, una cantera o texto-embrión para la posterior producción literaria; para los Goncourt, un registro privado y estrictamente personal; para Mircea Eliade, una función de registro vital que salva momentos de su existencia; para Gide, un cementerio de artículos nonatos; para Amiel, una sustitución a la vida misma; para Unamuno, una agenda de ideas; para Anaïs Nin, la materia prima para sus obras literarias; para Goethe, un prisma para filtrar la vida; para Delacroix, un compendio de reflexiones sobre su desarrollo como pintor; para Charles Darwin, un manual naturalista; para Alejandra Pizarnik, un presente fragmentado; para Barthes, un discurso; para Cesare Pavese, un diálogo incesante consigo mismo; para Kafka, un salvavidas; para Andy Warhol, una banalidad fascinante; para Susan Sontag, un intento de racionalizar; para Katherine Mansfield, un retazo de instantes fugaces; para Virginia Woolf, un ejercicio constante de escritura; para Kurt Cobain, un concierto de divagaciones; y para Salvador Dalí, una justificación.