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Imperios y decadencia según Ferguson

1.

En uno de los mejores libros que se ha escrito en lengua inglesa, The Decline and Fall of the Roman Empire, Edward Gibbon, después de casi 3000 páginas, concluye que a cuatro causas principales se debe atribuir la desaparición del imperio romano: 1) “Los estragos del tiempo y la naturaleza”, con sus habilidades el hombre es capaz de construir monumentos más duraderos que el corto lapso de su existencia; sin embargo, estos monumentos, como él mismo, son perecederos y frágiles, y en los ilimitados anales del tiempo, su existencia como sus obras no son más que fugaces momentos; 2) “los hostiles ataques de bárbaros y cristianos”. El efecto destructivo de los primeros fue, para el príncipe de los historiadores modernos, menos importante que el de los cristianos. Al fin y al cabo, los godos evacuaron Roma al sexto día y los vándalos después de quince. En cambio, para los cristianos, las estatuas, altares y casas de los “demonios” eran considerados algo abominable y, al apoderarse de la ciudad, trabajaron con celo y perseverancia para acabar la idolatría de sus antepasados; 3) “El uso y abuso de los materiales”. Se refiere Gibbon a la sistemática desconstrucción que los cristianos llevaron a cabo con la geografía urbana de Roma, transformando termas, templos y circos en basílicas, iglesias o monasterios, a menudo reduciendo a cal, para hacer cemento, los monumentales mármoles de la Urbe, y 4) “Las luchas internas de los romanos”. The Decline and Fall es la grandiosa crónica de este proceso que, en la opinión de su autor, tuvo mucho de cíclico como la vida misma.

En “Complexity and Collapse. Empires on the Edge of Chaos” el brillante ensayo publicado recientemente en Foreign Affaires, el profesor Niall Ferguson prefiere dejar para el final de su trabajo el análisis de las tesis de Gibbon. Es conocida su afición a las explicaciones nuevas de cuestiones viejas. Como la guerra, el imperio británico o las causas de la supremacía de las potencias europeas sobre las del Lejano Oriente. En su comentario, el profesor de Harvard se propuso cuestionar la tesis tradicional del auge y caída de los imperios, una tesis a la que la “mayoría de las personas se mantiene aferrada”. Una tesis que consiste en enmarcar la vida de los imperios en una concepción cíclica de la historia. La primera “autoridad” a la que acude es la de Henry St. John, Primer Vizconde Bolingbroke quien, hacia 1738, formuló la difundida hipótesis según la cual, incluso los mejores gobiernos llevan en su seno la “semilla de su propia destrucción y aunque se desarrollen y mejoren durante un tiempo, rápidamente tienden a la disolución. Cada hora que viven es una hora menos que tienen de ida”. A pesar del tono convincente de la dramática afirmación, Ferguson piensa que algo tiene de falaz, de impreciso, de refutable. Entre líneas se lee su aspiración a establecer un nuevo paradigma, como diría su admirado Thomas Kuhn, en el análisis de la caída de los imperios.

El segundo autor al que acude Ferguson es el controversial Giambattista Vico, uno de los teóricos que ha modelado, como pocos, la historiografía moderna. En su inevitable Principios de una Ciencia Nueva (1725, 1744), Vico cuestionó las nociones aceptadas de una historia de desarrollo horizontal y propuso algo completamente inesperado: una visión cíclica de la historia, más cerca de las concepciones órficas que de Descartes. Podríamos ilustrar el enfrentamiento acudiendo a los ejemplos de la Eneida (horizontal) y Odisea (cíclica). Para el napolitano, el desarrollo de la humanidad pasó por tres edades en las que rigieron tres formas de gobierno o jurisprudencias:

La primera de ellas fue una teología mística, que rigió en aquel tiempo en que los gentiles eran dirigidos por los dioses; sus sabios fueron los poetas teólogos, que interpretaban los misterios de los oráculos, que en todas las naciones fueron expresados en versos… La segunda fue la jurisprudencia heroica, la cual apuntaba a aquella que fue llamada por los jurisconsultos romanos aequitas civiles y que nosotros decimos ‘razón de Estado’… Y ello por designio de la providencia divina, a fin de que los hombres gentiles, que no eran capaces de comprender lo universal, como deben ser las buenas leyes, gracias a esa particularidad de su palabra fuesen conducidos a observar universalmente las leyes… Además semejante gran interés privado, unido al poderoso orgullo propio de los tiempos bárbaros, constituía su naturaleza heroica, de la cual salieron tantas heroicas acciones para la salvación de su patria. Con cuales acciones heroicas se origina la insoportable soberbia, la profunda avaricia y la despiadada crueldad con que los patricios romanos antiguos trataban a los desgraciados plebeyos…La última jurisprudencia fue la de la equidad natural, que reinó naturalmente en las repúblicas libres, en la que los pueblos por el bien particular de cada uno, que es igual en todos, son llevados … a dictar leyes universales… Es el aequm bonum, sujeto de la última jurisprudencia romana… Es también, y puede ser que aún más connatural a las monarquías, en las que los monarcas han adiestrado a los súbditos a procurar su utilidad privada habiéndose ellos reservado el cuidado de todas las cosas públicas, y todas las naciones quieren súbditos igualados entre sí por las leyes, a fin de que todos estén igualmente interesados por el Estado.

El esquema de Vico es cíclico o recurrente. Después de alcanzada la tercera edad, donde la razón, el logos, triunfa sobre el mito, se presenta la inevitable decadencia, el “barbarismo de reflexión”, de donde se sale recorriendo el mismo esquema: edad divina, edad heroica y edad humana.

2.

Después de referirse a Henry St. John y a Vico, casi de pasada, Ferguson se refiere dos comentaristas contemporáneos de la fisiología imperial. Ambos, Paul Kennedy y Jared Diamond, habrían incurrido en la misma falacia de los dos historiadores de la Ilustración europea. Esto es, creer que la evolución de los imperios es como la de los hombres: nacimiento, desarrollo y decadencia. Ni siquiera los estudiosos de la escuela francesa de “Anales” (Bloch, Febvre, Braudel) escapan al revisionismo de Ferguson. Habrían sido los historiadores galos, con su desviada tesis de la “longue durée”, los que han estimulado el equívoco de considerar los fenómenos históricos a lo largo de grandes períodos, megaperíodos, los llamaba Edwin Panofsky, con lo cual no han hecho sino actualizar las teoría cíclicas, casi interminables, de Ciencia Nueva, o, como veremos más adelante, de Gibbon. La pregunta que se hace el profesor de Harvard es, sin embargo, la más preocupante, cuya respuesta es el propósito del ensayo de Foreign Affaires: “¿Y si, a pesar de todo, la historia no fuera cíclica y lenta, sino arrítmica y en ocasiones casi estacionaria, pero también capaz de acelerarse súbitamente, como un carro deportivo? ¿O si el colapso no se presentara después de siglos, sino de repente, como un ladrón en medio de la noche?”

Ferguson recomienda entender los imperios como “sistemas complejos”, integrados por gran número de componentes interconectados que se organizan de manera asimétrica, más parecidos a un nido de termitas que a una pirámide egipcia, funcionando entre el orden y el desorden, al “borde del caos” (Christopher Langton). Los sistemas complejos pueden funcionar de manera en apariencia estable, en perpetuo equilibrio. Pero se puede presentar una situación en la cual el sistema complejo entra en crisis. Un pequeño estímulo es susceptible de poner en marcha una “fase de transición”, que conduce del benigno equilibrio a la crisis, “una mariposa bate sus alas en el Amazonas y provoca un huracán en el sureste de Inglaterra”, anota Ferguson, recordando la perturbadora imagen, primero usada por Ray Bradbury en un cuento, y luego por Edward Lorenz para ilustrar la “teoría del caos”.

3.

Los argumentos de Ferguson podrían ser tan brillantes como refutables. Lo que no se le puede negar es el tono apasionado con el que los expone, como buen escocés, ni lo oportuno de sus citas. Después de la mariposa amazónica de Bradbury-Lorenz, recuerda una de las teorías más interesantes que se han ingeniado recientemente para tratar de explicar el ocaso y caída de culturas y civilizaciones. Se trata de la imagen del “cisne negro”, del profesor Nassim Taleb, quien la utilizó, en principio, para explicar la desaparición de la cultura secular libanesa a causa de guerras religiosas y la presencia de ciertos fenómenos imprevisibles. El libro de Taleb, como muchas tesis de Ferguson, es brillante y rebatible. En el primer capítulo de su difundido libro, habla, en un tono autobiográfico, de lo imprevisible del fin de la cultura de su Líbano natal, un colapso que no duró más de una década y que significó el final de una de las más brillantes tradiciones culturales del Levante. Ocurrió, de repente, parece concluir, no sin amargura. Pero, aunque nadie podía precisar cuándo iba a ocurrir, todos sabían que iba a ocurrir. La asimetría entre las tasas de natalidad de las poblaciones cristianas y árabes, no hacía sino crecer, ante la mirada despreocupada de las clases cristianas gobernantes. El Líbano era una nación con “plomo en el ala”. Una proyección elemental del crecimiento poblacional, que se hubiera realizado hace cien años, le habría permitido a los gobernantes tomar las previsiones del caso. No se hizo, pero no por la imposibilidad, sino por irresponsabilidad.

Taleb acompaña sus ideas sobre la irrupción del “cisne negro” con la denuncia de una falacia en los estudios históricos tradicionales, una de las actividades más queridas por la academia norteamericana. En este caso, se trata de la “falacia narratva” (narrative fallacy). Y serviría para designar la reiterada tendencia de los historiadores a explicar la decadencia de las culturas, civilizaciones o imperios, de acuerdo a un modelo “acumulativo”, como el ingeniado por los estudiosos de la Escuelas de Anales. En sus conferencias de 1977 en John Hopkins, recogidas en La dynamique du capitalismo, uno de los creadores de este modelo, el venerable profesor Fernand Braudel, sintetizaba su manera de entender el desarrollo de los procesos históricos. Que consiste en la “enumeración de fuerzas oscuras que están en actividad y empujan hacia delante el conjunto de la vida material, y más allá o más arriba, la historia de los hombres en su conjunto”. A esto, precisamente, es lo que Taleb, citado por Ferguson, llama “falacia narrativa”. Lo más probable es que un “sistema complejo” colapse, no porque “le llegó la hora”, después de un largo período de caducidad, sino a causa de algo imprevisto e impredecible. Como un cisne negro. Durante siglos los europeos estaban convencidos de que todos los cisnes eran blancos, hasta que un viajero trajo de Australia lo impensable, un cisne negro como el cobalto. El mundo de los sistemas complejos es apasionante por muchas cosas, una de ellas es que nadie sabe cómo se van a comportar o cuál será su destino. Conocer su funcionamiento, escribe Ferguson, “es parte esencial de una estrategia que pueda anticipar y postergar su caída”. El problema es que los sistemas complejos se caracterizan por ser completamente “no deterministas”, lo que “hace imposible cualquier predicción sobre su conducta en el futuro basada en la información conocida”.

4.

En la última sección de su extraordinario ensayo, Ferguson reitera su tesis, de acuerdo con la cual los imperios se comportan como “sistemas complejos”, incluyendo su “tendencia a desplazarse de la estabilidad a la inestabilidad de manera violenta”. Es decir, su decadencia no es el resultado, como se había aceptado hasta ahora, de una evolución cíclica, aristotélica, con sus tres edades bien definidas: surgimiento, desarrollo y colapso. Ferguson es más platónico, nada en la historia avanza de manera previsible. Aquí es donde formula su esperado comentario al libro de Eward Gibbon. Y el resultado es decepcionante. Apenas un párrafo donde nos dice lo que ya sabíamos. Que la Historia de la decadencia y caída del imperio romano fue publicada originalmente en seis tomos entre 1776 y 1788 y que abarca un período de 1400 años, desde 180 a 1590. Ferguson se resiste a reconocer lo que propuso Lord Chesterfield, esto es que todas las empresas humanas cargan en su seno la semilla de su destrucción. De este modo, minimiza el hecho de que el imperio romano presentaba síntomas de disolución, de decadencia irreversible por lo menos desde la muerte de Marco Aurelio nuevas y más temibles, como los hunos. O en crecimiento poblacional con sus riesgos malthusianos de más consumidores para una producción fija de alimentos.

Ferguson nos pide que consideremos los siglos finales del imperio como un “sistema complejo” adaptativo que funcionaba “normalmente”, a pesar de las guerras civiles, las invasiones, el ascenso de la clase pretoriana y el desplazamiento de las religiones paganas tradicionales por cultos monoteístas importados. No alcanzo a entender que entiende el profesor de Harvard por “normalmente”, pero me niego a tomar por “normal” una sociedad, como la de los últimos tres siglos del imperio, donde la premonición de la ruina se respiraba a todo lo largo de la vasta, y cada vez menos vasta geografía imperial. Previsiblemente, el autor de El triunfo del dinero no esta sólo en su intención de imponer un nuevo paradigma que nos permita entender de una nueva manera los procesos históricos. Desde hace unos años el tema de la caída de Roma ha ejercido una fascinación especial entre los académicos y el público de Occidente. La inestabilidad el orden mundial después de la desaparición de la Unión Soviética es sólo una de las causas más aparentes. Otra es la percepción, cada vez más agudizada, especialmente después de las recientes crisis económicas de que, también el “otro” imperio, el norteamericano, esta a punto de desmoronarse. El crecimiento indetenible de las exportaciones chinas e hindúes, así como el babilónico déficit y el crecimiento demencial de la deuda no han hecho sino estimular esta sensación. Como siempre, Hollywood ha entendido esta preocupación mejor y más rápido que las universidades y los partidos políticos. Y así ha producido, con éxito previsible, películas que abordan el tema de la decadencia de Roma, como “Gladiador”, en las cuales el espectador es llevado a pensar en la decadencia de su propia organización social.

De los historiadores que han aportado nuevas ideas sobre la caída del imperio (el alemán Alexander Demandt propuso 210 de ellas en su libro), Ferguson destaca los nombres de dos colegas suyos en Oxford, Peter Heather (The fall of the Roman Empire , 2005; Empires and Barbarians, 2010) y Brian Ward-Perkins (The fall Of Rome and the End of Civilization, 2005). Pero también ha podido referirse a otros como Joseph Tainter (The Collapse of Complex Societies, 1988) o a J. B. Bury uno de lo fundadores del modelo interpretativo. En una síntesis interpretativa de las tesis de Heather y Ward-Perkins, Ferguson expresa su acuerdo con la tesis de que la caída de roma no habría sido lenta y prolongada, como lo entendió Gibbon, entre otros, sino más bien “súbita y dramática, como es de esperarse cuando un sistema complejo se hace crítico”. Con más entusiasmo que capacidad de convicción, Ferguson se detiene en su defensa de lo que podríamos llamar, con un término desacreditado por la nueva academia, la implosión del imperio romano: “Lo que es más impresionante es la rapidez del colapso del imperio. Apenas en cinco décadas la población se redujo en tres cuartos… Lo que Ward-Perkins llama ‘el fin de la civilización’ se presentó en el curso de una sola generación”. Para otra oportunidad dejo mis observaciones al empeño del profesor Ferguson de proponer un nuevo paradigma para explicar el colapso de los imperios, incluyendo, y esto es lo más inquietante, el imperio norteamericano.