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Dioses, padres, presidentes

El dios del antiguo testamento es un dios furibundo y vengativo, dios que quema, castiga, mata, arrasa. Es el dios que destruye Sodoma y Gomorra, el dios que envía el diluvio universal, el dios que aniquila sin motivo a los hijos de Job y el que le manda a Egipto siete plagas. También los dirigentes que escogemos, en general, son como ese padre colérico y como ese dios furibundo. Los presidentes son una especie de proyección terrenal de los dioses, una encarnación de la furia divina. No nos parece posible que nos gobierne un hombre manso.

Buda y Cristo, esas encarnaciones benévolas de la madurez de la cultura humana, no son el reflejo de ninguna divinidad colérica, sino de un padre comprensivo y bondadoso. El látigo de Jesús en el templo es un capítulo que aprecian mucho los autoritarios, pero en todo el Evangelio es un episodio aislado en el que, además, no cae un solo muerto ni se derrama una gota de sangre. Nietzsche detestaba la figura de Cristo porque le parecía un dios minusválido, muy distinto a esos dioses de la tradición germánica, arrogantes, furiosos, vencedores de todas las batallas gracias a la violencia de su espada. Con Hitler llegó a su colmo y a su culmen ese sueño del dios bravo.

Antes, cuando los gobernantes caían del cielo, según el azar de las sucesiones monárquicas (institución divina), el pueblo auscultaba a su nuevo Rey para saber si Dios estaba de buen humor o de mal genio. Cada Rey que llegaba era como un termómetro divino. Si Dios estaba bravo con el pueblo, le enviaba un rey colérico, devastador, sanguinario. Otras veces, tranquilo y satisfecho, Dios mandaba a la tierra un rey sabio, generoso, iluminado. Ahora los pueblos escogen a los gobernantes según una proyección del padre que quieren tener. Si el pueblo tiene miedo de alguna amenaza interna o exterior, elige un presidente furibundo. El tosco ranchero Bush, Uribe el capataz terrateniente que con su espuela y su zurriago aniquilará a la guerrilla y detendrá a Chávez. Más que la razón, elige el miedo. Ahora nos dicen lo mismo: Mockus no puede domar a Colombia, que es un potro cerrero: hay que traer a otro domador de caballos. Y Santos, ex ministro de Defensa, bestia negra del verborreico dios de los vecinos (Chávez que ladra no muerde), es para algunos el padre necesario: el protector, el armado, el perro bravo.

Colombia deberá demostrar en las próximas semanas si todavía necesita al padre-patrón, al dios pistola en mano, al presidente bota fuegos, o si al fin podemos tener en el poder a un padre moderado. Que no le tiemble la mano si debe defendernos de una amenaza interna o exterior, pero que en general prefiera el arma de la pedagogía, la instrucción, la educación, y no la furia del látigo. Durante ocho años tuvimos al mayordomo: alejó a la guerrilla, sí, pero no cumplió del todo su promesa de aplastarle la cabeza a la culebra. Ahí sigue, después de ocho años de disparos. ¿Qué tal si ensayamos a domarla, no sólo con la espada, sino también con la zanahoria y la palabra?

Los autoritarios se burlan de la zanahoria: creen sólo en el rejo y en el rayo exterminador. Las nuevas generaciones de colombianos, que han crecido con la idea de que la educación, la ilustración y el esfuerzo son el mejor camino para superar las dificultades y sacar de nosotros las mejores potencialidades, creen que se puede tener un presidente maestro; que ya no necesitamos un presidente capataz. Ojalá seamos capaces de darnos esta posibilidad de unos dirigentes serenos e iluminados. Los furiosos ya tuvieron sus gobiernos: es hora de darles una oportunidad a los mansos. Dos profesores, cuatro ex alcaldes exitosos, unos dirigentes tranquilos, de buen humor, no más gallitos malgeniados: ahí está la semilla del nuevo país que empezará a fraguarse desde el domingo entrante.