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El juicio de Kant

Mis clases sobre Historia de la Cultura me regresan a autores que me han sido queridos a lo largo de los años y sobre los cuales apenas si he hecho mención en los quince tomos de mis diarios. Hobbes, entre ellos, y ahora Kant. A cuyo pensamiento accedí, en la universidad,  de la mano  del profesor García Morente y, más tarde, de Ernst Cassirer, el más iluminado de los kantianos que conozco. Y, aún más tarde, del autor de la esmerada edición de la Crítica a la razón pura para Alfaguara, el profesor Pedro Ribas. A pesar de ser la refutación más clara del concepto de “hombre de acción”, la vida de Kant está llena de anécdotas. Se dice que no se alejó de su nativa Könnisberg más allá de cincuenta kilómetros. Los comerciantes de la ciudad sabían la hora por las idas y venidas del pensador de su casa al trabajo y viceversa. Algo sí, como, “Son las ocho en punto. “¿Cómo lo sabe? Muy sencillo: allí va el profesor Kant rumbo a sus clases y siempre pasa a la misma hora”.

Nadie más sistemático ni más ordenado. Y no se puede ser de otro modo cuando lo que se pretende no es otra cosa que fijar, de una vez por todas, los fundamentos teóricos de la ciencia  y filosofía occidentales. Durante muchos años a los estudiantes de Medicina se nos enseñaba la fisiología del músculo estriado con una experiencia inolvidable.  Consistía en aplicar una dosis mínima de corriente eléctrica al nervio descubierto de la pata de una rana. Al contacto con el electrodo el miembro se contraía. Así, dos o tres veces y el resultado siempre era el mismo. La conclusión era la más obvia. Al contacto con la corriente eléctrica, administrada en forma adecuada  al nervio de la pata de la rana, el músculo se contraía. Lo que era menos obvio es que la experiencia tuviera carácter universal. ¿Cómo sabía mi profesor que todos los músculos estriados “del mundo” se comportaban de la misma manera, así se tratara sólo de las ranas? No lo sabía ni lo suponía, pero, eso sí, estaba seguro.   Aquí es donde  necesitamos a Kant. Gracias a su genio inmóvil, el pensamiento occidental pudo avanzar con sus descubrimientos. Una circunstancia de la cual carecieron las grandes civilizaciones del Lejano Oriente. Si Confucio, lo cual no era posible, hubiese leído a Kant, estaríamos escribiendo en chino estas notas. Lo que demostró de manera irrefutable el filósofo prusiano, fue la existencia de los “juicios sintéticos a priori”. Algo que escapó a Hume y los empiristas ingleses y que era considerado improbable en su tiempo. Cuando decimos, “El nervio de la pata de la rana estimulado por la corriente eléctrica provoca contracción del músculo”, estamos formulando un juicio sintético. Distinto del otro tipo de juicios, los juicios analíticos,  como  “Maruja tiene los ojos marrones”, donde el predicado está contenido en el sujeto. Otro juicio sintético: “La recta es la línea más corta entre dos puntos”. Esto es verdad, pero no es lo que hace que una recta sea una recta. Son otros muchos los atributos de una línea de esa naturaleza. Que sea la distancia más corta entre dos puntos no es lo único que la hace recta. En cambio, en “Maruja” ya están sus ojos marrones. Pero, al no ser un juicio sintético, no podemos inferir que todas las Marujas tengan los ojos marrones. Los juicios analíticos no hacen posibles las generalizaciones. Y la ciencia sólo funciona con generalizaciones, ese es el problema. De este modo, mi profesor de fisiología no necesitaba someter al experimento a todas las ranas del planeta para llegar, de manera tan serena, a tan tremenda conclusión. No era necesario, porque como demostró el buen Kant, los “juicios sintéticos a priori” son universales.

Los juicios, como el de mi profesor de fisiología, los que son sintéticos a priori, comparten una serie de características, entre las cuales: 1) es previo a la experiencia; 2) es derivado del razonamiento sin acudir a la experiencia; 3) no puede ser comprobado por la experiencia; 4) su negación conduce a una indeseable contradicción; 5) es verdad en todas las condiciones y en cualquier tiempo y lugar y 6) es necesario trascendente y universal.  Kant no niega la experiencia pero confía más en la razón: “Todo nuestro conocimiento comienza por los sentidos, pasa de éstos al entendimiento y termina en la razón. No hay en nosotros nada superior a ésta para elaborar la materia de la intuición y someterla a la suprema unidad del pensar” (Crítica de la razón pura). Es un espíritu propio de esa Ilustración, y el más grande, de ese Siglo de las Luces que  devolvió a la polis la confianza en la razón. La racionalidad kantiana no sólo reduce la influencia del irracionalismo, sino que limita las posibilidades  de la experiencia como forma de conocimiento. Es cierto que, gracias a la experiencia, sabemos, o creemos saber, que Maruja tiene los ojos marrones. Pero este dato, procedente de nuestra experiencia, no es del todo confiable. Es inconsistente y relativo. En una época, hace no muchos años, los laboratorios pusieron en venta lentes de contacto coloreados. Cuando le vimos los ojos marrones a Maruja, no sabíamos si portaba uno de estos lentes. Es poco probable, pero es posible. También es posible que  la luz no haya sido la mejor y tomáramos por marrón lo que era otro color. O que la memoria me falle y confunda el color de los ojos de Maruja con los de otra amiga. La memoria es así. No pondría la cabeza en un picadillo sosteniendo que los ojos de Maruja eran marrones. En cambio, sí la pondría por la afirmación de mi profesor de fisiología, no importa si se trata de ranas de Panamá o Montalcino. Estoy seguro de que si se descubre el nervio de la pata de una rana, en cualquier lugar del mundo, y se le aplica corriente eléctrica a un nivel adecuado, su pata se contraerá. A esto fue lo que Kant le otorgó fundamento filosófico. Y con eso  hizo posible, a nivel teórico, la ciencia moderna.

La Crítica a la razón pura, la famosa Kritik der reinen Vernunft, fue publicada por Kant a los cincuenta y siete años de su edad, en 1781. Goethe contaba treinta y cuatro y Beethoven apenas once. Las últimas décadas del setecientos son las de una de las transiciones más violentas de la sensibilidad occidental, la que abre las puertas a las más revolucionarias de las revoluciones: el romanticismo. Nadie menos inclinado que Kant a los excesos románticos. Sin embargo, los padres teóricos de los sucesos de 1789, en París, no habrían hecho lo que hicieron sin las enseñanzas del profesor de la Universidad de Könnisberg. El mismo de seguro Kant no imaginó que sus disertaciones tan abstractas sobre las limitaciones del conocimiento empírico, fueran a generar hechos tan concretos y violentos como la decapitación de un monarca.  A pesar de las desviaciones de la Revolución, Kant no perdió nunca su fe en la Declaración de los Derechos del Hombre y el Ciudadano:

Este hecho no consiste en humanas acciones u omisiones de importancia por las cuales lo grande entre los hombres se hace pequeño o lo pequeño grande; y en cuya virtud, como por arte de encantamiento, desaparecen antiguos y magníficos edificios políticos y surgen del seno de la tierra otros que ocupan su lugar. No, nada de esto…esta revolución de un pueblo lleno de espíritu, que estamos presenciando en nuestros días, puede triunfar o fracasar, puede acumular tal cantidad de miseria y de crueldad, que un hombre honrado, si tuviera la posibilidad de llevarla a cabo una segunda vez con éxito, jamás se decidiría repetir un experimento tan costoso y, sin embargo, esta resolución, digo yo, encuentra en el ánimo de todos los espectadores (que no están complicados en el juego) una participación de su deseo, rayana en el entusiasmo… Porque un fenómeno como ese no se olvida jamás en la historia humana, pues ha puesto de manifiesto una disposición y una capacidad de mejoramiento en la naturaleza humana como ningún político la hubiera podido sonsacar del curso que llevaron hasta hoy las cosas.

Por desgracia para nosotros, y por fortuna para él,  Kant no vivió el fracaso de los ideales de la Revolución, de su degeneración en anarquía (1793), Imperio y Restauración. Si algo hemos aprendido desde entonces, es a desconfiar de ese “pueblo lleno de espíritu”, cuyo entusiasmo termina convertido en apoyo sectario a los más oscuros intereses, como ocurrió en Rusia y  Cuba y ahora sucede en Venezuela. Porque el “sueño de la razón, produce monstruos.

Ocho años antes de la toma de la Bastilla, Kant publicó la primera de sus críticas, un verdadero monumento a las posibilidades  de lo que llamó “la razón pura”: “Todo nuestro conocimiento comienza por los sentidos, pasa de éstos al entendimiento y termina en la razón”. En la Introducción a la CRP, al hablar de los juicios sintéticos a priori, establecía los principios de su sistema:

En todos los juicios en lo que se piensa la relación entre un sujeto y un predicado (me refiero sólo a los afirmativos, pues la aflicción de los negativos es fácil después), tal relación puede tener dos formas: o bien el predicado B pertenece al sujeto A como algo que está (implícitamente) contenido en el concepto A* o bien B se halla completamente fuera del concepto A, aunque guarde con él alguna conexión”. En el primer caso llamo al juicio analítico; en el segundo sintético… Si digo, por ejemplo: “Todos los cuerpos son extensos”, tenemos un juicio analítico. En efecto, no tengo necesidad de ir más allá del concepto que ligo a “cuerpo” para encontrar la extensión enlazada con él… Se trata, pues, e un juicio analítico. Por el contrario, si digo “Todos los cuerpos son pesados”, el predicado constituye algo completamente distinto de lo que pienso en el simple concepto de cuerpo en general.

Lo mismo ocurre con la rana de mi profesor de fisiología. Como quiera que sea, de lo que se trata es del triunfo definitivo de la razón sobre los alcances cognitivos de la experiencia. En la primera página de la CRP, Kant se pregunta si existe un conocimiento independiente de la experiencia. Sí, se responde,

Tal conocimiento se llama “a priori” y se distingue del empírico, que tiene fuentes a posteriori, es decir, en la experiencia… En lo que sigue entenderemos, pues, por conocimiento a priori el que es absolutamente independiente de toda experiencia. A él se opone el conocimiento empírico, el que sólo es posible a posteriori, es decir, mediante la experiencia.

Gracias a los juicios sintéticos a priori mi profesor, y todos los científicos que en el mundo han sido, pudieron formular las leyes científicas conocidas. No sin motivos, Kant hablaba de la suya como de una “revolución copernicana del pensamiento”. Nada menos exagerado.

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* Los ojos marrones de Maruja, p.e.

** Foto: maria…( silent)