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Su propio santoral

“Oh, muerte, ven callada, como sueles venir en la saeta…”

Para unos pocos pensar en el tránsito por la tierra es una virtud. Para la gran mayoría, no entender del todo de qué va la vida es un indiscutible consuelo. Una ganga. Caminar desorientados entre el tumulto, como perros recién abandonados, termina siendo el mejor sedante para atravesar esa larga calle que se llama vida.

No era el caso de Marielba.

Fue amamantada con el relato de una épica personal hecha con trozos de recuerdos, exageraciones y superlativos provenientes de la memoria de unos padres viejos. Iba a ser una cesárea electiva y a la mamá (con un embarazo a los 45 años) se le adelantó el parto. Un desprendimiento de placenta. Una beba ahogándose en sangre. El clásico ¿la madre o la hija? La cesárea de rutina convertida en emergencia, con anestesia general incluida. El manido cuento del repentino viaje a un mar de playa azulísima. En otra versión era un cañaveral. En otra, la casa de la remota infancia. Lo inalterable es que en esa plácida soledad, la madre escuchó una voz que la llamaba por su nombre y le ordenaba volver.

Yo iba a tener una niña, recordó a su regreso. ¿Y la niña?, preguntó asustada.

Vas a tener que ponerle Marielba, le dijo la voz que la trajo de vuelta, porque trabajé duro para que tú y ella se quedaran con nosotros. La niña tardó mucho en respirar, así que podemos esperar complicaciones.

***

Las anunciadas complicaciones se verificaron en una niñez y una adolescencia transitadas con el interruptor de a toque. Con un perenne cable flojo en su circuito. Convulsiones, epilepsia, primidona, fenobarbitol, carbamezapina, primeros auxilios, efectos secundarios, números de emergencia anotados en la lonchera, en una plaquita colgada al cuello, en el bulto, fueron las palabras que desentrañaban (o sujetaban) para ella el misterio de la vida.

Y si para ella no fue fácil, para sus padres viejos la zozobra tenía un dibujo preciso de líneas silueteadas con un bisturí. Veían crecer a su única hija con las mismas demandas de las chicas de su edad: libertad y autonomía. Sólo que a la de ellos solía reseteársele su registro de operaciones sin previo aviso. Y año tras año cocinaban su angustia con ingredientes llegados a diario de la calle y de los titulares de prensa: libidinosidad a granel, cobardía, descomposición social, violencia sin sentido, misoginia, una cultura de chistes sexistas, silencio cómplice. Y una nena que podía convulsionar lejos de los suyos quedando a expensas de una ciudad que, para sus padres, sólo podía ofrecer maldad.

Para Marielba, la lucidez consistía entonces en esperar el día para el que fue preparada toda su vida. Para sus resignados padres viejos, la tragedia era una lotería que rozaba el nombre de su hija en cualquier repique telefónico inesperado, en cualquier pisada inusual frente a la puerta de casa, en cualquier fiesta de la chica, en cualquier carro sospechoso. En esas brisas frías que se colaban por las ventanas durante los atardeceres de enero.

Era saber que el cheque con el que se paga la felicidad de reunir a los seres queridos a la hora de la cena, se cobraba todos los días con la redoblada angustia de esperarla. Y cada noche la opresión crecía en la medida que Marielba tardaba en llegar. Y cada mañana, al despertar, se preguntaban si contarían con la mima buena suerte del día anterior.

Porque si es una hazaña tener éxito en atravesar ese cotidiano camino de la oficina a la casa, en una ciudad como Caracas, es fácil hacerse una idea del tamaño de la epopeya de los padres de Marielba de llevarla hasta la otra orilla, la de la adultez, luego de verla salir y regresar a casa todos los días de todos esos años.

Y aprendió a crecer dentro de las reglas de su propio juego. Vivir en ese equilibrio de cuidarse de los excesos, pero también del desmedido control de esos excesos, para evitar quemar la anémica lámina de su fusible. Aprendió también que la mente es una gran caja atiborrada de sensaciones de todo tipo, y que la llamada realidad no es más que la mayoría estadística en el orden de esas sensaciones.

Sabía cuando se encontraba en el umbral de un ataque porque, de pronto y sin aviso, podían acudir a sus sentidos las percepciones más impredecibles. Un intensa franja fucsia atravesar su campo visual, por ejemplo. O ver por un momento la calle en blanco y negro. O un súbito olor a café. O el sabor incuestionable de una pizza con anchoas… Y luego el cortocircuito. Y la Nada. Y nacer nuevamente en este mundo recuperando por retazos las coordenadas de su ubicación en él.

Y llegó a los 25 años con una vida casi normal. Y terminó por acostumbrarse a vivir y a esperar El Gran Ataque, el que según sus padres la dejaría a expensas del mal, en una ciudad cada vez menos noble, más descreída. Más maldita. Y así, tuvo sustos y tuvo ataques menores sin consecuencias. Y tuvo carro y tuvo novio y tuvo mucho sexo enamorado y tuvo un día una noticia que dar a sus padres.

Quiso celebrar esa noticia como una chica caraqueña normal, cenando y tomando con unas amigas, escapada de ese novio sobreprotector con el cual se libró de unos padres sobreprotectores. Al día siguiente desayunarían junto a esos padres para darles la noticia.

Eran cerca de las diez cuando volvía a casa en su carro. Había decidido bajar la presión al control. Había decidido desmontar poco a poco sus mitos fundacionales. Esa noche decidió que se fundiría en el universo de las chicas normales que beben y celebran, se embarazan y sueñan irreverentes con el futuro, a pesar de una ciudad que sabe agredir a todos los sentidos, sin demostrar preferencia por ninguno.

Cruzaba la oscura soledad de Los Caobos, la avenida Andrés Bello, Maripérez, buscando la Cota Mil, cuando un intenso olor a naranjas invadió el interior del carro. Estaba tan relajada que tardó un par de segundos en entender. Cuando lo hizo ya no había demasiado espacio para ninguna de las maniobras que creció practicando. Antes de que la bruma colmara su campo visual, alcanzó a ver las luces de una gasolinera solitaria y logró llevar el carro, acelerando y girando sin muchas precauciones, hasta detenerlo frente al surtidor de aire.

Debía venir fuerte, porque la fragancia de las naranjas era de una precisión aterradora. Abrió la puerta buscando aire y sintió el frío sordo de la noche. El sitio estaba solo. Ya casi sin ver, vio la figura de un hombre salir de los baños de la gasolinera. Un hombre, un solo hombre moreno caminaba hacia ella en esa oscuridad que todo se lo comía.

En las grietas de voluntad con las que su instinto procuraba dar la batalla, quiso disuadirlo advirtiéndole que su papá era ministro… que su novio era policía. Quiso apelar a cualquiera de esas estrategias con las que las chicas pretenden mantener al mal a raya con inocentes chantajes, pero apenas pudo dar un paso fuera del carro antes de caer desplomada, mientras escuchaba, a lo lejos, una voz de hombre decir:

¿Qué fue, flaca?

Se zambulló de cabeza en el agujero oscuro del apagón sabiendo que fue educada por sus padres toda su vida para esperar ese momento. Que en su religión ella era el cordero de algún dios. Que su sacrificio debería tener algún oscuro sentido.

***

Despertó.

Había un fuerte olor a gasolina. Como siempre en esos casos, no tenía muy clara su identidad ni su ubicación en el planeta. Descubrió que el olor venía de un trapo en que reposaba su cabeza a manera de almohada. Vio un cuarto mal iluminado lleno de cauchos. Recordó dónde estaba cuando escuchó la misma voz de antes del apagón, decirle:

Bien fea que te pusiste, flaca.

De inmediato, indignada, se palpó el cuerpo, y descubrió que estaba vestida. Llena de grasa, pero completamente vestida. El odio se convirtió en aturdimiento.

Te tuve que traer para acá porque andaban rondando unos tipos raros en un carro.

Enfocó la mirada y vio a un muchacho moreno de unos veintitantos años, con una braga sucia de mecánico. Se permitió entonces soltar las lágrimas que la estaban asfixiando.

Gracias, fue lo único que pudo decir.

¿Tú tienes novio?, le preguntó el muchacho adelantando la cabeza con una sonrisa de galán.

Estoy embarazada, le dijo ella con ternura.

Vas a tener que ponerle Jacson, le dijo el muchacho, porque te pasa eso en la calle y no lo cuentas.

¿Y si es hembra? ¿Jacsan?, le pregunto Marielba, sonriendo y sintiendo que cerraba un viejo ciclo.

¡Nooo, qué  va! dijo el muchacho con cara solemne: Si es hembra le pones Micaela, como mi vieja.

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Foto: alexng0302