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Victor García: El editor

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Desde su posición actual como director comercial de una importante casa editorial, Víctor García cumple hoy en Venezuela con una función que comenzó tímidamente en su Argentina natal a comienzos de los setenta, cuando era un joven agitado que se compartía entre vendedor de libros y militante universitario y fue víctima de la represión militar de esa época. Aquí nos ofrece una visión de su historia personal.

Víctor ¿qué te trae a Venezuela?

Vengo a Venezuela por un amigo que era un entusiasta de este país, un abogado y luchador político mayor que yo, que sabía mucho de la literatura, de la geografía del país, que me hablaba de Rómulo Gallegos, de Uslar Pietri, de las playas, de Canaima. Él era profesor de la Universidad y yo respetaba mucho su opinión, por lo que me entusiasmó mucho. El se vino primero y fue profesor en la Universidad de Mérida.

¿Y qué te motivó a salir de Argentina?

Los problemas políticos de Argentina, previos a la dictadura, en el año 1975. En ese momento, aunque el golpe fue poco tiempo después, ya funcionaba una dictadura y los militares habían tomado el control de la represión. Si bien había un gobierno «democrático» encabezado por Isabel Perón y funcionaba el parlamento -había una careta democrática-, ya desde un año antes los militares tenían el control de la represión.

¿Y tú eras…?

Un estudiante universitario que tenía lo que teníamos los estudiantes universitarios, cierta militancia progresista, por lo que era carne de cañón. Y mi amigo, el profesor, también era carne de
cañón, porque era progresista, profesor universitario, defensor de los Derechos Humanos, una figura conocida y respetada…

¿Esto pasa en Buenos Aires?

No, en Córdoba, que es una ciudad universitaria y obrera, por lo que combina dos cosas para esa época absolutamente explosivas. En la Universidad de Córdoba, por ejemplo, se hizo la primera reforma universitaria de América, y había una gran población obrera porque había grandes fábricas que hacían desde aviones hasta locomotoras. Era una combinación fatal para el gobierno de Isabel y para la dictadura.

¿Naciste en Córdoba?

No, nací en la provincia de Santa Fe, pero a los dieciséis años me fui a estudiar a Córdoba y la adopté como mi ciudad. Es una ciudad fantástica. Me asumo cordobés. Allí se vivieron cosas que marcan para toda la vida, como el Cordobazo, y el primer aniversario del Cordobazo, que se llamó el Viborazo, porque un interventor militar que había en la provincia dijo -a un año del Cordobazo-, que si había algún tipo de movimiento estudiantil u obrero para conmemorar le iba a cortar la cabeza como a las víboras. Entonces la gente salió a las calles y pretendió hacer lo mismo que en el Cordobazo. Fue todo un movimiento insurreccional urbano.

De modo que la vida estudiantil en Córdoba estaba muy ligada a la militancia progresista, en mi caso, y en el de mucha otra gente a la militancia peronista, de izquierda, al trotskismo, al maoísmo, era difícil encontrar un estudiante que no participara en algo en esa época. En resumen, era una ciudad muy activa políticamente. Allí se dio, por ejemplo, el mismo 11 de septiembre de 1973, el primer acto de rechazo al golpe en Chile.

¿Y saliste porque sentías un clima de deterioro general o porque tu caso particular…?

Salí porque si me quedaba era la muerte y si salía era la vida. Yo estaba preso. Lo que pasa es que entonces funcionaba todavía la Constitución, que establecía lo que se llamaba el «derecho de opción» mediante el cual los presos políticos podían optar por salir del país, siempre y cuando no se fuesen a ningún país limítrofe y no volvieran a Argentina mientras tuviera vigencia un decreto de emergencia que habían sancionado.

¿Cuándo caíste preso? ¿Por qué?

Un año antes, por mi participación política en la Universidad. Entonces ejercí mi opción y solicité al ministro del Interior, que se llamaba Rocamora, un fascista peronista, la autorización para salir del país y de la cárcel. Aquello era una dictadura encubierta, pero muy en serio, Isabel Perón era una figurita puesta, pero mandaba la camarilla de López Rega, Rocamora, la triple A, había muertos, ejecuciones, desaparecidos, mucho antes de la dictadura.

La Policía Federal iba a las puertas de la universidad y agarraba a todos, éramos como vacas políticas. Eso era cualquier cosa menos democracia. Era una represión que empezó siendo selectiva, pero cuando yo caí ya era indiscriminada.

Al llegar acá ¿conocías a alguien?

Tenía un amigo periodista peronista que se había venido, Beto Borro, que hoy es profesor de la Universidad de Quilmes. Yo estaba muy motivado a venir porque esto era una democracia, Carlos Andrés y todo ese mito del primer gobierno funcionaba. La verdad es que me entusiasmó Venezuela, porque teníamos otras opciones, México, Perú, Europa…

Viniste solo o con un grupo…

Salimos varios directamente de la cárcel al avión. Ponían el avión en cabecera de pista y nos llevaban en varios carros de la Policía Federal, como si fuéramos Rodríguez Orejuela, o Granda, y éramos unos simples militantes universitarios. En ese avión vinimos dos. Un abogado, defensor de presos políticos y de derechos humanos, a quien llamábamos el ruso Kosac, aunque su apellido realmente era polaco. Como parte de todo ese despliegue le entregaban los pasaportes a la tripulación, que fue muy solidaria, sobre todo las azafatas, que nos confesaron ser militantes del partido radical y nos ofrecieron muy buena comida, después de venir de comer en la cárcel sólo mandioca, alguna vez carne de buey y de muchas huelgas de hambre.

Al llegar a Venezuela, le entregaron los pasaportes a la Disip y nos atendieron maravillosamente, cosa que no esperábamos. El trámite de entrada demoró diez minutos, en los que nos señalaron que nos presentáramos en la sede de la Disip una vez por mes y nos dijeron: «¡Bienvenidos a Venezuela!».

Ese fue un contraste impresionante para nosotros, ver una policía política que recibe a unos presos políticos de esa manera fue una cosa magnífica. De modo que allí empezó para nosotros la libertad, con ese sol maravilloso de Maiquetía. En diez minutos salimos del aeropuerto, donde nos esperaba un amigo que había llegado antes, y en su casa nos esperaba otro amigo, Romanin, que hoy es un importante político de Mar del Plata.

¿Dónde viviste entonces?

Alquilé una habitación en Colinas de Bello Monte, y luego alquilamos un apartamento en Bello Campo. Inmediatamente empezó a funcionar una red de solidaridad de los venezolanos con nosotros, para conseguir visa, trabajo, todo. Eso funcionó realmente bien. La persona que me consigue la visa a mí, lamentablemente no recuerdo su nombre, era una militante del MEP. Todo el MEP tuvo una actitud fantástica frente a nosotros, Paz Galarraga, Prieto Figueroa, y de allí toda la militancia hacia abajo. Nos recibían en la casa del partido en un edificio viejo, en El Silencio, allí empezó a funcionar la solidaridad de los venezolanos con los argentinos al igual que había funcionado antes con los chilenos y con los uruguayos. Fue una excepcional solidaridad política y personal, había que alojar gente, crear los comités de solidaridad en contra de la represión, en defensa de los presos políticos que había allá. Los adecos también colaboraron con nosotros, y bastante. Lusinchi fue el promotor de un acuerdo en la Cámara de Diputados en contra de la dictadura, de la represión. Eso puede parecer hoy difícil de entender, pero funcionaba. Canache Mata, con nosotros, era muy especial. A nosotros nos impresionó mucho la accesibilidad de los políticos venezolanos. En Argentina, para ver un político había que pedir cita, hacer largas colas, entrevistarse con catorce secretarios y aún así probablemente no lograbas llegar a ver a un diputado o un senador. Aquí te atendían, te daban el teléfono de su casa, te atendían en el Congreso, examinaban tus propuestas… También el MAS, todos los partidos que hacían vida política nos trataron muy bien. Nos abrían las puertas del país, las puertas de sus partidos políticos y también las puertas de sus casas. Íbamos a la casa de Américo Martín a conversar como si fuésemos de la familia, a la casa de Prieto Figueroa en Prados del Este, a la casa de Rengifo, el pintor. Son cosas que yo, y los argentinos que llegamos en esa época, debemos agradecer. Sobre todo porque hay que reconocer que los argentinos tenemos ciertas características que, al principio, nos hacen difíciles, la arrogancia, la petulancia… y sin embargo no puedo decir que aquí hubiera rechazo a eso. Al contrario. Y, por supuesto, nosotros estábamos encantados de estar en este país y de tener las muestras de solidaridad que recibíamos de la gente.

¿Cuál fue tu primer trabajo al llegar?

Mi primer trabajo fue de mesonero en la casa de fiestas MAR, un trabajo que me lo consiguió el papá de Sergio Dahbar, cuya casa fue la primera que visité al llegar, porque había una relación familiar desde Córdoba. Una historia un poco rara, porque en mi vida jamás había agarrado una bandeja. Aunque en Argentina trabajaba, porque iba a una universidad creada por Perón que se llamaba la Universidad Tecnológica Nacional, que era para los trabajadores que estudian -no para los estudiantes que trabajan-, y para entrar tenías que presentar un certificado de trabajo.

¿Qué edad tenías?

Veinticuatro años. Pero era un estudiante atrasado porque ya me habían echado de tres universidades…

…por «revoltoso»…

Claro, pasaba eso, que buscaban la manera para echarte, te trancaban un examen…

¿Qué estudiabas?

Estudié Derecho, después Agronomía y Análisis de Sistemas. Ninguna la pude terminar por el trabajo y la militancia.

¿Cuánto tiempo tenías acá cuando conseguiste ese trabajo?

Una semana. Y la primera fiesta que me tocó fue del entonces viceministro de Transporte y Comunicaciones. Recuerdo haberme ido caminando desde La Florida hasta El Marqués porque me daba pena que supieran que sólo tenía una semana acá y no conocía nada. Allí recibí sorpresa tras sorpresa porque la manera como se tomaba whisky acá nunca la había visto. Tomar whisky en Argentina era un acontecimiento. Por supuesto, en la fiesta había comida como para un ejército. Mi desesperación era total, no sabía cómo se servían las cosas. Finalmente conseguí un uruguayo que evidentemente había estado en la misma situación que yo, me vio la cara de susto y me dijo: «ven acá, te voy a ayudar, además no te preocupes que a las doce todo el mundo está borracho y nadie se va a dar cuenta de que no sabes hacer nada».

Pero aprendí rápido y luego conseguí otro trabajo de chofer de un taller de creatividad infantil que montó el Ateneo de Caracas. Allí también me topé con cosas fantásticas, porque obviamente no conocía Caracas y aunque pensé que lo podía hacer bien realmente era difícil, y uno de los primeros días me tocó llevar al hijo del ministro de Planificación -que era Gumersindo Rodríguez- y salimos del Ateneo como a las cinco de la tarde y eran las nueve de la noche y no había podido llegar a Prados del Este. Entonces, al llegar, me estaba esperando la Disip, la PTJ, de modo que sólo pude pedir disculpas y decirles que me había perdido. La verdad es que los niños se divertían mucho conmigo, cantábamos canciones, nos divertíamos…

Al poco tiempo conseguí trabajo en una editorial -que era lo que quería-, que publicaba muchos best sellers. En esa época de esplendor económico de Venezuela tuvieron mucho éxito. Allí comencé a hacer realmente lo que me gustaba, porque en Argentina ya había trabajado en una librería, de esas grandes que venden también música, arte y otras cosas. Por supuesto que en todo ese tiempo seguía activo políticamente con los comités de solidaridad con Argentina, porque en ese período obviamente seguían surgiendo casos de muertes, desapariciones, barbaridades de todo tipo.

En resumen, resalto la benevolencia, lo generoso de este país con nosotros, quienes llegamos en esa época.

¿En qué momento decides quedarte?

En el 84, porque intenté regresar a Argentina en el 83 y me di cuenta de que allá no tenía absolutamente nada. Adicionalmente, cuando volví me tocó estar allá cuando se dio el golpe de Estado que enfrentó Alfonsín.

¿El de Aldo Rico?

Sí, una Semana Santa. Entonces fue cuando Alfonsín dijo aquella famosa frase «la casa está en orden» cuando la gente estaba frente a Plaza de Mayo para defender la democracia. Realmente la casa no estaba un carajo en orden y sí tenía un golpe de Estado andando. Eso me asustó mucho, había hiperinflación, golpes de Estado, no tenía yo dónde vivir, todo era muy complicado y no logré reinsertarme. Eso es tan complicado, además, que allá incluso hay especialistas -psicólogos- que
ayudan a la gente específicamente en la reinserción. Entonces me quedé aquí, donde tenía todo, casa, familia, trabajo y me gustaba. Hoy ya puedo decir que soy más venezolano que argentino, y aquí me quedo, para algún día retirarme, pero a una playa.

¿Hay cosas que extrañas de Argentina?

No realmente. Algunos amigos entrañables que estuvieron mucho tiempo conmigo acá y se volvieron para Argentina. O para Europa, como Carlos Quenan, que se graduó aquí y se fue a Francia. Pero la verdad es que también hay muchos amigos acá, así que no extraño mucho. No sé si es bueno o malo eso. Cuando salgo de Venezuela lo que extraño es Venezuela. El sol, el clima.

¿Y qué sientes cuando vas a Argentina?

Me gusta mucho porque veo a los amigos. Se disfruta mucho cuando se va de esa manera, pero se sufre mucho cuando se vive allá. Enseguida aparece esa nostalgia Argentina, ese clavarse puñales. La cosa caribeña es muy distinta, muy extraña para los argentinos, y tampoco sé si es buena o mala, menos dramática, menos nostálgica, más ligera, es algo que me gusta mucho. Usando una palabra que les encanta a los porteños, es menos atribulada.

De los rasgos argentinos ¿cuáles sientes que persisten en ti?

Varios. Uno no puede desechar su pasado, su historia. Además no quiero. No reniego.

¿Tomas mate? ¿Oyes tango?

A veces, cuando estoy con otros argentinos, tomo mate. El único fanatismo es con la selección Argentina. Como no vivo allá no soy fanático ni de Boca ni de River. Y, por supuesto, de la vinotinto. Si juegan Venezuela y Argentina me abstengo…(risas). Es que realmente yo tengo los usos de un venezolano, voy a la panadería, me tomo un cafecito, me como un cachito…

¿Cuál es el balance que puedes hacer hoy de ese tránsito en el que saliste de tu país en medio de una situación muy fuerte, llegaste a un nuevo país, hiciste trabajos básicos, lograste una posición cómoda en una industria que te gusta?

Es que creo que toda la gente que sale de su país tiene que pasar por muchas dificultades. Y en esa época, no veía todo eso como una dificultad ni como trabajos duros, porque para mí eso era la vida, venía de una posible muerte, como la que tuvieron muchos amigos y compañeros. Así que la posibilidad que yo tenía de quedarme en Argentina era morir, me iban a matar. Además, realmente me divertía haciendo todas esas cosas, sirviendo whisky y perdiéndome en el tráfico de Caracas, como me divierto hoy con mi trabajo: me gusta vender libros. De modo que mi balance es el mismo siempre: Venezuela significó la vida.

Gracias, Víctor.

Fotografía: Vasco Szinetar