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Nueva Orleáns, zona franca

Hace mucho tiempo me imaginé estudiando música en una escuela de Nueva Orleáns, ciudad de la que, sobre todo, me figuraba la sombra de las galerías peatonales y las columnas de hierro colado del Barrio Francés. Quería ser trompetista, como Clifford Brown o Freddie Hubbard, pero un accidente ridículo en el tobogán de agua de la piscina de El Laguito, en el Círculo Militar de Caracas, me dejó sin incisivo superior izquierdo y a merced de una corona provisional, es decir, sin embocadura. Los sopladores veteranos me decían que esa falta podía suplirse con técnica, pero yo perdí la motivación. Cada vez que me pegaba la boquilla de la trompeta a los labios, la corona de acrílico se me desprendía de la encía. Perseveré con Teoría y solfeo durante un par de años, pero nunca llegué a Armonía. Desde entonces me conformé con ser un melómano. Y ya no me importó tanto vivir en Nueva Orleáns.

Pero es justo cuando uno deja de desear algo que el anhelo se cuela, sigiloso.

Hoy vivo en el Nueva Orleáns post-Katrina y, cosa curiosa, la realidad se parece mucho a mi idealización de adolescente. Sólo que no fue la música lo que me trajo aquí. Por supuesto, la música está por todas partes, natural, ubicua y espléndida. Tanta música y músicos increíbles que uno casi pierde la capacidad de discriminación. Sin embargo, he encontrado algo incluso más grande que mi amor por los instrumentos de viento-metal y el talento –en serio– de los músicos ambulantes. He encontrado un vínculo geográfico concreto de esta parte de lo que hoy es Estados Unidos con el Caribe. He encontrado también relatos históricos y mitos que se replican en la Venezuela colonial de finales del siglo dieciocho y comienzos del diecinueve: colonos españoles con el mismo método sutil de «la letra con sangre entra»; viejos rebeldes, como los marineros René Beluche y Dominique You, al servicio del pirata Jean Lafitte, quienes prestaron su sangre fría a la causa de la Independencia venezolana. He subido de peso. Creo que camino más lento. He padecido un calor que ni en Maracaibo y he visto desde aquí, en los cottages criollos, los colores y las proporciones de las pocas casas coloniales que todavía existen en la capital del Zulia.

Nos equivocamos. No era por Miami que había que entrarle a este coloso; mucho menos por Nueva York o por California. Era, y sigue siendo, por Nueva Orleáns.

Pocas ciudades del mundo exhiben de manera tan explícita el legado de todas las culturas que se le han superpuesto. Ello exige una especie de predisposición a abarcarlo todo, a disfrutarlo todo, a sufrirlo todo y a pensar en la misma proporción: casi un delirio. La mejor forma de acometer esa tarea es en actitud new-orlenian, es decir, induciéndose una languidez física y mental para la que existe una dieta ad-hoc: pollo frito empanizado cocinado en estricto slow-motion («sin lo cual no hay nada digno de ser contado»), ­po-boys de camarones rebozados (dos paredes de pan francés, repollo, mayonesa y ketchup), cangrejos de río hervidos (boiled crawfish) y cerveza Abita, palabra con la que los indígenas choctaw nombraban a las fuentes de aguas profundas.

Embotado, he procurado a pesar de todo ofrecer algunos puntos de referencia. Por eso me he dado el trabajo de dividir esta serie en cinco entregas:

En ésta, “La primera colonia”, brindaré algunas nociones básicas sobre la llegadas de los franceses, sobre la relación de los exploradores con los aborígenes y sobre la primera impronta europea en el estado de Louisiana; en  el próximo, “Una historia del Caribe”, me referiré a la cesión de Louisiana al imperio español en tiempos de de Luis XV y de Carlos III, al acecho paulatino de los angloamericanos y al legado de la población de la isla de Santo Domingo (la de la parte que hoy corresponde a Haití) después de la revolución de esclavista encabezada por Toussaint L’Ouverture en 1791; en el tercero, “Ciudad dividida”, aludiré a la sectorización de Nueva Orleáns debido a las diferencias culturales entre criollos de raíz francesa, angloamericanos y “gente de color libre”; en el cuarto, “La política del racismo”, me referiré al desarrollo, desde los años sesenta del siglo diecinueve, a la política del estado de Louisiana, cuyo principal criterio fue, desde el comienzo, la variable racial; el quinto “Zona franca”, procurará ofrecer una síntesis subjetiva y estrictamente preliminar de la complejidad de Nueva Orleáns, ciudad de rencillas y desencuentros zanjados en el mito de la música y de un ocio epicúreo anclado en una nostalgia mediterránea.

Ciudad del desamparo

El principio vincula a los aborígenes de esta región –las comunidades choctaw, chikasaw, natchitoches (por alguna extraña razón pronunciada “nackatish”) y tunica– con el hombre blanco.

La incursión francesa en territorio indígena comenzó con una tragedia. El primer explorador del delta del Mississippi y primer gobernador oficial de esta región que, en homenaje al Rey Sol, Luis XIV, fue llamada “Louisiana”, René Robert Cavalier, señor de La Salle, cayó a mano de los aborígenes en 1687 mientras intentaba remontar la corriente del río hacia el norte. Once años más tarde, Pierre Le Moyne, señor de Iberville, partió desde Canadá con una tripulación de 100 soldados y 200 colonos, atracó en la isla de La Española en busca de pertrechos y enfiló hacia el norte, atravesando el istmo de Florida y asentándose en Biloxi, en lo que es hoy el estado de Mississippi. El hermano menor de Pierre, Jean Baptiste Le Moyne, señor de Bienville, que al comienzo del viaje sólo tenía diecisiete años, pudo por fin fundar Nueva Orleáns el 9 de marzo de 1718. 80 hombres prestaron sus brazos para desmalezar el espacio que hoy corresponde al casco histórico.

De los primeros tiempos se recuerda una gran confrontación violenta con los indígenas, consecuencia de la impertinencia del capitán quebequense Chepard, quien, en 1729, se empeñó en establecer su plantación cerca de Fort Rosalie, justo en el sitio donde la comunidad natchez tenía su cementerio y su templo. Los natchez convocaron enseguida a una asamblea para lanzar un ataque sorpresa contra los colonos. Éste fue apoyado por los chikasaw pero no por los choctaw. Una comitiva natchez se presentó ante los franceses con la coartada de mostrarles simpatía mediante una danza de la paz. De repente, un grupo de indígenas armados con fusiles (paradójicamente obtenidos de los mismos franceses) asesinó a mansalva a entre 200 y 300 pioneros. Esto alimentó la cólera de los franceses, quienes quemaron ante los ojos de todo el mundo a un grupo de natchez capturados por guerreros tunicas. El capítulo forzó una paz que no alcanzó a brindar concordia a natchez y tunica, quienes se enfrascaron en una seguidilla de sangrientas represalias.

Sin embargo, más que la intolerancia étnica ante esos seres humanos que los franceses llamaban “los salvajes”, el principal enemigo de los pioneros franceses fue un medio ambiente huracanado que borraba casi de inmediato sus sacrificados esfuerzos constructivos. Durante el siglo dieciocho, Nueva Orleáns fue liquidada varias veces por termitas e inundaciones que echaban por tierra sus precarios locales de madera. Al mismo tiempo, la fiebre amarilla diezmaba la escasa población. El apoyo logístico y material del ancien régime fue, por decir lo menos, intermitente. Francia podía tardar cuatro o más años para mandar un barco con provisiones.

El fraude y la fe

El nombre de la ciudad, Nueva Orleáns, sigue la secuencia del absolutismo durante el siglo revolucionario. En este caso los pioneros quisieron halagar al heredero del trono, el Duque Felipe de Orleáns, Regente de Francia, aquel soberano de quien su propia madre decía que tenía todos los talentos, excepto el de saber para qué usarlos. La monarquía francesa no sólo fue proverbialmente tacaña con su colonia sino que cristalizó en la ciudad las corruptelas que se guisaban en la metrópolis.

El proyecto inmobiliario de Nueva Orleáns habría encontrado sus fondos en las especulaciones del ministro de finanzas del Duque de Orleáns, John Law, que ni siquiera era francés sino escocés. A la manera de un Orlando Castro inspirado por destilados de malta, música de gaita y fuegos fatuos, Law, compinche de apuestas y lupanares del Duque, vendió en los salones de París la nueva ciudad como El Dorado que describe Voltaire en el Cándido. En París, Nueva Orleáns figuraba en los mapas como dominio de ultramar antes de que se levantara la primera choza de palos cubierta con hojas de palmeto. La operación fue ejecutada con la misma técnica de esos proyectos vacacionales vendidos sobre papel y que nunca van más allá de una garita vacía, un montón de perros callejeros y la sensación de ridículo de quien, soñándose en bermudas y campaneando un whiskicito con agua de coco, ha cedido con excesiva buena fe una gruesa porción de sus ahorros.

A lo largo del siglo dieciocho, los franceses no lograron gran cosa desde el punto de vista urbanístico. Nueva Orleáns era un charco en el que chapoteaban los sapos más un puñado de varones tristes y onanistas que, unas veces más y otras veces menos, morían de fiebre amarilla. Los primeros hombres de la ciudad fueron prisioneros franceses a quienes se les había dado a escoger entre el cadalso o “hacer la América”. En una misiva dirigida el 20 de octubre de 1719 al Duque de Orleáns, Bienville se refirió así a los varones del nuevo dominio: “Todo lo que tengo es una banda de desertores, contrabandistas y bandidos quienes están dispuestos no sólo a abandonarlo sino… a rebelarse contra usted”. El caso de las hembras no era mucho más feliz. Las primeras mujeres de la ciudad fueron un grupo de 299 prisioneras, dieciséis de las cuales –entre diecisiete y treinta y nueve años– fueron marcadas con una flor de lis en el brazo. Algunas recibieron apodos poco halagadores inscritos en las listas que precisaban el inventario de este tráfico humano en los barcos que zarpaban desde Normandía, Burdeos o Marsella: “marrana perfecta”, “cuchillera profesional” o “experta en toda clase de vicios”. Al cabo, hasta el temperamento prostibulario del Duque de Orleáns escarmentó y ordenó interrumpir la purga de lo peor de la sociedad francesa en las costas de Louisiana.

En fin, lo único sólido de entonces era la fe. Al convento de las ursulinas, aún en pie, le fue consagrado el único edificio serio de aquel poblacho. El convento tenía una función noble: educar y adiestrar a las pocas mujeres decentes disponibles en tareas como costura y bordado al tiempo que les insuflaba la fe católica, que todavía es la que manda en estos confines. Buena parte de las muchachas en cuestión eran las hijas huérfanas dejadas por los soldados franceses muertos en Fort Rosalie. Las ursulinas no sólo se ocuparon de las hijas de los caídos sino que, antes de asumir el papel de guías espirituales y de nodrizas, intentaron remendar a los heridos de la emboscada. Pero, en definitiva, su gran mérito fue moldear a los mejores partidos de la época. Llegadas a la adolescencia, las niñas educadas por las ursulinas eran llamadas “les filles à la cassette” (“las muchachas de la cajita”) porque llevaban en un nécessaire en forma de cubo todo lo que componía su dote: dos vestidos, dos enaguas, seis tocados y algunos accesorios.

Fue justamente el fervor católico el que calcinó Nueva Orleáns el 21 de marzo de 1788. Un incendio ocasionado por la llama de una vela en la capilla privada de Don Vicente José Núñez se expandió por toda la ciudad levantada desde 1718 por los franceses. La catástrofe sólo ahorró, por supuesto, el convento de las ursulinas. A partir de ese cataclismo el carácter de los españoles se eternizó en la ciudad antigua.

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Foto: MikeJonesPhoto