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Mustang

—Ese es el carro de Douglas —le dije a mamá.

—Será el carro del papá de Douglas —puntualizó ella de mal humor mientras buscaba mis ojos.

La mamá de Nacho también se había despertado con el chirriar de los cauchos. Se asomó a la ventana y vio el carro en cuestión detenido frente a su jardín con el motor encendido. Fue a la habitación de Nacho y no lo encontró. Escuchó voces afuera. Se enfureció con el volumen de la música que traía el carro y se armó la grande. Mamá ya estaba despierta cuando la llamó.

En casa de Daniel también se despertaron con el ronco motor del Mustang de Douglas. Pero, Daniel ya había regresado a Maracay donde estudiaba.

El señor Troconis, insomne lector y escritor sin lectores, le dijo a mamá que se asomó y vio al muchacho metido en el carro. Que hablaba muy duro, pero no en plan de pelea. Lo raro es que estaba solo.

Finalmente, la mamá de Douglas, se dejó ver preocupada, la más preocupada.

—Yo le dije al papá que no le regalara ese carro, maldito carro. Y, ¿a dónde se habrá ido?

Cuando el señor Troconis sugirió llamar a la policía, la mamá de Douglas casi le pega.

Yo sabía, pero no le comenté nada a mamá. La tarde anterior estuvimos en el jardín del Gordo Barazarte. Tomábamos cerveza cuando a Nacho se le ocurrió la fantástica idea. Habíamos oído hablar del asunto.

Unas flores anaranjadas que había como monte, en cualquier casa se las podía ver. Nacho habló del té de campanita.

—Un solo trago… and dreams come true. De ahí que llamen esa flor Campanita, como la de Peter Pan —nos instruyó.

Al Gordo Barazarte el asunto no lo animó en lo más mínimo, a él lo único que lo entretenía era beber cerveza, sentía curiosidad sólo por lo que venía de la entrega domiciliara del supermercado; que la nevera no estuviera abundantemente provista, su único tormento. Escuchar discos de salsa todo el día, inmutable como una piedra, con una lata de cerveza en la mano, así hacía el gordo el mundo un poco más frío.

A mí el asunto de Peter Pan me pareció una de esas pajas locas que a Nacho gustaba inventar.

—No es un té para tomar con galletitas.

Ese día le suplicamos al gordo que no pusiera ninguno de sus discos de salsa, Nacho y yo. Que ya estábamos hasta los teque teques de salsa.

El gordo accedió sin asomo de protesta mientras destapaba la primera cerveza de la tarde. Goloso vio la espuma asomar por la hendidura de la lata.

—¿No tienes jarras de cerveza, gordo, aunque sea un vaso? A mi tomar de la lata me da acidez.

También accedió Barazarte sin inmutarse a que cocinaran las flores de su jardín. Total, esas flores de mierda no le importaban a nadie.

Pero, Nacho siguió con su lección de botánica: la campanita es familia de las petunias, una solanácea datura, de gran variedad, la mayor cantidad de especies se encuentran en Venezuela. Pero…esta, esta solanácea datura…

Nacho quería estudiar biología.

Hacía unas semanas que uno de los muchachos grandes que se juntaban en el parque infantil en las noches; decía, uno de ellos apareció perfecto, de brazos extendidos, sobre el espejo helado de la Laguna de Mucubají, en la sierra nevada, dijeron los periódicos, cuando un hecho como ese ameritaba la atención de la prensa; flotó, decía, en medio del agua helada, ya no respiraba, traía la ropa que la madre reconoció como la misma con que se fue un día para no regresar. No reportaron la desaparición; no era la primera vez.

—Dejen dormir, drogómanos… —gritaba la solterona doctora Benrstein—.En diciembre no se puede ni dormir con los triqui traquis y los patines de hierro.

Usar patines de ruedas de hierro, era signo de coraje. Los demás usábamos los modernos patines de ruedas de goma que no hacían ruido, apenas un rumor ventisco cuando nos dejábamos llevar cuesta abajo por la 4ta Avenida. Guille usaba patines de hierro, de los que hacían ruido. Y la doctora Bernstein maldecía desde su balcón, embutida en su bata añosa, sucia.

—Y los padres no hacen nada…

Una noche, al llegar de la clínica, papá mostró una cierta sospecha. A su consultorio había llegado un matrimonio joven, de muy buena pinta y modales, con el hijo adolescente que no apartaba la vista de la yema de su dedo índice derecho.

La aparición como un bulto en una laguna glacial de los Andes, de uno de los más grandes, de los que ya llevaban barba y melena, y pasaban las noches en el parque oyendo música y fumando, animó todavía más las prevenciones de nuestros padres.

La mamá de Beto silbaba al caer la tarde, recorría la cuadra como un pájaro melodioso que escuchábamos donde quiera que estuviéramos. Llamaba así a los pichones a volver al nido. Y Beto sabía que debía volver a casa al término de la distancia. Años después supe que los canarios, allá en sus islas, se comunicaban con la flauta de sus labios, a través de largas distancias; costumbre ancestral.

Una noche en la que la madre silbadora nos sorprendió al salir del parque, a hora imprudente, le costó a Beto un fin de semana sin derecho a cruzar la puerta de su habitación.

Cuando llegué a casa, mamá ya estaba enterada y papá hizo preguntas, pero no pasó de ahí.

Al caer la noche, el parque era zona vedada para nosotros los venados.

Y los señores del parque, aquellos barbudos melenudos, se divertían un rato con nosotros al dejarnos jugar futbolín con ellos; pero, después de cierta hora parecían coincidir con los papás de las casas vecinas. No nos querían ahí.

—No me gustan esos muchachos, flaco —comentaba mamá en la cena.

Y papá la miraba como diciendo “no hables de eso delante de los niños”.

Me imagino que murmuraban las madres, camino al abasto, con las chicharras haciendo el ruido que resguarda todo secreto. Pero, lo de Douglas, fue el colmo, dando tumbos con su carro por toda la urbanización en la madrugada inconmovible de nuestro suburbio.

—Yo oía los cauchos chirriando de lejos —acotó el escritor Troconis. Y la mamá de Douglas volvió a fulminarlo con su mirada harta, harta ya de esos muchachos consentidos y desobedientes.

Las señoras de la cuadra siempre recelaron de Troconis. Alguna vez el solitario escritor hizo lo que nunca debió ocurrírsele.

Salió al porche con un whisky helado en la mano, con el pijama puesto cuando eran si acaso las seis de la tarde.

—Pasa todo el día sin quitarse la piyama —le comentó la doméstica de Troconis, a Blanca nuestra cocinera.

—¡Dejen la bulla, que no me dejan trabajar! —exclamó al vernos jugar béisbol con una pelota de cartón en la calle ciega que remataba en el jardín de su casa.

Una tarde de esas, Troconis salió, así en pijama, dio un par de zancadas sobre la grama cuidadísima de su jardín. Giró el grifo de su manguera que esgrimió como una espada en el aire y no tardó en empaparme a mí y a Douglas que éramos los que estábamos más al alcance del conminador chorro.

—¿Qué te pasa, viejo marico? —le soltó Douglas así nada más—. Tú le vas a explicar a mi mamá porqué llegué enchumbado a la casa.

—¡Fuera! ¡fuera! —farfullaba el hombre de papada temblorosa.

Pero Douglas todavía no llegaba al colmo. Ni siquiera la tarde que decidimos cambiar la pelota de cartón de béisbol por un desvencijado balón que pateábamos como bárbaros en el callejón que era el reino de Troconis. Y eso, a cuenta de que en algún lugar remoto del mundo se celebraba un campeonato de fútbol, y decidimos ponernos a tono con acontecimiento tan magno.

Estaba el Jaguar, ese automóvil amanerado que Troconis pulía mucho mientras sudaba la resaca y sacaba a pasear poco, acompañado de una dama estrambótica como sacada de una película muda.

El dorado del capó reflejaba el atardecer impecablemente. Y Douglas esperó el momento. Llegó el instante del penalti. Y la arquería estaba señalada por el lustroso capó del jaguar y el viejo Ford del abuelo de Daniel.

Troconis propuso una solución humanitaria cuando la madre de Douglas lo llevó a comparecer ante el agraviado.

—No hay problema, señora. Yo tengo el carro asegurado y ya le sacarán esa abolladura. Pero su muchacho y los otros, porque no estaba pateando ese balón él solo, lo van a pulir durante cuatro semanas como penitencia.

—Que vayan y le pulan el carro —sentenció papá, displicente.

—Pero, flaco —ripostó mamá—. ¿Ese señor no es como raro?

—Es un intelectual, un carajo de esos de la academia. Ha escrito ese montón de libros que nadie lee.

Papá tenía los libros de Troconis en un rincón de su escritorio guardando el polvo de la tarde solariega. Me interesé si acaso para retener algún título que asomaba algo así: Justino Febres. Clasicismo, trópico y miseria. Eso de clasicismo, trópico y miseria se me quedó pegado a la memoria como un chicle que uno hubiese pisado en la calle.

Eran libros poco atractivos de tapa unicolor. Pude darme cuenta de que todos venían con la primera página autografiada por el autor con algún elogio para papá.

Y llegó el día que la madre de Douglas esperó siempre que no llegara. El papá de Douglas compró un bellísimo Mustang usado, para que Douglas fuera al liceo y de paso llevara a su hermanito y ya los viejos no tendrían que pararse tan temprano. Y de paso que sacara a la novia a pasear, que ya estaba en edad. Era obsequioso el padre de Douglas, y eso que no era precisamente un ricacho, ni pretendía pasar por tal.

Douglas cumplió siempre con el deber de llevar a su hermanito al liceo. Estacionaba el carro delante de la puerta del liceo y hacía tronar el motor. El director salía a mirarlo con las manos en la cintura; y alguna primorosa compañera de aula ansiaba montarse de copiloto, los ojos encendidos tras la cerca.

Había veces que Douglas seguía de largo y no entraba a clases. Su mamá tuvo que ir a hablar con el director. Pero, Douglas siguió dueño y señor de su Mustang, que para eso había sudado su viejo, para darle ese privilegio.

Douglas replicaba la generosidad de su padre. Su Mustang siempre estuvo a disposición nuestra: buscaba y llevaba a sus amigos. Nos acomodaba a todos dentro y eso que era un coupé. Íbamos al autocine a cualquier cosa menos a ver una película. La pasábamos cagados de la risa mientras Douglas encendía una y otra vez las luces altas de su automóvil hacia la pantalla e impedía la lectura de los subtítulos. Los otros carros hacían sonar sus cornetas y así, hasta que ya nadie veía la película, sino que se sumaba al juego de encender las luces altas o tocar la corneta; había mentadas de madre y todo. Pero cómo se divertía la gente.

Cierta vez pasaban una película sueca con unos desnudos y unas escenas de las que Nacho llamaba soft porno.

Hasta cargaba Douglas con el Gordo Barazarte, como la vez que la acumulación de cerveza y canabis lo dejó tendido en el sofá de mi casa, papá y mamá de vacaciones.

Douglas vertió un vaso de agua fría sobre la carota del gordo y lo llevó a empujones hasta el Mustang para después dejarlo, si no sano, al menos salvo en su casa y su auspiciosa nevera. Así era Douglas, pese a lo diabólico que podía llegar a ser.

La tarde de la última pulitura del Jaguar de Troconis, el viejo se entusiasmó al vernos cumplir el castigo por él asignado, a cambio de no cobrar el daño hecho a su refulgente deportivo.

Nos miraba desde la ventana de su estudio satisfecho mientras disfrutaba de su whisky vespertino que se pegaba cada tanto al cachete como para aliviar el calor de esos días. Puso música y abrió la puerta para que la escucháramos mientras terminábamos la faena: ponía discos de jazz.

Cuando finalmente nos hizo pasar para compartir su botella de etiqueta negra con nosotros quiso instruirnos un poco. Nos hablaba de Louis Armstrong y Glen Miller, y se interrumpía sólo para animarnos a que tomáramos los vasos largos de la vitrina y los colmáramos de hielo, whisky y soda.

Tuvo el temple para detener el brazo adiposo del Gordo Barazarte cuando veía que se servía un trago demasiado largo.

El gordo se pegó a la velada sin haber movido una célula de su cuerpo descomunal.

Aquel fin de jornada, no fue del agrado de nuestros padres. La madre de Douglas parecía confirmar sus sospechas, pese a estar agradecida por no tener que extender un cheque por la abolladura del Jaguar que tenía a su hijo por autor principal.

Pero, aquella tarde en que hervimos pétalos de campanita en la cocina del Gordo Barazarte, Douglas llegó después que todos los demás.

Llegó cuando Nacho ya tenía rato, o al menos es lo que recuerdo, hablándole a una de las sillas del pantry. Le explicaba a la silla desolada algo sobre el dicotiledón y el monocotiledón, las plantas hermafroditas, la mosca melanogaster y demás tonterías de la biología de bachillerato. Y así presumía Nacho, con esa bagatela ante la silla de pantry, que parecía no ponerle mucha atención pese a que no se movía.

Yo apenas le di un sorbo a la infusión, precavido y ascoso, como siempre, cuando Daniel me acercó la taza humeante y admonitoria.

Tuve algún mareo mientras esperaba el efecto alucinante de las flores de campanita. Estuve al acecho de los elefantes rosados que volaban en torno a uno y demás leyendas sobre los psicotrópicos.

Pero, no sé si ya tenía demasiada cerveza en el buche o había fumado suficiente marihuana; tengo la convicción de que en ningún momento perdí el buen discernimiento.

Julio, con los ojos patéticamente cerrados, bailaba como un artista de cabaret según los famosos compases que Mancini le compusiera a La pantera rosa.

El Gordo Barazarte siguió fiel a la cerveza, no se despegó de un cacho de marihuana y se puso a cocinar unos chorizos y no quiso ni enterarse del té de la campanita que prosperaba en la periferia del jardín de su casa.

Douglas, como dije, llegó después. Demudado por una sonrisa terrible. Entró y se carcajeó largamente ante la olla hirviente de la pócima.

Con un cucharón de sopa se sirvió un vaso. Abrió el freezer y se demoró un rato frente al gélido aliento del que extrajo un par de hielos. Y apuró el vaso de un trago, respiró hondo, volvió a reírse como los malos de las películas y se dejó caer en un puf. Ahí quedó con aquella sonrisa inmutable, quieto como un arbusto seco.

El mismo muchacho que despachó la fiesta de Troconis lanzando los discos de jazz como quien juega al freezbe, mientras el viejo, apoltronado en su estudio, agradecido cedía a sus impulsos etílicos y escuchaba dulcemente a Libertad Lamarque, el vaso de whisky en el cachete, y cantaba al unísono con la argentina, ese mismo muchacho hiperactivo y pasado de travieso, la noche de la campanita quedó como una estatua regocijada en la nada.

Yo opté por llegar a casa por mis propios pasos. Y fue al día siguiente que desperté con el escándalo de las señoras: que dónde estaba Douglas.

—Yo escuché que hablaba con Daniel, que se despedía de él. Me pareció muy raro porque al asomarme lo vi solo en el carro. Se reía y le daba palmadas al techo del carro —fue el testimonio de Troconis cuando no quedó más remedio que hacerle caso y llamar a la policía municipal.

Pero Daniel ya había llamado desde Maracay. De alguna manera había llegado al terminal de autobuses y allá estaba, como si nada.

Julio no recordaba nada. Pero, su madre ya había contado hasta la saciedad que Douglas estuvo tocando el timbre muy tarde. Ella se asomó.

—Ahí le traje a su muchacho —le oyó decir. Y Douglas volvió al Mustang.

—Estuvo un rato hablando, pero iba solo —remató la mamá de Julio.

Contó que lo vio reclinado sobre el carro como si conversara largo con otra gente que no estaba.

El radio del policía chirrió. Habían localizado el carro, el Mustang, digo. La mamá de Douglas pegó un alarido.

Yo acompañé a papá hasta donde estaba: el Mustang se veía al pie de una ladera, amortiguado entre una selva de bambú. Estaba ahí como incrustado dulcemente en el follaje, o como si flotara sobre el matorral.

Pensé, entonces: “Douglas es un buen tipo, fuera de serie. Un gran amigo. Siempre nos lleva a casa en su Mustang, por tarde que sea, por muy borrachos que estemos todos, o drogados o lo que sea”.

Se aseguraba Douglas de que llegáramos bien, incluso cuando no éramos pasajeros de su estupendo automóvil. Aquel Mustang.