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Salvador Garmendia, hacedor de relatos

“Ese carácter voluble, esa vocación que lo llevó en los últimos años a desdecir de la novela (cuando fue uno de sus grandes exponentes) es el signo mayor de que en su obra no hubo programa, no hubo mandamientos, sino simple y atenta apuesta expresiva, sino fiel escucha, sino pura pulsión creadora.”

Antonio López Ortega

Estaba presenciando la sobreimposición de dos fisonomías, que aun haciendo coincidir sus contornos, preservaban, cada una en particular, su autonomía de espíritu. Cada una vertida dentro de la otra y viceversa, sin dejar de conformar en el espacio una sola presencia material instantánea. Eran las manos de un ilusionista, cuyos ademanes burlan la velocidad natural del ojo.”

Mi pequeña Alfil.
Salvador Garmendia

Los cuentos que integran No es el espejo (Alfaguara, 2001), en su construcción, en sus motivos y en sus personajes, representan un nuevo nivel de consolidación en la madurez del oficio de Salvador Garmendia, lo que en pocas y breves palabras, equivale a decir en la edad de su desarrollo. La madurez no necesariamente se alcanza con los años, ni en la vida ni en el arte. La madurez, que es crisis y apertura hacia nuevas experiencias, puede ocurrir antes o después de la edad, o simplemente no llegar nunca. Sin duda, ella tiene que ver con el proceso individual del artista respecto a lo que ha sido hecho y lo que está por hacerse, con la necesidad de poner a prueba, con cada narración y con cada libro, la eficacia de sus dones y de sus medios, tanto como su capacidad de llevar adelante sus aportes sin repetirlos ni desvirtuarlos. Pero también tienen que ver con momentos, encrucijadas de la literatura, de lo que ésta y las sombras del siglo, llegadas a un determinado punto de inflexión, reclaman como incertidumbres de su competencia. En fin de cuentas, de lo que se trata es de la vieja y siempre actual pregunta por los límites entre realidad e ilusión, entre lo empírico y lo imaginado, límites de los que nadie que escriba y viva sabe donde comienzan y tenuemente van a difuminarse, a veces como tema explícito, y otras, implícito en las tensiones y dificultades propias de la escritura.

Quisiera empezar por decir, que si bien, en beneficio de la variedad, gran parte del corpus de los relatos, aun si no todos, se corresponden con los rasgos distintivos de los nuevos empujes en méritos del oficio y de la experiencia, todos apuntan hacia eso. Autorretrato con asas para levantarlo, El señor Dalmau, No es el espejo, que da título, un título para nada gratuito, al libro, Vestida de blanco hasta los pies; era una niña, El círculo de la mirada, Sobresalía triunfante bajo la piel dorada y ¡ Oh!, son, a mi entender, los que dan la medida más cabal de esta vuelta de tuerca en el estilo y en los afinados modos de Garmendia de verter en los relatos los frutos de su actividad creadora.

En primer lugar, la conciencia del escritor, de aquel que hace y se hace las preguntas, aquel que afirma, niega, interviene y argumenta, está siempre presente en sus cuentos o entretejida a ellos, como para que no quepan dudas de que es él quien escribe, quien ve, quien imagina, quien construye, quien verbaliza el material y organiza la escena, a partir de cierta entonación, de cierta sintaxis, de cierto temperamento, según los ritmos de su visión y los quiebres de su pensamiento. Digo verbaliza, porque la textura de su lengua es eminentemente oral, como oral es el núcleo vivo del que surgieron los géneros literarios. En el tono de su prosa, más circunspecto y discreto que lenguaraz, en la distancia con lo narrado está el hormigueo de sus antepasados, el de sus ancestros acuclillados junto a la hoguera, formando el círculo del auditorio dispuesto a escuchar a aquel que ha visto y oído, que ha tenido una experiencia y desea comunicarla. El curso del relato se prosigue, ahora, sin auditorio, sólo interferido por algunos monólogos reflexivos a cuenta del yo que simultáneamente narra y escribe: “Encontré a un hombre un día que venía haciendo el camino de vuelta. Sucedía de la manera más natural, sólo que en ambos lados del camino no había nada visible; el paisaje era una hoja de papel en blanco, sólo el vapor incoloro que se despega del papel cuando se le mira fijamente” (Pasado Inverso).

La particularidad de este sujeto pronominal en primera persona (son apenas dos los relatos escritos desde la supuesta “objetualidad” perceptual de la tercera persona): Érase una vez y Una pequeña cicatriz) está en que ese yo asumido como vehículo de la expresión directa del relato es un yo autoral, un yo impersonal antes que autobiográfico, un yo si bien nunca ajeno al texto, no idéntico consigo mismo, por más que algunos chispazos, con sus marcas de identidad, de las mocedades a la vida adulta, se enciendan aquí y allá en los cuentos. Por ejemplo: el escritor de comedias radiofónicas en Erase una vez, la infancia de provincia en El círculo de la mirada y en Sobresalía triunfante bajo la piel dorada, los años de Barcelona en El señor Dalmau.

En cuanto a la estrategia del uso del yo, incluso en un cuento de registro “nouveau roman” (muchos de los cuentos se inician, solo se inician, con ese registro), como Un caballo patas arriba, en que la mujer “sentada en un sillón de mimbre pintado de blanco” se desplaza, refractándose de imagen en imagen, todas precisas y puntuales en el sentido visual efectivo, y no estrictamente poético de la palabra “imagen”, hasta quedar real y físicamente enhorquetada en el viaje de regreso del hombre al caballo, nos encontramos con el recordatorio expreso de que todo, movimientos, luces, gestos, goces, trazado de las calles, fachadas, zaguanes, está pasando del espacio de aire del escriptor a la hoja de papel: “Dejo a un lado un confuso sentimiento de vergüenza para decirles, ya, que escribo: juego a la cometa ­-es un decir- y dejo que las palabras cabeceen solas allá arriba y el viento de mi relato las mueva a capricho”. Y un poco más adelante, después del abrupto corte producido por la irrupción del repique materno de las dos sílabas de su nombre, y sin otra coherencia que la desencadenada por el recuerdo, un segundo excurso, una nueva acotación antes de reemprender el relato: “El papagayo acaba de dar una cabezada allá arriba. Debe estar reclamando para que regrese a mi tema. Escribo, pues; qué más quieren que diga. Soy un hacedor de relatos, cronista de mí mismo, y hasta me siento parte de estas páginas”. Y esto es todo lo que desea que sepamos de él. Que escribe, que puesto que escribe está solo, solo consigo mismo y con los seres de su visión, que siendo como es “un hacedor de relatos” es él y es otro, que en tanto que él y otro, es arte y parte del territorio de despliegue de lo expuesto en la página.

Hay otro rasgo, derivado del anterior, y no el menos importante, que quisiera destacar, y es que por encima de las jerarquías y el orden cronológico, que van siempre del ahora al pasado, como lo exige el acto narrativo desde el punto de vista de la primera persona, son privilegiadas las miradas que anticipan y fijan, objetos y figuras, en el espacio actual, con unos ojos más abiertos y disponibles que los que se aplican a los del mundo cotidiano, pero desde la misma perspectiva exterior y con la misma exactitud, lo que le confiere a sus transfiguraciones una mayor ilusión de realidad. En La huella de Niel, de toda apariencia uno de los relatos menos reciente, el narrador, después de una breve licencia de vuelo poético, se reconviene a sí mismo: “…no mates el objeto. Déjalo palpitar mientras cae, semi inconsciente; tal vez empezará a ser otro”. En esas frases está todo entero el procedimiento mismo de su arte de narrar. Apartarse de la retórica, dejarse ir al abandono, achisparse de somnolencia, sumergirse en la cosa misma, no pretender darle un sentido, que sea el objeto quien hable, quien se oscurezca, quien se convierta en la fuente de sus propios destellos hasta volverse otro.

Esa densificación del cronotopo Tiempo-espacio, para decirlo a la manera de Bajtín, por la cual el tiempo se espacializa en la duración de lo mirado, no se debe a un supuesto descuido en la escansión de los nexos temporales o en la ilación causal, se debe a que los cuentos de Garmendia nacen de percepciones que se transforman en visiones, ensueños de la vigilia, imágenes proyectadas por la mente, apariciones, perturbaciones, incluidos los conjuros del alcohol, las pesadillas, las opresiones de la resaca. Por esta misma razón, lo decorativo, lo paisajístico del entorno se reduce al mínimo, uno, dos adjetivos (Garmendia cultiva la sobriedad del adjetivo), un símil, como si se dijera, reducido a lo neto y definido del relieve, a los trazos gruesos, que describen los lugares, o que, extremosos, incluso crueles, tanto como para hacernos recordar los cuerpos encapsulados de los cuadros de Bacon, le dan filo a la aparición. Pienso en Vestida de blanco hasta los pies; era una niña, cuando, con los nervios vivos del reconocimiento (en el arte todo es reconocimiento), los figurantes se lanzan al abrazo desde la distancia emotiva de los treinta años transcurridos: “Mi cara penetró en la suya y salió del otro lado por encima del hombro, apartando los pedazos de una piel todavía imaginaria, inerme todavía junto a uno que otro hueso facial, cuya extrema dureza parecía indicar que se había desarrollado fuera de la cáscara; hijos extrauterinos de su cara, o algo semejante”.

En el notable El círculo de la mirada, el tema es el deseo fáustico y letal del “¡Detente, instante feliz!” (“Un instante debía ser más resistente que la vida humana”), emblematizado en el placer que le ofrece el juego de manos a través del agujero de la pared, placer al que se aferra como a un saliente “al resguardo de la corriente”. En este cuento, en apariencia muy sencillo, pero tan desconcertante y hábilmente resuelto, que lleva al lector más allá de la extensión de la letra impresa en sus cuartillas, que es el umbral más allá del cual todo buen cuento debe conducirnos, consigna una declaración a cuya luz tal vez comprendamos mejor esa obsesión por abolir el tiempo que impregna los relatos: “Mi noción rutinaria del tiempo, se había cerrado sobre sí misma, tenía la solidez de un trompo y yo era solamente un lugar limitado por mí mismo, del cual intentaba entrar y salir pero sin acabar nunca la acción”. Y Elías, su amigo y confidente, a sabiendas de que lo único que puede salvar a su amigo es romper con el círculo intemporal de la mirada, lo urge a realizar la acción, a completar el gesto que lo sacaría de sí mismo: “Entonces, verás que tu otra mano imaginaria, esa que no deja respirar ni pensar, se suelta de la rama y te permite volver a la fresca corriente, que en adelante te arrastrará sin esfuerzo”.

A mi entender este cuento es ejemplar en más de un sentido. Nos dice de su rechazo de la desdichada fugacidad de la vida, de la herrumbre corrosiva del tiempo, del encantamiento por el cual prevalece la mirada. La mirada del adolescente, pero también del adulto, cuando, haciéndose escritor, persiste en recuperarla. Nos remite, y de un modo nada discursivo, sino cristalizado en metáforas narrativas, sexuales, pulsionales, rápidas, corporalmente activas, a los paraísos imaginarios que al darnos placer y dicha y dolor, dolor por la perdida claro está, nos apartan de la “fresca corriente” de la vida. El relato nos impone el conocimiento de un antiguo trauma de pubertad, trauma de la vocación de escritor: maldición antes que profesión, decía Thomas Mann, y del precio a pagar por él. Quedarse ahí, pegado al saliente, de espalda a la vida, o, dicho de otro modo, con la vida dejándolo de lado, confirmando ese destino por el cual muchas cosas no llegan a suceder, pero los acontecimientos imaginados, ésos sí.

Si las instancias temporales, en el sentido lineal del paso del tiempo, cuentan poco, si los modelos plásticos y visuales predominan ( “la vista, siempre tan activa en la animación de la narrativa”, decía Virginia Woolf), se debe al hecho de que los protagonistas, haciendo la salvedad de que definirlos con los términos tradicionales de “protagonistas” y “personajes”, no sería aquí el más adecuado, son “Esfinges sin secretos”, esculturas vivientes, muñecas articuladas, como la mujer del sillón de mimbre pintado de blanco. Títeres, maniquíes, como el fantasma de las raíces entrañables de la lengua madre encarnado en el Señor Dalmau. Gigantas, como esa proyección arquetípica de la feminidad ondulante que invade todo el espacio de Sobresalía triunfante bajo la piel dorada: “Mi cabeza aguardaba un poco atrás, reclinada en el vado de los muslos… Más allá un paisaje de alturas torneadas se vaporizaba en mi retina. Era el gran torso yacente, que apenas se dilataba, adormecido, con el ritmo de la respiración”.

Seres salidos del tomo abierto de la enciclopedia Espasa, como la elefantita núbil en Mi pequeña Alfil. De la intersección de dos ramas de nísperos, transfiguradas, a la hora de la siesta, por la modorra y la morbidez del deseo, como en Una pequeña cicatriz: “Allí estaba esa sombra que ya había adquirido presencia y volumen. Era la figura colgante de un hombre”. O de las incitaciones de la expansión la letra impresa como esos rusos, protagonistas de una “humanidad de segunda, extraída de las novelas y los cuentos” de ¡Oh!. Enumerar los relatos que pertenecen al ciclo de las visiones es enumerarlos todos: El señor Dalmau, Mi pequeña Alfil, Un caballo patas arriba, Vestida de blanco hasta los pies. Era una niña ,¡ Oh!, Una pequeña cicatriz, Érase una vez, La huella de Niel, Pasado inverso, El comienzo perfecto de un día feliz, Sobresalía triunfante bajo la piel dorada, que es como una primera y más fantástica versión del prisionero del mundo de lo imaginario de El Círculo de la mirada.

Y si no puse en la lista, Autorretrato con asas para levantarlo y No es el espejo, no es porque estos escapen a estas experiencias sensoriales, sino porque, aun si trabajados literariamente, son verdaderos manifiestos de su ars narrativa. De tal modo que si al libro le faltara este prólogo bien podrían hacer ellos las veces de guía e introducción para el lector. Así, en Autorretrato con asas para levantarlo, tenemos una toma de posición y reivindicación del cuento: “La escritura del cuento posee la limpidez cerrada del acto poético. La oración sin fisuras, cuyos empalmes se producen por un impulso espontáneo del propio material. La palabra que brota en el cuento, es un germen predispuesto para la madurez, en cuyo centro crece y se independiza el calor del poema”.

En cambio de sus novelas afirma, con un dejo de desencanto: “Fueron escritas a un costado de la ficción, crecieron demasiado apegadas a la teoría, serviles a los dogmas del compromiso y los mandatos de una amañada responsabilidad social, por lo que nunca llegué a aceptar por entero el desafío de la página en blanco; el golpe de dados de la invención novelesca”

Por su parte, No es el espejo, prolonga línea a línea el reto de realizar en un relato la refutación de la teoría del arte como reflejo. Los elementos en los que se apoya son el rectángulo de azogue y sus dobles de un restaurante de segunda: clientes, platos de loza, copa de agua, cubiertos, Antoñico clavado en su papel de mozo, mediados por el diálogo unilateral de quien los mira y les da vida, la vida de la que, por sí solos y “como rastros de luz” desvaneciéndose en el espejo, carecerían. El juego entre lo real y lo duplicado, ¿pero, qué es lo real, qué lo ilusorio, qué es yo, qué es tú, qué es otro?, se encamina, a través del humor chirriante del debate entablado con el mozo, mudo e imperturbable, a la demolición total del mortífero realismo.

He dejado de último a ¡Oh!, que es el más novelesco y anhelante de los cuentos. Y si lo menciono a continuación de No es el espejo y Autorretrato con asas para levantarlo, es porque se trata de una variación del mismo tema, aun si diferente desde el punto de vista formal. Su estructura es dramática, con cortina, con entrada y salida por el foro, acotaciones, luces, penumbra, réplicas y contrarréplicas. Diferente, por el hecho de que el diálogo transcurre entre persona y persona: cara a cara. Con todo, las preguntas son las mismas, quiénes somos para nosotros mismos, quiénes para los demás, qué es real, qué no lo es, que es verdad, qué es mentira. Aquí, ese yo autoral, del que hablábamos al principio, no sólo se ha tomado la libertad de encarnarse en un personaje, sino también de proyectarse en “ella”, una rusa, una extranjera, criatura, hija de su desvalimiento, y que como tal concita toda su piedad y misericordia.

El, el escritor (“soy de los libros”), que ha madurado y se ha secado, como Don Quijote, “entre las paginas de cien mil historias de todas clases”, es, en contra del rigor de todas las convenciones teatrales, autor y director de la pieza, parte y contraparte, agente y paciente del salto cualitativo del mundo interior al exterior. A tal punto que tenemos la impresión de que todo el espectáculo de la vida, la rusa, su madre Olga, la tierra plana de La Victoria, el camión de las verduras, el acordeonista Alexander Titov, Venceslada, el mercado de Quinta Crespo, Casalta, estuviese saliendo, como la paloma o la flor, del sombrero del prestidigitador, de la materia fluctuante de su imaginación al momento de ser despertada por la interjección “¡Oh!”, producto de ese choque que llamamos tropezón, destinado por la casualidad, o por el destino, a reunir a dos distraídos: ella que siempre mira al suelo y él que se detiene en medio de la gente a limpiar los lentes.

A partir de esa interjección de admiración, sorpresa, interés, asombro, alegría, como para desmentir aquello de que “nunca llegué a aceptar por entero el desafío de la página en blanco; el golpe de dados de la invención novelesca”, los personajes son lanzados a la escena, provistos de todos los “materiales falsos” de la inventiva novelesca, propia y ajena, con que los ha investido su creador. Y a cada paso, de parlamento en parlamento, pensado para ser escuchado y no interpretado, sabemos más de ese arte narrativo del que “el hacedor de relatos” es portavoz. Arte de la construcción a partir de nada, a partir de añadidos de ser, a partir de palabras, de los signos que las constituyen, simbolizadas en la precariedad de una letra muda, la “hache”, cuyo sonido interior en una boca es como “una mancha de tinta” por la que “se ven pasar flotando cuerpos medio vivos, cadáveres blandos”.

En ¡Oh!* hay parlamentos de gran belleza, estimulantes al oído por la fricción íntima de sus modulaciones y resonancias. Antes de terminar, para completar el Autorretrato, y como colofón de este libro, quisiera citar a uno de ellos: “A mi edad, he creado mi propio imaginario, a veces enigmático. Son flashes, chispas incandescentes. Me acuerdo de unos glóbulos, que Leopoldo Lugones hizo llover bajo la campana de cristal de un cuento, donde el aire exterior jamás tuvo cabida“.

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* ¡Oh! lo leí en la recopilación manuscrita de Salvador, a partir de la cual escribí el prólogo. Sólo al ver el libro publicado  caí en cuenta que no había sido seleccionado, lo que me pareció verdaderamente desafortunado

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Foto: Martha Angelica