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Kant y Rousseau

Alejandro Oliveros sobre Cassirer, Kant y Rosseau

Por Alejandro Oliveros | 12 de mayo, 2010

Siempre he considerado a Ernst Cassirer como uno de los pensadores más serios del siglo XX. Su Filosofía de las formas simbólicas es uno de los aportes más brillantes al estudio de las ciencias de la cultura. Las intuiciones sobre el mito que ocupan el segundo volumen son, así de sencillo, imprescindibles. Una ventaja adicional agradecemos en él. Me refiero a la cordialidad de su estilo, tan distanciado de la dicción seudoracular de pensadores no menos relevantes, como Adorno o Lukàcs, para no mencionar al oscuro maestro de Todnauberg. Lo primero que leí de Cassirer fue su largo y afortunado estudio sobre Kant. Mucho después, me valí reiteradamente de su Mito del estado como libro de texto en los cursos más variados, Shakespeare, por supuesto, pero también Virgilio, Dante o el Romanticismo. No es recomendable referirse a la sinuosa topografía del estado moderno  sin detenerse en este notable estudio, escrito poco antes de su muerte, y de que se disipara el polvo y la ceniza de un devastado Berlín, en cuya universidad enseñó durante más de diez años, antes de emprender la ruta ingrata del exilio. Ahora tengo sobre mi escritorio un volumen publicado recientemente en castellano (Kant, Rousseau, Goethe. Fondo de Cultura Económica), que lo integran tres ensayos: “El problema Jean-Jacques Rousseau”; “Kant y Rousseau”; “Goethe y la filosofía”. De los tres, el más revelador es el segundo, el dedicado a las afinidades, nada obvias, entre los dos influyentes pensadores.

Para el común de los mortales, el autor de Emilio se encontraría tan cerca de Kant, como Maquiavelo de San Francisco de Asis. Cassirer, en una prosa discreta, aunque no desprovista de pasión, se encarga de demostrarnos que las apariencias, una vez más, no son la realidad. La naturaleza de Rousseau, una de las más inestables que cabe imaginar, es, de todas, la menos kantiana. Kant, desde siempre, se supo filósofo. Rousseau, por su parte, antes de dedicarse a lo que hacía mejor, que era pensar y escribir, fue, entre otras cosas, grabador, sirviente, falsario, recaudador de impuestos, empleado de catastro, preceptor, guía espiritual, copista, secretario de embajada, botánico, músico y compositor. No es  probable permanecer indiferentes ante Rousseau. En su tiempo se le acosó, persiguió, juzgó, acorraló, pero también se le estimó, celebró, consintió y protegió. En uno y otro bando, ingenios como Voltaire y Kant. El autor de Candido llegó a escribir que, “A uno le entran ganas de marchar a cuatro patas cuando lee vuestra obra”.  Pero no fue el único que, en su tiempo y después, han adversado al ginebrino. A comienzos del siglo pasado, el distinguido profesor de Harvard, Irving Babbit, escribió uno de los más inteligentes y despiadados libros sobre Rousseau, un estudio que habría gozado de las simpatías de Voltaire. En su ensayo, Cassirer reproduce este comentario:

El estado naturaleza de Rousseau no es sino la proyección en el vacío de su
desenfrenado temperamento y sus impulsos dominantes. Su programa se
propone ensalzar la complacencia ante los deseos infinitos e indeterminados,
ante el sinfín de las pasiones, con la complicidad y auxilio de la imaginación.

Cassirer no lo dice, y no son muchos los que lo dicen, pero no es un desacierto reconocer a Babbit como una de las influencias dominantes en la formación del pensamiento reaccionario del querido T.S. Eliot, su discípulo en Harvard: “Babbit necesitaba a un Eliot, y Eliot necesitaba un Babbit”, recuerdo que escribió uno de los mejores biógrafos del Premio Nóbel de Literatura.  No es necesario agregar que las simpatías del poeta por Jean-Jacques no eran las más entusiastas.

A pesar de las lúcidas interpretaciones de Cassirer, no deja de sorprenderme la sostenida admiración del maestro de Könnisberg por el itinerante y apasionado “citoyen”. Así, “citoyen”, lo llamaba Diderot, tal como se reseña en una de las páginas inolvidables del ensayo que comento. Son conocidas las amistosas relaciones entre Diderot y Rousseau, por lo menos hasta 1757. También es del dominio público la exaltada sensibilidad de Jean-Jacques, hiperestesia la llamaba Rubén Darío.  Sus dos paranoias, la real y la imaginaria y su consecuente huida a la soledad del campo. En 1757, Diderot publica El hijo natural, una comedia de costumbres, un claro ejemplo del llamado “drama burgués”, con un final absurdamente feliz. La conozco, no tanto por sus méritos literarios, que los tiene, sino por haber sido la causa de la ruptura entre dos de los más brillantes espíritus de la Ilustración. En una escena del cuarto acto, una de las protagonistas, se expresa en estos términos: “Apelo a vuestro corazón, interrogadle y os dirá que el hombre de bien está en la sociedad, y que únicamente el malvado está solo”. eso era todo. Una opinión, nada original, que resume las aspiraciones sociales y políticas del Siglo de las Luces. Rousseau no lo entendió de esa manera. Desde sus fantasías persecutorias, esa “patológica desconfianza”, que reconoce Cassirer, quiso ver en las palabras del personaje, un ataque apenas oblícuo de Diderot, un cuestionamiento falaz a su existencia retirada en Montmerency (L’Hermitage). La reconciliación no llegó nunca, a pesar de los intentos del gran enciclopedista. Maniobras no exentas de una ironía que no pasaron desapercibidas a la mirada hipersensible de Jean-Jacques: “Adiós, ciudadano! Si bien se trate de un ciudadano bien singular, como sólo puede serlo un ermitaño”.

No me eran desconocidas las continuas desavenencias entre Rousseau y sus contemporáneos “ilustrados”. En todo caso, no tanto como el fervor de Kant por el novelista de la Heloise. Y, en verdad, tengo la impresión de que el pensador alemán fue el único de sus contemporáneos que supo entenderlo, a pesar de las solidaridades inglesas. Tal vez estas afinidades se expliquen por aquello de que las paralelas se unen en un punto de fuga en el infinito. Rousseau podía ser un provocador y lo sabía y lo ponía en práctica, tanto que parece en él una vocación. Estas son las primeras palabras del Emilio:

Todo es perfecto cuando sale de las manos de Dios, pero todo degenera en las
manos del hombre. Obliga a una tierra a que de lo que debe producir otra,
a que un árbol de un fruto distinto; mezcla y confunde los climas, los elementos
y las estaciones; mutila su perro, su caballo y su esclavo; lo turba y desfigura
todo; ama la deformidad, lo monstruoso; no quiere nada tal como ha salido
de la naturaleza, ni al mismo hombre, a quien doma a su capricho, como a
los árboles de su huerto.

En un fragmento recogido en sus Obras Completas agrega:

El más noble de los seres creados es el hombre, el hombre es la gloria de
la tierra que habita; si Dios se complace en alguna de sus obras, es
ciertamente en el género humano, puesto que todo lo que hay de nosotros de
natural es admirable y no es  por sus propios actos que el hombre se deforma.

Este optimismo entraba en franca contradicción con el pesimismo antropológico de la Ilustración que, en términos sociales, a nada temía más que al estado naturaleza hobbesiano. Por lo que resultaba alarmante, por decir lo menos, el llamado de Jean-Jacques a regresar al bosque y el campo. Kant salió en su defensa y lo hizo de manera afectuosa pero irreprochable. En su Antropología, el autor de las “Críticas” se refirió al encrespado asunto:

La hipocondríaca descripción que Rousseau hace del género humano cuando este
osó abandonar el estado naturaleza no debe ser tomada como una exhortación
para regresar a dicho estado y retornar a los bosques como si esta fuera su
tesis. En el fondo, sus escritos no querían que el hombre retrocediese al estado
naturaleza, sino que volviese su mirada hacia él desde el estadio en que se
encuentra ahora.

La imagen del hombre civilizado contemplándose a sí mismo, cuando vivía en estado naturaleza es memorable. Al final, nadie entendió mejor al contradictorio Rousseau que el inmóvil Kant. Su admiración por el ginebrino nunca desmayó. En su maravilloso ensayo sobre ambos, Cassirer recuerda una anécdota que es la más elocuente: “Es bien conocido que, quien era un modelo de puntualidad y regulaba sus hábitos cotidianos a golpes de reloj, sólo traicionó en una ocasión semejante regularidad: al dejar de dar su paseo diario cuando apareció el Emilio por no interrumpir la lectura de esta obra que le tenía absorto.”

Alejandro Oliveros Alejandro Oliveros, poeta y ensayista, nació en Valencia el 1 de marzo de 1948. Fundó y dirigió la revista Poesía, editada por la Universidad de Carabobo. Ha publicado diez poemarios entre los que figuran El sonido de la casa (1983) y Poemas del cuerpo y otros (2005). Entre sus libros de ensayos destacan La mirada del desengaño (1992) y Poetas de la Tierra Baldía (2000).

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