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La doncella que burló a Cervantes

Miguel de Cervantes Saavedra creó el personaje de Aldonza Lorenzo junto a su alter ego Dulcinea del Toboso—la cual brotó de la delirante imaginación de Don Quijote—para satirizar el hierático objeto de amor de los caballeros andantes, sin embargo, esta misma caricatura, que con el avance de la novela se convierte en monstruosa, evidencia la arraigada creencia de la época sobre el cuerpo femenino como vehículo al Infierno.

La narración fundacional de la cultura hispanohablante, entonces, evidencia el mito negativo que marcaría la identidad femenina hasta bien entrado el siglo XX: que la mujer mundana era grotesca y sólo la mujer hermosa era digna de admiración.  La primera mención que sobre la bella Dulcinea se hace en el texto, en el capítulo uno, la convierte en una evidente hechura de la fantasía quijotesca sobre la banalidad de Aldonza. Luego de que el protagonista autoproclamado caballero bautizó a su caballo, reconoció la necesidad de una dama a la cual ofrecer sus conquistas:

“En un lugar cerca del suyo había una moza labradora de muy buen parecer, de quien él un tiempo anduvo enamorado, aunque, según se entiende, ella jamás lo supo, ni le dio cata dello [sic.]. Llamábase Aldonza Lorenzo, y a ésta le pareció ser bien darle título de señora de sus pensamientos; y, buscándole nombre que no desdijese mucho del suyo, y que tirase y se encaminase al de princesa y gran señora, vino a llamarla Dulcinea del Toboso, porque era natural del Toboso; nombre, a su parecer, músico y peregrino y significativo, como todos los demás que a él y a sus cosas había puesto”.

La arbitraria descripción de la femineidad por sus atributos físicos puede observarse mejor en dos ejemplos. Uno corresponde al Capítulo XXXI de la primera parte, en el cual Sancho Panza señala que ha visto a dulcinea y la describe como de “olorcillo algo hombruno”.

El otro puede leerse en la segunda parte de la saga, en el Capítulo X, en el cual también puede percibirse la socarrona imagen que del objeto del amor cortés –marcado por enamoramientos platónicos e infatuaciones intelectuales— quiere hacer el Manco de Lepanto. En esta sección, Don Quijote y Sancho Panza reencuentran en el Toboso con Aldonza y otras dos labriegas y el caballero las ve horrorosas: “Como no descubría en ella sino una moza aldeana, y no de muy buen rostro, porque era carirredonda y chata, estaba suspenso y admirado, sin osar desplegar los labios”.

La figuración monstruosa de Aldonza que hacen los dos hombres al no encontrarla parecida a Dulcinea puede verse en dos aspectos. En primer lugar, Sancho Panza asume que han sido víctimas –ellos, no la pobre mujer que les espanta— y así apunta:

– ¡Oh encantadores aciagos y malintencionados, y quién os viera a todos ensartados por las agallas, como sardinas en lercha! (…) Bastaros debiera, bellacos, haber mudado las perlas de los ojos de mi señora en agallas alcornoqueñas, y sus cabellos de oro purísimo en cerdas de cola de buey bermejo, y, finalmente, todas sus faciones [sic.] de buenas en malas, sin que le tocárades [sic.] en el olor; que por él siquiera sacáramos lo que estaba encubierto debajo de aquella fea corteza; aunque, para decir verdad, nunca yo vi su fealdad, sino su hermosura, a la cual subía de punto y quilates un lunar que tenía sobre el labio derecho, a manera de bigote, con siete o ocho cabellos rubios como hebras de oro y largos de más de un palmo.

Una mujer que por ojos tenga lagañas, por cabello cerdas de buey y que está pudriéndose –según se asume por el olor que describe Sancho—bajo una “fea corteza”, sólo puede ser considerada un ser grotesco. Aquí el segundo aspecto de la figuración monstruosa de la mujer mundana. Con el hiperbólico lenguaje del escudero se establece un juego de opuestas visiones de lo femenino: una, la del caballero, completamente idealizada; la otra, la de Sancho Panza, brutal. Aunque ambas demuestran que la figuración de lo femenino se mantiene en el plano de lo abstracto: nunca parece asumirse al personaje femenino como a una mujer real.

Sobre Dulcinea, de hecho, casi nunca recae el neologismo “mujer” en el texto; el narrador prefiere los sustantivos “doncella” o “señora”, como si el significado de aquella la palabra trascendiera el de nombrar simplemente el género. Quizás, esto se deba a que las mujeres eran consideradas entonces, en el mejor de los casos, miembros del “sexo débil” o, en el peor, brujas. La mujer fea fue un tema común entre la Edad Media y el Barroco, pues se asumía que la deformidad física era un reflejo de descomposición moral. Por ello eran mal vistos los ungüentos con lo que, aparentemente, se querían maquillar los pecados. Sin embargo, en esta época la cosmética—como la prostitución—observaron un desarrollo exponencial.

La hermosura de Dulcinea, como equivalente exacto de fealdad de Aldonza, establece comparaciones de una con lo sublime y de la otra con lo grotesco y crea un paralelismo obvio entre lo sublime y lo celestial, así como entre lo grotesco y lo desagradable. Pero aunque sublime y grotesco puedan considerarse contrarios exactos, el antónimo que mejor se adapta a la expresión amor platónico (idealizado, celestial) es el terrenal y no el sentimiento de desagrado, que inspira en el caballero la mujer grotesca. Tal unión de conceptos representa la manera de pensar de la época de Cervantes: así de removida estaba la figura femenina de la sociedad que los individuos estaban condicionados par sentir asco ante todo lo terrenal.

Dulcinea es apenas el maquillaje que el amor platónico coloca sobre la mundana mujer grotesca y aunque una es la sombra de la otra, como figuraciones  de lo femenino absolutamente despegadas de la realidad, ambas son la misma.

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Foto: Carlos Viñas