- Prodavinci - https://historico.prodavinci.com -

Tuberías vencidas

En las islas del Caribe los mediodías son largos y silenciosos. En las pequeñas islas, donde no se habla español y tampoco parecen países. Solo islas.  Porciones de tierra rodeadas de sol por todas partes.

En uno de esos lugares se encontraba residenciada desde hacía unos años Ana Cristina Arzolain, célebre en ciertos círculos de Caracas por haberse negado a participar en el Miss Venezuela, a pesar de que su principal organizador le aseguró que la corona era suya y que solo tenía que desfilar con un traje de gasa. Era fama que su madre había interrumpido al emisario en mitad de la frase y lo había sacado sin alzar la voz de su caserón de varios pisos en Altamira.

Ese mediodía el sol se abatía sobre el mundo con tal fiereza que las hojas de los árboles parecían recién bañadas en oro líquido. La diferencia de temperatura entre el exterior y el local donde funcionaba la tienda de lujo donde Ana Cristina se desempeñaba como gerente, podía ser de 20 grados centígrados. Una auténtica locura. El ayudante de interior, como curiosamente se llamaba el cargo del único empleado de la tienda (quizá para remarcar que entre sus responsabilidades no estaba el acarreo de paquetes hasta los automóviles, cosa que, de todos modos, hacía), aprovechaba la ausencia de clientes para sacarse del bolsillo un trapo de lana muy parecido a un pañal repetidamente lavado y pulir cuidadosamente los marcos de los nichos donde se encontraban, encerrados como reliquias, los artículos más lujosos del inventario. Esa semana había llegado de la casa matriz, en Europa, la nueva colección de maletines y bolsos cuya particularidad era el acento, digamos, hípico, del diseño. Tanto las carteras de hombre como las de mujer y los maletines de viaje tenían el aire imponente de la marroquinería propia de las caballerizas: correas por todos lados, largas cintas para terciar sobre el pecho, remaches de bronce, cueros oscuros como regados largamente con espumoso sudor de bestias.

En la vitrina del fondo del local se exhibían los lentes de sol, verdaderas joyas; casi todos, con incrustaciones de piedras preciosas. Cada par reposaba en una especie de bandeja cubierta con un espejo y elevada sobre un pedestal, de manera que las gafas parecían pertenencias de santos. Bolsos, maletines y lentes tenían alrededor una serie de mínimos candiles cuya luz iba a rebotar contra los detalles metálicos y las diversas caras de las gemas. Por lo demás, la iluminación de la tienda tendía a la  semipenumbra, eventualidad que favorecía la visión de Ana Cristina, cuya antigua belleza evidenciaba el beso desmañado de un mal hombre y varios exilios.

El ayudante de interior era un muchacho rubio. Había pertenecido a la selección de esgrima de Cuba, hasta que desertó en el primer viaje al extranjero. Una tarde se descarrió del grupo de atletas y se distrajo mirando la vitrina de la tienda que dirigía Ana Cristina. Jamás había visto nada parecido a aquellas maravillas de las que le hablaba su madre en su casa del Vedado. Los objetos eran incomparables, pero lo que detuvo su respiración fue la imagen de Ana Cristina, recortada sobre una maleta de piel mostaza, sentada en su escritorio de madera fina y mirando hacia la nada como si estuviera interrogando al destino por qué no se atrevió a desafiar a su madre y convertirse en reina. Por qué la fortuna de su padre se había disipado y por qué su ex marido había contribuido de manera tan entusiasta en tal disolución. La falta de expresión dejaba su rostro librado a su belleza de siempre. El cabello le caía hasta los hombros rivalizando con las espléndidas carteras. Su cutis pálido, las pestañas que de forma acompasada caían sobre sus ojeras como lanzas de seda, sus ojos de un color indeciso entre la aceituna y el ron de Carúpano, el escote regado de mínimos puntos encarnados, todo proclamaba la presencia de una gran dama que vete a saber cómo había llegado a aquella pequeña isla donde, al parecer, no había quien apreciara el esplendor de la soledad. Si iba a ser un náufrago, lo sería a la sombra de aquella mujer. Entró. Se presentó. Pidió trabajo. Dejó claro que no volvería a Cuba ni a su vida anterior. Más aún, no volvería a la vida, a secas, después de oír el acento de clase alta de Caracas (como de niñas determinadas a serlo por siempre). Se llamaba Saúl Espí y ocuparía la única vacante del establecimiento, el puesto de ayudante de interior, hasta entonces desempeñado por mujeres; norteamericanas, para más señas, y muy aficionadas a la ginebra, lo que había ocasionado sus sucesivos despidos. Por eso, cuando Saúl Espí se presentó como atleta, la señora Arzolain lo contrató de inmediato con la idea de que al menos no tendría que lidiar con más resacas. Influyó también en su contratación la manera de moverse del cubano y su precisión para manipular las cosas. La tienda necesitaba alguien así.

Faltaba poco para el mediodía. Era viernes y también el mes terminaría ese fin de semana. Ana Cristina miraba hacia la puerta de la tienda mientras con un dedo se recorría el canalete del bigote que conecta la nariz con el labio superior. No había cerrado el negocio que venía preparando desde hacía varios días. El suelo de la calle y de la gran plaza frente a la fachada del local reverberaban con el calor. Pensó que nadie se aventuraría por allí con semejantes condiciones. En ese momento sonó el teléfono con un zumbido más destinado a la alfombra, que rápidamente lo absorbería, que a los irritables oídos de la clientela habitual. Era un pitido de teléfono concebido para completar la sensación de lujo con una atmósfera de viaje: tenía algo de trasatlántico lejano, algo al mismo tiempo marino y recóndito.

-No, mamá –dijo Ana Cristina en su susurro-. En cuanto tenga el dinero, que será muy pronto, te deposito y te llamo.
-…
-No puede ser. Y qué te dijeron los tipos.
-…
-Esa reparación todavía está en garantía. Por favor, llámalos. Reclama. No hace nada les pagué un dineral. ¿Tienes el teléfono de esa gente? ¿No? Mamá, por dios. Pásame a Obdulia para darle el teléfono.
-…
-Hola, Obdu, qué pasa.
-…
-¿Te dio tiempo a quitar las alfombras?
-…
-¿Por lo menos pudiste bajar los cuadros?
-…
-Por qué no llamaron a Cristóbal. Bueno, dejen las ventanas abiertas. Otra cosa que podrías hacer es subir los ventiladores de pie y dejarlos encendidos hasta el lunes.
-…
-¿Por las escaleras? Obdu, por vida de Cristo. Quédate con mamá en el primer piso. Arregla el cuarto de huéspedes y te quedas con ella allí. Pásame a mi mamá, por favor.
-…
-Mamá, me dice Obdulia que las lámparas del segundo piso echaron chispas cuando las quisiste prender. Chica, cómo es posible. Se ha podido producir un incendio horrible.
-…
-No te preocupes. Todo eso se puede arreglar.
-…
-No, mamá. Te aseguro que eso no va a ocurrir.
-…
-Por favor, no llores. Todo va a salir bien, ya verás. ¿Sacaste las prendas? Mira que en la misma caja están los documentos.
-…
-¿No ves? No es verdad que todo se perdió. Lo vamos a arreglar, tú vas a ver.
-…
-Te llamo en un rato.

Saúl, que había permanecido de espaldas mientras Ana Cristina hablaba en voz casi inaudible por teléfono, se volteó y la miró pegando la barbilla al pecho y levantando las cejas: el timbre de la tienda había sonado por acción de la funcionaria. Había regresado. Ana Cristina hundió el botón que hacía saltar el pestillo de la puerta. La mujer entró, seguida de dos guardaespaldas vestidos igual (pantalón de flux y chaqueta roja con la bandera de Venezuela bordada en la espalda) con dos teléfonos celulares, uno en cada mano como Juan Charrasqueado. Ana Cristina fue a levantarse para ir a atenderla, pero la recién llegada hizo un enérgico gesto con la mano para detenerla.

-¿Cómo estás, Saulito? –dijo.
-Muy bien, gracias, señora –respondió Saúl mientras se acercaba a ella sin hacer ruido ni con el roce de sus pantalones.

Por primera vez venía acompañada. En la primera ocasión, Ana Cristina ni siquiera se había movido de su asiento y había dejado que Saúl se ocupara de lo que creyó sería una incursión tipo puñalada de pícaro, como decían los dos empleados en su jerga secreta: una entrada con salida inmediata. La gerente se jactaba de saber, con solo echarles un vistazo, quiénes eran los clientes potenciales y quiénes los simples mirones. Si estos últimos insistían en preguntar y en ocupar inútilmente su tiempo, la solución era responder “es demasiado dinero…”, a sus preguntas con respecto al precio. Había que recitar la frase dejando en el aire la coletilla “para usted”. Pero el mensaje debía estar claro: “es demasiado dinero para gente como usted”. Y eso era lo que Ana Cristina le había dicho a esta mujer, aún si moverse de su escritorio, la primera vez que estuvo en la tienda. Muy pronto se daría cuenta de que las finanzas de la mujer no eran tan precarias como se deducía de su apariencia y modales, ni tan boyantes como la propia funcionaria había llegado a creer ante el súbito incremento de sus ingresos, que crecían casi al ritmo en que ponía su firma en algún papel.

-Es mucho dinero –optó Ana Cristina, entonces, por decirle, dirigiéndose con paso felino al pequeño bolso de noche que la funcionaria miraba con codicia-. Cuesta cinco mil quinientos dólares.

Era, en verdad, demasiado. Sin embargo, la mujer regresó. Y volvió a mirar todo, detalladamente, sin preguntar por el costo. Estaba hechizada por la tienda, por los tesoros que podían ser suyos. Tanto, que la visitaba por tercera vez.

La viceministra se dirigió sin titubeo a un set de maletas que hacía juego con la cartera exhibida en lugar privilegiado en la fachada de la tienda. Espí se encargó de descorrer con malvada sensualidad el cierre de la maleta más grande y de despatarrarla ante los ojos de la funcionaria para hacerle ver los compartimientos, bolsillos, vericuetos, forros de distinto grosor. Se puso guantes de lana para sacar un monedero de piel de serpiente de su estuche y exhibirlo sin empañarlo con las huellas dactilares. Le enseñó todos los lentes, le permitió ponérselos y la escuchó soñar despierta con la posibilidad, ay, de tener unos detallitos con personas que la habían ayudado a surgir. Los guardaespaldas se paseaban por la tienda y cada cierto tiempo echaban un vistazo hacia afuera con mirada remolona que se quedaba enganchada en los bordes repulidos de las vidrieras, donde se contemplaban de reojo. Ana Cristina sentía fascinación por el cabello de la mujer, pintado de un borgoña con destellos de tabaco que solo había visto en un vino francés que su padre atesoraba para un momento especial y que al descorcharlo el día de su compromiso se reveló completamente estropeado. Pero el color era único. Una especie de sangre metalizada en el tubo de ensayo. Exactamente el tono de la viceministra.

-¡Hiroshima Kimberley! –gimió uno de los guardaespaldas- mira esto.

La mujer volvió la cara, pero solo el tiempo suficiente para evidenciar condescendencia hacia los subalternos y, a la vez, fastidio por haber sido importunada.

Ana Cristina seguía desde su escritorio la coreografía de los inquietos espalderos, cuyas familiaridades con la funcionaria la dejaban perpleja. Un segundo timbrazo la sacó de concentración. Ahí estaba otra vez. La que faltaba.

Una mujer se enjugaba el sudor en la calle. Y apretaba el timbre con insistencia. Los pantalones de lycra parecían galvanizados en sus muslos por el soplete del sol. Empujó la puerta nada más oír el chasquido activado desde el interior.

-Hola, mi amor –gritó desde la puerta en dirección a Ana Cristina.
-Cómo está usted –suspiró la aludida poniéndose a mil kilómetros de la mujer, cuyo cabello era tres cuartos rubio y un cuarto, el que va pegado al cráneo, negro.

En ese momento volvió a sonar el teléfono como si un pequeño submarino surcara las profundidades de la alfombra. Ana Cristina levantó el auricular con ademán raudo.

-Ahora no puedo, mamá.

Las dos visitantes se paralizaron en sus lugares y giraron hacia la gerente para escuchar la conversación. Ana Cristina se puso de espaldas y bajó aun más la voz.

-Dile a Obdulia que cierre la llave de paso –susurró.
-…
-Mamá, una cama no puede salir flotando. Por favor, pásame a Obdulia.

La mujer de las lycras dio tres zancadas con sus zuecos de corcho y se ubicó al lado de la viceministra, que la saludó como si fueran íntimas. No lo eran. Su trato se restringía a tres encuentros previos: dos en la tienda y uno en el café con mesitas en la plaza.

-Obdu, ahora qué pasa.
-…
-¿Lo cubriste con periódicos?
-…
-Bueno, a ver… pon los manteles. Saca las sábanas también y extiéndelas en el piso. Pásame a mamá.
-…
-Mamá, deja que Obdulia haga lo que le dije. El lunes comenzamos los arreglos. Cuenta con eso.
-…
-Ese faldellín no lo iba a usar nadie.
-…
-Sácalas del álbum y ponlas en el sol. Verás que no les pasa nada.
-…
-No se va a caer, mamá. Te lo aseguro. Son ruidos normales, que hacen las cañerías cuando están muy viejas.
-…
-Antiguas, tienes razón. Bueno, ya sabes, no te vayas a poner a empujar la cama, mira qué tú…
-…
-Recién operada no, pero estás delicada.
-…
-Múdense al otro cuarto.
-…
-Bueno, mamá, al de Obdulia.
-…
-Qué tiene de malo. Por favor. Me vuelves loca. ¿Acaso Obdulia tiene sarna? Chica, es que tú también… Aló. ¿Mamá? ¿Aló?

Saúl la miraba desde el extremo del local en espera de autorización. La mujer de la lycra cuchicheaba con la viceministra y ahora ésta exigía que le abrieran la puerta del nicho que atesoraba la Pegaso, probablemente la cartera más hermosa que hubiera tocado puerto en el Caribe.

Ana Cristina esbozó una media sonrisa obsequiosa y asintió levemente. Saúl se llevó una mano al bolsillo del chaleco y sacó una llavecita de oro. La puerta de vidrio con marco de bronce quedó abierta y la viceministra sacó la Pegaso con la ceremonia que se reserva al copón bendito. Los guardaespaldas vinieron como atraídos por una palpitación secreta (la del corazón del caballo encerrado en aquel objeto desde todo punto de vista excepcional).

-Qué vaina tan bella –murmuró la viceministra.
-Es muy especial –concedió Ana Cristina mirando la punta de sus zapatos.
-Fíjense en esto –gritó de pronto la mujer de la lycra, al tiempo que arrebataba la Pegaso de las manos de la viceministra y la volteaba para indicar un sello casi escondido en un pliegue del cuero. Tenía las uñas decoradas con mínimas calcomanías que imitaban la escarcha. Con ellas tamborileó en la base de la cartera y luego la regresó a su posición. Entonces reanudó con renovado vigor la mascada de chicle. Ya se sabía que era inútil mencionarle la prohibición de comer chicle en el local.

La Pegaso había regresado a las manos de la funcionaria, que la bamboleaba con la suave cadencia con que se baila a San Benito. Saúl aguardaba pacientemente. La mujer de la lycra daba un paseo por la tienda y su mascoteo resonaba estentóreo.

El teléfono volvió a sonar y dio la impresión de que una ballena minúscula cortejaba a su pareja en el subsuelo de la tienda. Ana Cristina se crispó. La viceministra quiso mirar hacia el escritorio donde estaba el teléfono y en cuyo borde se pararía la gerente para hablar, pero no logró quitarle el ojo a la Pegaso, en ese momento de regreso a su arca. Saúl miró a Ana Cristina y esbozó un guiño mínimo, indicador de que la Pegaso había encontrado dueña.

Ana Cristina levantó el teléfono y con inusitado buen humor comenzó a decirle a su madre que aguantara un poco, que la semana siguiente tendría excelentes noticias. Pero en ese momento se quedó muda. Había visto a la mujer de la lycra hablándole al oído a la funcionaria, y ésta parecía convencida…

-¿Se la envolvemos? –dijo Ana Cristina, frotándose las manos sin mucho énfasis, en dirección a la funcionaria.

La viceministra miró la Pegaso. Acarició el vidrio con la punta de los dedos como si se tratara del pescuezo del animal. Respiró hondo. Y se dirigió a la puerta, seguida por la mujer de la lycra. Ni siquiera contestó.

Unos minutos después, repicó el teléfono. Ana Cristina lo dejó sonar e hizo señas a Saúl de que no se molestara. Fue hacia el escritorio, pero solo para recoger su cartera. Salió en dirección a la plaza y fue hacia la última mesita del café, desde donde podía observar lo que ocurría en un almacén de considerables dimensiones, donde se vendían manteles bordados, encendedores, bolígrafos, relojes, lentes, carteras y maletas, todo de grandes marcas. Todo de imitación. La mujer de la lycra se movía por el atestado lugar como pez en el agua. Y alrededor de ella, con expresión de perplejidad, bullían la viceministra y los dos guardaespaldas. Habían perdido el aire de sacralidad de la víspera. Y se pasaban las cosas como melones que van de la huerta al camión.

Desde su mesa, Ana Cristina pudo ver con toda claridad el ampuloso teatro desplegado por la mujer de la lycra para hacer pasar a los potenciales clientes del “salón común” al “reservado para clientes especiales”, un cuartico con pared de vidrio que daba a la plaza, donde se exhibía casi lo mismo que en el resto del almacén pero con precios quintuplicados. Un cuartico, por cierto, donde estaban reproducidos casi todos los exclusivos objetos de su tienda. Una vileza capaz de engañar a quien no fuera un auténtico conocedor de la obra de los maestros artesanos apegados a las mejores tradiciones europeas. La mujer de lycra volvió un bolso patas arriba, evidentemente con el fin de señalar un sello “igualito” al de la Pegaso original. Uno de los guardaespaldas se quitó la chaqueta roja. Era como si la inminencia de una compra bestial le subiera la temperatura. Estaba sudando. Algo le tocaría del frenesí de adquisiciones prodigiosas. Ana Cristina tuvo suficiente. Dejó un billete en la mesa y se marchó.

El taxi la dejó frente al restorán indio, de calidad desapercibida para los turistas. Quizás no resultaba atractivo por la fealdad de la zona donde se encontraba, aislada de toda sofisticación y de las iniciativas del aseo urbano. Tampoco quedaba cerca de los centros frecuentados por los extranjeros. Durante el trayecto en el taxi, Saúl la había llamado al teléfono celular para darle detalles. Sus compatriotas, la viceministra y los guardaespaldas, habían hecho varios viajes al carro oficial para acarrear la barbaridad de cosas que habían comprado. La mujer de la lycra les había lanzado besos desde la puerta del almacén y después había entrado haciendo pasos de baile. “De reguetón, concretamente”.

El camarero tomó la orden de la caraqueña, un baingan bartha para dos. Y un whisky en las rocas, de momento. Ana Cristina chupaba un hielo haciendo ruido, como se permitía hacer a solas, cuando llegó la persona que esperaba. Hizo señas al camarero para que le trajera una cerveza. Se recostó en el asiento mientras su invitada ocupaba la silla de enfrente. Se miraron por un instante. Y entonces Ana Cristina se unió con una sonrisa melancólica a la carcajada que había iniciado la mujer de la lycra, nada más caer en la silla como extenuada tras larga lidia con una tormenta solar.