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Iguanas

La familia Morantes llegó un sábado temprano al apartamento en el litoral  que los amigos le habían prestado para pasar el fin de semana. El edificio estaba bien ubicado, cerca de la playa, y lo mejor de todo era que tenía piscina, parrillera y otras áreas comunes de recreación. En ellas había unas mesas de cemento con bancos incorporados. “Esa es la mía”, pensó el señor Morantes desde el balcón donde se había asomado a mirar el panorama. Era un día excelente para disfrutar del mar y la playa, un sol radiante lo inundaba todo. Sin embargo, nada más lejos de las intenciones de Morantes que disfrutar de un día playero con su familia. De hecho, ya lo había hablado con su esposa cuando ella le contó que sus amigos le prestaban el apartamento por el fin de semana.

–Cariño, este fin de semana se me hace difícil. Yo pensaba quedarme en casa, trabajando en el contrato que tengo pendiente, tú sabes.

–Anda, mi amor, hazlo por los niños. Si tú quieres trabajar llévate la laptop y yo me ocuparé de ellos.

Así fue que lo convenció. A regañadientes montó la cava y todos los trastos playeros el carro y se dirigieron al litoral. Tras instalarse en el apartamento, la intención de Morantes era quedarse en él trabajando. Pero su esposa volvió a tomar la palabra.

–Ay, mi amor, no te quedes aquí, ni siquiera vas a coger color. Mira, allá abajo hay unas mesas donde puedes trabajar tranquilo. Así por lo menos podrás disfrutar de la brisa marina.

Era innegable el poder de convicción de su mujer. Bajaron todos en traje de baño menos él, que iba en bermudas y con una camisa hawaiana. Abajo escogió otra mesa distinta de la que había visto desde arriba, una que estaba debajo de un frondoso árbol de mango. Era el lugar ideal, fresco, sombreado y además había cerca un tomacorriente, por si se le descargaba la batería.

–Bueno, aquí me quedo, muchachos.

–¿No vienes con nosotros, papi? –preguntó Patricia desde el candor de sus ocho años.

–No puedo, hija. Papi tiene que trabajar mucho este fin de semana.

–Anda, papi, no seas maluco –dijo Luisito, de seis años.

–No puedo, hijo. Vayan a la playa que está ahí mismito. Luego vienen a bañarse en la piscina y entonces jugaré con ustedes.

–Vamos, niños, ya oyeron a papá. Nos espera la arena, las olas…

–¡Y los cangrejos! –gritó eufórico Luisito pegando una carrera.

Tras despedirse de su familia, Morantes se sentó frente al computador. “Qué bueno que no hay más nadie”, pensó. “Así podré trabajar tranquilo”. Lo encendió y de inmediato se sumió en su labor. Concentrado estaba cuando una agitación cercana lo sobresaltó: algo había pasado por debajo de sus piernas a gran velocidad. Cuando se volteó vio a tres iguanas de tamaño respetable que se perseguían mutuamente con las fauces abiertas. Exhaustas tras la carrera se habían quedado como petrificadas al pie del mango. Lo único que se movía de ellas era el reseco abdomen que se hinchaba por efecto de la respiración. Las tres formaban las puntas de un triángulo irregular. Lo miraban de reojo.

–¡Coño, que susto me dieron! –les habló como si pudieran entenderlo–. ¡No voy a permitir más interrupciones! –dijo, acercándose a ellas haciendo aspavientos y profiriendo ruidos guturales. Asustadas, dos de ellas corrieron hacia el árbol y lo subieron a grandes zancadas, apoyándose en sus patas ganchudas, hasta que sus largas colas se perdieron entre el follaje.

Sólo una, que parecía la más grande y vieja, a juzgar por el color verde requemado de su piel escamosa, seguía inmóvil y lo miraba con una especie de curiosidad malévola, como una reina pudiera mirar a un súbdito que hubiera osado emitir un eructo en medio de un banquete real. Morantes pensó que había cierta arrogancia en esa mirada. La iguana comenzó entonces a mover la cabeza de arriba abajo, al tiempo que una cresta negra se erizaba sobre su pescuezo. Era como si chillara pero sin emitir sonido alguno. A Morantes le pareció el colmo de la provocación y buscó algo que arrojarle.

–Ninguna lagartija gigante se va a burlar de mí –dijo mientras levantaba una piedra de regular tamaño. Recordando sus tiempos de pitcher en el liceo, se colocó de medio lado, midió la distancia y le lanzó la piedra, que dio con fuerza en el costado del reptil.

La iguana ni se inmutó. Un instante después del impacto, se limitó a alejarse parsimoniosamente, meneando la cola, se acercó al árbol y lo subió como sus compañeras. Sólo que, a medio camino, le dedicó una última mirada a su agresor antes de perderse entre las hojas.

Morantes, satisfecho, volvió a su trabajo, el cual pudo proseguir sin interrupciones.

Horas después llegó su familia feliz, los niños llenos de arena hasta las cejas.

–¡Papi, papi! Hicimos un castillo de arena –dijo Patricia.

–Vi un cangrejo pero se metió en un hueco. Papi, ¿sabes que los cangrejos caminan de medio lado? –dijo Luisito.

–Vamos, niños, a ducharse quítense el agua salada y la arena– dijo su esposa.

Ella le refería algo de lo caras que estaban las cosas en la playa, de lo que había tenido que pagar por un toldo y dos sillas y el costo de la comida y las bebidas.

–¿Sabes lo que cuesta un pescado frito? Menos mal que trajimos sándwiches.

–Ajá –dijo él sin levantar la vista de la pantalla.

Morantes siguió enfrascado en su quehacer. El contrato era más complejo de lo que había imaginado. Había que considerar cláusulas que nunca antes había redactado. Lamentaba no tener conexión a internet pero de todos modos debía seguir trabajando.

A pesar de sus ruegos no se bañó con los niños en la piscina. Al mediodía se comió un sándwich y un refresco que le llevó su mujer. Sólo tuvo conciencia de la hora cuando ella se le acercó para decirle que subían al apartamento porque ya se estaba haciendo de noche y cerraban la piscina.

–No tardes en subir, mi amor– le dijo. Voy a preparar una cenita.

–Enseguida voy –contestó Morantes.

Sin embargo, la agradable temperatura, pues ya empezaba a refrescar, lo animó a seguir en lo suyo. La pantalla del computador emitía un tenue resplandor que iluminaba en derredor. Una suave brisa agitaba las ramas del mango produciendo un relajante sonido.

Cuando se dio cuenta, ya eran pasadas las nueve. Morantes se sobresaltó. Había estado todo el día trabajando en el contrato. “Los niños ya deben estar por acostarse, debo subir”, pensó recordando que no se dormían si no le daba un beso a cada uno y les contaba un cuento.

Empezó a recoger sus cosas. Apagó la laptop. Cuando se oscureció la pantalla, escuchó un sonido de ramas sobre su cabeza. Al principio no le hizo mucho caso pero las ramas volvieron a sonar de manera extraña, ya que en ese momento no soplaba brisa.

Cuando Morantes se dio cuenta estaba rodeado de sombras. La débil luz de un farol cercano, que luchaba contra la oscuridad, le permitió distinguir que se hallaba en medio de un círculo de reptiles. No sabía cuántas eran, el terror que lo paralizaba le impedía contarlas. Pero había muchas, muchísimas iguanas completamente quietas, acechando. En eso apareció la otra, la iguana mayor. Se quedó allí, mirándolo. De pronto empezó a mover la cabeza de arriba abajo. De inmediato todas lo imitaron. Movían la cabeza con la boca abierta, como si asintieran o como si aullaran pero sin emitir sonido alguno. Su último pensamiento, antes de aceptar que estaba perdido, fue una absurda certeza de que el color de las fauces de los reptiles era el mismo de las guayabas por dentro, una especie de rojo pálido.

Morantes nunca llego al apartamento. La laptop quedó apagada sobre la mesa. Un jirón de tela con motivos hawaianos se veía en el piso, al pie del árbol de mango.

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Foto: Bill Gracey