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Odiseo

Yo vivía en El Junquito y trabajaba en Los Cortijos de
Lourdes. Todos los días eran una versión de la Fuga a Oriente
pero en un Fiat Uno.

Aprendí a leer periódico en la cola. Me terminaba de
vestir manejando. Le echaba azúcar al café sobre el volante.
Recuerdo la fauna.

En la autopista del Oeste, a la altura de Montalbán
pastaban caballos de pelaje canela que nos veían con
indiferencia y cierta superioridad resentida.

Yo tenía una especie de truco que consistía en salirse
en la vía a la Guaira y caerle por detrás del 23 hasta
Miraflores y empatar a la Bolívar. Ya sé, cuando lo escribes
suena a vueltón. Cuando lo manejas también. Pero se movía.
Y movimiento es lo que necesitas para no lanzar el carro al
Guaire e irte al monte a vivir de la caza y la recolección.

Por el 23, el paisaje compartía murales de Colectivo
Alexis Vive
con otro caballo, macilento, no tan bien
alimentado, de color blanco. Mi mujer decía que era como si
Bolívar hubiese dejado botada la montura y lo hubiese
mandado todo al carajo.

A la altura de la autopista del este y pasando el
Guaire, me recibía el contraste de unas garzas que se
mantenían impolutas a pesar de caminar sobre aquel
estercolero y los modernos zamuros que se posaban luctuosos
(¡que ganas tenías de usar esa palabra!) sobre los postes de luz.

A veces me cruzaba con camiones llenos de gallinas o
de bueyes. Una vez vi a un tipo en un Volkswagen que
llevaba un monito capuchino en el asiento trasero. El monito
viajaba relajado y parecía darle indicaciones al chofer. Estoy
seguro que manejaba mejor que el dueño.

El safari vial me llevaba unas dos horas y pico.
Llegaba al trabajo como quien llega de descubrir las fuentes
del Nilo. La sensación de rodar se me pasaba como a media
mañana.

Cuando ya me estaba acostumbrando a lo estático
daban las seis y back on the road again. Me montaba en el
auto como un astronauta. Bolsas de Pepito para picar, coolers
con agua, la ruta y los tiempos calculados con más precisión
que el proyecto Apolo.

La vuelta tenía la carga ominosa del final del día que
nunca llega. Metido en el carro, entendí la relatividad del
tiempo por el lado maluco. Lo terrible y lo aburrido siempre
duran más.

En aquella época ya existían los programas de radio
para los horarios de la cola. Había toda una industria
desarrollada a partir de aquel tormento. Prometeo con un I-
POD mientras el ave mítica le devoraba los intestinos.

Me sometí al chicle sónico de Britney Spears,
la garganta desinhibida de Cristina Aguilera. Comprendí que
algún día iba a ponerle una bomba a la discográfica de los
Back Street Boys. Todas las estaciones tenían un reporte del
tráfico.

Los detestaba. El locutor enumeraba todas las vías
trancadas, exhortaba a usar un par de vías libres que no
ayudaban en nada y siempre hacía esa maldita
recomendación desesperante:

“Si no tiene que ir a ningún lado, absténgase de salir a
la calle.”

Mi esposa solía chillar en ese momento:

¡¿Y que quieres que haga?! ¡¿Que me teletransporte?!

Nuestro hijo creció unos centímetros en el asiento
trasero. Comenzó a hablar y hacía sonidos de motores de
camión, de claxons, de alarmas para carro.

A mi me gustaba el Junquito, pero la vía estaba
acabando con nosotros. Como la cola de subida era igual de
perversa, me veía forzado a comerme algo en el camino. En
el Shangai-la de la industria porcina la oferta estaba
disparando mis niveles de colesterol.

Mi amor, decía mi esposa, estás oliendo a cochino.

No sólo las vías terrestres estaban trancadas, mis vías
arteriales también. El tipo de las morcillas lanzaba confetti
cuando entraba en el local. Yo vivía entre una cola y un
chorizo. Esa combinación sólo podía producir un infarto al
miocardio.

El día que nos mudamos de nuevo a Caracas no había  u
n solo automóvil en la carretera. El tipo del camión de
mudanzas no podía entender porque abandonábamos nuestro
chalet.

La Naturaleza, el aire puro, decía.

Mi hijo hacía brum, brum, piii, piii durante todo el
trayecto hacia nuestro nuevo hogar.

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Foto: El Tecnorrante