Domingos de ficción

Autorretrato en tarde de domingo

Cuento de Francisco Suniaga

Por Francisco Suniaga | 25 de abril, 2010

La pérdida de la mujer amada es como el naufragio de un viejo carguero; los fardos quedan flotando a la deriva y, tiempo después, cuando menos uno se lo espera, se tropieza con alguno, tirado en una playa remota. Pero no hay alegría en el hallazgo. El fardo solitario es sólo un recordatorio doloroso de una tragedia que no termina nunca. Esta lata de sardinas en el fondo del anaquel es exactamente eso, un despojo de mi naufragio en un mar oscuro y primitivo. Una lata de sardinas en aceite vegetal de las que le gustaban a Lisa y que por alguna razón, tal vez olvido, nunca se comió. Sardinas que no calmarán mi hambre de esta ni de otra hora porque puesto a escoger entre comerme una lata de sardinas y la muerte, prefiero la muerte.

Oooño, ahora la alarma de un carro. Lo que me faltaba. Con lo que me costó vencer la flojera y sentarme a terminar esta vaina y ahora viene esa alarma a joderme la vida. Esto de tener el estudio de escritor en el balcón cerrado es muy bueno para ver el Ávila, pero con los ruidos… ¿De qué carro será? Ojalá no se vayan a demorar horas para desactivarla. Lo peor es que tengo que seguir corrigiendo, ya no puedo correr la fecha de entrega de este relato, se me va a arrechar el editor. Así que a trabajar con ruido de alarma, qué otra cosa queda, en esta Caracas urbana y sin civilidad es imposible hacer algo si uno no es capaz de sobreponerse a cualquier perturbación. ¡Ay Lisa! ¡Dónde estás Lisa, dónde te metiste, Lisa! Regresa Lisa que ni el maestro José Alfredo Jiménez me sirve de consuelo. Una vaina que nadie dice de las canciones de despecho es que solamente sirven para escucharlas cuando uno no está despechado. Carajo, qué manera de sonar, hasta las letras en la pantalla del monitor comenzaron a vibrar. ¡Ay, Lisa, qué pasa con el dueño de ese carro que no viene a apagar esa alarma, Lisa!  Lo peor es que en la calle no hay nadie. ¿Y quién va a estar por la Primera Avenida de Los Palos Grandes una tarde lluviosa de domingo? La Primera Avenida, la calle síntesis de Caracas en todos los aspectos. Hace diez años, cuando le pagué el traspaso del apartamento a la viuda italiana que se regresaba a Pescara, parecía un milagro: segura, tranquila, cómoda, barata, cerca del Metro y con los negocios que hacen falta para no tener que sufrir el tráfico. Pero los milagros en Caracas deben estar sujetos a una maldición, desaparecen tan pronto la ciudad se da cuenta de que existen. Un auténtico absurdo lógico: en Caracas hay milagros pero si la gente se entera, dejan de existir, ergo, no hay milagros pa’ nadie en esta ciudad. Una vaina así tiene que ser. La Primera Avenida devino en “la calle del delirio”, como la bautizó una periodista bien intencionada en el uso de ese adjetivo. Recuerdo su nota dominical describiéndola como una calle del Manhattan idealizado de Woody Allen: “La calle perfecta, tres cuadras de norte a sur, espacio urbano caraqueño donde se conjugan de manera irrepetible lo local y lo globalizado. Citadina, animada, simpática, dotada de todas los bienes que demanda un ser humano conectado con la modernidad, incluyendo las artes: cincuenta metros al Oeste está el Centro Rómulo Gallegos, a menor distancia por el Este, los cines de arte y ensayo del Centro Plaza, por el Sur limita con el Centro Cultural La Estancia y por el Norte, bueno, por ahí está el Avila, sólo hay que levantar la vista para mirarlo, imponente, reinando sobre la vida de los mortales. La Primera Avenida de Los Palos Grandes es sin duda el mejor lugar para que sienten sus reales los urbanitas que no quieren estresarse por el tráfico y otras malaises de la metrópoli”. Obviamente, la periodista no vive en esta calle porque en su descripción olvidó la ladilla más grande: el ruido, lo peor que le puede pasar a un escritor que necesita concentrarse en su trabajo. Tiene razón sí en lo del delirio, porque en los ciento cincuenta metros de esta calle hay, contados por encima: cuatro restaurantes caros y uno carísimo –el japonés en el edificio de enfrente–, un hotel cinco estrellas, dos farmacias, una carnicería, la barbería de Tony, una pizzería, una pescadería, un café internet, una frutería, dos panaderías, dos carritos de perros calientes, Oltremare, uno de los delicatesses más viejos de la ciudad, una cerrajería, un banco, una marquetería, una tienda de muebles de diseño italiano, una tapicería, una oficina de correos, una licorería, un “oyster bar” y una ferretería. Ah, y dos restaurantes chinos, uno al lado del otro, con las cervezas tan baratas que ahora no encuentran qué hacer con los estudiantes universitarios que vienen a alborotar noche tras noche. Aunque si de delirio se trata, nada como el de las alarmas de automóviles que se disparan a cualquier hora. ¡Ay Lisa! ¡Dónde te metiste, Lisa! ¡Cómo hago para meterme otra vez en el texto, Lisa!

Lisa era la contradicción que yo amaba, caraqueña, por supuesto, una mujer hermosísima y malvada donde las haya, que no obstante su elegancia y belleza cultivaba lo que para mí era un vicio deleznable: comía sardinas en los desayunos del domingo. Insistía en que eran buenas para la circulación, por los aceites omega. Alguna vez le hablé de mi aversión por las sardinas enlatadas y durante unos meses, nuestros primeros meses juntos, fue respetuosa de mi rechazo y no insistió más en que las comiera. Pero pronto inventó un juego con el que lograba desquiciarme.

Como me desquicia ahora esa alarma de mierda y el dueño marico que no viene a desconectarla.

Se comía sus sardinas enlatadas y me buscaba para besarme los labios con los suyos todavía húmedos con aceite. Aquello era mucho más que una broma, había en ello ese algo malvado que hay en casi todo lo que Lisa hace. Tengo que cambiar esta última parte de la frase por una en pasado: que había en casi todo lo que Lisa hacía. Debo sacarme de la cabeza que Lisa pueda ser presente para mí, Lisa es pasado, se fue con otro tipo, acostúmbrate a la idea. ¿Y  esta cacofonía,  qué hago con ella? …que contaminaba casi todo lo que Lisa hacía. Así está mejor. En esos ataques se revelaba la puta que lleva adentro, la puta que efectivamente es. En esta oración, por el contrario, hay que mantener el tiempo verbal: Lisa  es una puta en presente del indicativo y seguirá siéndolo, en futuro simple, aunque no esté conmigo. ¿Oooño será que Antonio José tiene razón? Lo que pasa es que no sé si es por ser profesor de literatura y crítico, o por amigo que conoce la historia y me ha visto llorar de despecho por Lisa, que me ha dicho que no insista con este cuento, que este relato contado así no tiene valor literario alguno, que la crónica de mi despecho con Lisa no puede ser ficción, que no habrá manera de tomar distancia con lo narrado, que no existe espacio entre el yo-narrador y el yo-cabrón a quien Lisa dejó, que esto no es literatura sino cabronería filtrada palabra por palabra. Pero está equivocado. Él sabe que Lisa me abandonó y por eso percibe los cruces de ficción con realidad, pero ¿y para quien no me conoce y no conoce mi historia con Lisa? El mismo Antonio José nos decía en clases que la literatura es el producto de las experiencias humanas y entre las mías, Lisa es la experiencia. ¿Por qué no la voy a contar? ¿De qué otra manera me saco a Lisa del tuétano de los huesos? ¡Ooooño y es que no van a desconectar esa alarma!

Sí, Lisa es una puta porque los besos con la boca sucia de sardinas eran un precio, el precio que se ponía para entregarse a mí. Al beso en los labios le seguía la lengua, la lengua resbalosa y ágil de Lisa, lubricada con el aceite hediondo de las sardinas que buscaba mi lengua y me recorría uno a uno los dientes. Yo me debatía entre mi asco –el olor de las sardinas me taladraba la pituitaria– y ese deseo desesperado por ella que me trastornaba y me hacía pasar por encima de cualquier cosa, por sagrada que fuese para mí, con tal de tenerla. Me besaba la boca y me la impregnaba de saliva con sabor a sardinas, pero también me miraba fijamente a los ojos y me presionaba con su arma más poderosa: su pubis. Su pubis entrenado de atleta sexual, mi totona poderosa, le decía, para ver hasta dónde era yo capaz de llegar en la puja entre mi asco y mi deseo, a sabiendas de que me vencería y me obligaría a pagar su precio. El pubis de Lisa, el oscuro mar prehistórico en el que irreflexivamente terminaba por zambullirme, desandando el camino de las primeras criaturas que salieron del agua y pisaron la tierra, como si buscara en su vientre el origen de la vida.

Así no puedo seguir, si esa alarma no para no puedo ni pensar. Cómo puedo concentrarme en la vaina que dice José Antonio; si hay distancia entre el narrador y lo narrado, cómo verificar si yo-narrador logró el propósito de trasmitirle al lector que toda esta historia ocurre en un instante, en el instante preciso en que el personaje de este cuento, o sea yo-cabrón, abre la puerta del anaquel de la cocina y se encuentra con la lata de sardinas en aceite vegetal que Lisa dejó allí y le vuelve a dar otro ataque de despecho.

Me pregunto si de verdad Lisa dejó esta lata aquí por olvido o si lo hizo para dejar una cifra filosófica de esas de las que hablaba Karl Jaspers, un mensaje, una burla final. Me pregunto también si ya habrá encontrado qué debilidad, como la mía con las sardinas, tendrá el tipo por el que me dejó, el del BM, seguro que fue ese el tipo. Por lo menos una vez vi con mis propios ojos que se bajaba de ese carro en la puerta del edificio y algo adentro me dijo que aquella era una vaina rara. ¿Cuántas otras veces la habrá traído hasta aquí? Probablemente muchas. Con razón el gordo vigilante del restaurante japonés del frente desde hacía tiempo me miraba socarronamente, se reía de mí el muy marico, me veía los cuernos antes de que yo siquiera imaginara que los llevaba, sabía lo de Lisa con el tipo del BM azul. Seguro el gordo vivía muerto de la envidia porque a una mujer como Lisa, él no se la puede conseguir ni en sueños. Pero este país está lleno de tipos así, entras a un restaurante, a una reunión social cualquiera con una mujer atractiva y te la quieren comer con los ojos. Y Lisa disfrutaba eso, lo disfrutaba por su coquetería y lo disfrutaba porque sabía que a mí aquello me enfermaba tanto como esta lata de sardinas olvidada en el anaquel. Les devolvía la mirada con la misma lascivia y yo sentía que los otros, después de verla a ella, me veían a mí con esa mezcla de lástima y burla con la que los demás hombres miran a las víctimas potenciales del engaño, calculando mentalmente cuánto tiempo iba a pasar para que ella me montara los cachos. Si bailábamos era peor porque sabía que Lisa le sacaba fiesta a los carajos que bailaban con las otras mujeres. Lo sabía porque al girar me tropezaba con las miradas pegajosas que cruzaban con ella por encima de los hombros de sus parejas, sin que yo pudiera hacer nada para impedir aquella tortura. La única vez que le reclamé a Lisa esa desconsideración y le dije que debíamos irnos –al terminar el baile, un tipo encelado por su coquetería se paró frente a nuestra mesa plantándome un desafío de león africano–, ella me miró ofendida y me dijo con todo el descaro del mundo que yo era un loco celoso y que me la pasaba inventando cosas, que si quería me fuese yo. Pero no me fui. Lisa estaba tan emperrada con aquel bolsa que pensé que si la dejaba sola, la perdía esa misma noche. Pero igual se fue otro día, con ése, con el dueño del BM azul o tal vez con otro, qué sé yo. Sólo dejó esta lata de sardinas, que si tuviera ojos me miraría con la misma sorna con la que me miraba ella, mientras esperaba mi rendición ante su pubis entrenado de atleta sexual, mi zambullida en su mar prehistórico, el mar oscuro donde naufragué.

Hermano, vamos a dejarlo hasta aquí. Cuando termine de sonar la alarma, haya comido algo y pueda concentrarme, tendré que rehacer este párrafo, está demasiado cargado, se me ve de lejos el despecho. Debe ser en este segmento donde Antonio José dice que yo-narrador no guardo la distancia con el texto, que esto no es más que el autorretrato de yo-cabrón muriéndome de tristeza. Y de hambre, habría que agregar.

Hace ya cinco semanas que no veo a Lisa. He frecuentado los lugares a los que íbamos juntos, nuestros lugares, esos que prometimos que si alguna vez nos separábamos nunca visitaríamos con alguien distinto, para conservar cada uno el recuerdo del otro, del momento y del lugar, y nada, nadie la ha visto. No porque Lisa no sea capaz de romper su promesa y presentarse en nuestros viejos sitios con cualquier conquista nueva, sino porque seguro se está escondiendo de mí. He montado largas guardias en los lugares donde ella iba sola: la peluquería, los alrededores de la oficina donde trabajaba, el café de la Cuarta Avenida, la subida al Ávila por Sabas Nieves y no he vuelto a verla. Vivo con la impresión de que me la cruzo en todas partes sin poder coincidir con ella en ninguna: que es la mujer que tomó el vagón del metro que yo no pude alcanzar; que es la que sube a un ascensor en el momento exacto en que yo me estoy bajando de otro; que es ella la mujer que se levanta y sale en la penumbra de la sala de cine; peor aun, me despescuezo mirando todos los BM azules pensando que es ella la pasajera. Pero no la encuentro, se fue y lo único que me dejó fue esta lata de sardinas, tan íngrima en el anaquel como yo en esta tarde de domingo. El fardo náufrago en la playa remota al que se aferran mis ganas de recordarla. Lo único que se me ofrece como remedio a mi hambre y a mi necesidad de ella, porque capaz me la como, o me masturbo con el aceite, y evoco así su presencia, sus besos con olor y sabor a sardinas, su pubis entrenado de atleta sexual, su oscuro mar prehistórico donde ahora bucea el dueño del BM. Por eso fue que dejó aquí esta lata de sardinas, no fue un olvido, la dejó para humillarme, para pasar de nuevo por encima de mí, para que me desespere más por ella, para que me coma esa vaina y la evoque, y la desee, y me domine a distancia con su totona poderosa, pero esta vez no se lo voy a permitir, voy a salir a la calle y me voy a hartar de comida china.

***

Me quedó redondo, José Antonio que vaya a joder a otro. Dejó de sonar la alarma, vive Dios. Déjame verle la cara al guebón dueño del carro; los dueños de carros con la alarma pegada tienen todos la misma cara de bolsas. ¡Un BM azul!…y la caraja que va al lado del chofer… ¡coño esa es Lisa!

Francisco Suniaga 

Comentarios (30)

Sofía A.
25 de abril, 2010

Me encantó y cierto, el maestro Jose Alfredo no sirve para esos momentos!

Julio Torres
25 de abril, 2010

Gracias Suniaga. Y Sofía, a José Alfredo se escucha ya cuando uno quiere salir del guayabo. Saludos!

@seleccionada ligia Isturiz
25 de abril, 2010

No quisiera haber leído este cuento. Suniaga, el hombre que me sorprendió hace cinco años con su increible, excepcional. mejor novela del año, La Otra Isla, me sorprende ahora de un modo que tiene signo contrario. No sé si es el narrador – sigue siedo buemo- la historia o el modo en que la contó. O quizás, un simple estado anímico mío, una predisposición temporal a la tristeza o a la nostalgia . Perdóneme, escritor. no sabe cómo quisiera haberle escrito algo tolalmente diferente, con la calidez y el espíritu positivo que me son propios y que hubiera querido regalarle.

@seleccionada ligia Isturiz
25 de abril, 2010

Se me olvidó contarle que padezco de fobia a los domingos por la tarde. ¿Será que tiene algo que ver con ese comentario que le hice y en el cual no me reconozco para nada ?

Fernando Flores M.
25 de abril, 2010

A mi me parece muy interesante este cuento: la estructura, el juego sicológico, la autocrítica. Lo disfruté.

Jose Ovaldía
25 de abril, 2010

El último párrafo salva el cuento.

Alonso García
25 de abril, 2010

Demasiados recuerdos juntos me trae este cuento, demasiados como para empezar un domingo leyéndolo. Situaciones similares, Francisco. Eso es todo. Y cierto, nadie reconoce que las canciones de despecho son letales en el despecho. Tanto, que las evitamos.

@c_jimz
25 de abril, 2010

JoseAlfredoJimenez es un pieza esencial para todo latino en amor o desamor. Una vez mas Maestro Suniaga me ha hecho sonreir con su combinacion de letras y soprender en el punto justo donde ellas terminan. esa descripción del anhelo post ruptura y la constante del inesperado encuentro jejeje sencillamente “autobiografico” para la mayoria de sus lectores. Mis Cordiales saludos

M. Inés
25 de abril, 2010

Para mí es un cuento de humor, una joda pues. Mofarse un poco de los José Antonios, de los formalismos, a la vez que nos cuenta que hasta despecharse en Caracas se ha vuelto difícil, je. La lectura para mí es un placer y me divertí mucho. Gracias Francisco.

julieta salas de carbonell
25 de abril, 2010

esperando a la faqmilia para ir a votar me entretuve con Lisa y el despecho. MUY BUEN CUENTO y el final, ¡salmón ahumado!

consuelo ginnari
25 de abril, 2010

Buenisimo………………..

miriam osorio
25 de abril, 2010

No hay nada mejor que un despecho, nunca lo había vivido en lectura…….”mozo, traígame la copa rota”…. me encantó

Sydney Perdmo
26 de abril, 2010

Pobre; ya hasta la sardina lloro con él jajaja. ¡Genial relato!.

Querubín
26 de abril, 2010

Destreza narrativa y capacidad para entretener; es decir, para tenerlo a uno pegado a la letra hasta el final. Genial

Boris Muñoz
26 de abril, 2010

El cuento le quedó redondo ciertamente. Sobre todo por lo universal de la experiencia: la alucinación de los celos, el recuerdo de las batallas amorosas con sus olores a mar profundo, el inevitable síndrome de abstinencia por la posesión perdida. “Love? What is it? Most natural painkiller that there is. LOVE”. William S. Burroughs

Francisco Suniaga
26 de abril, 2010

Muchas gracias a los lectores por sus comentarios. La verdad es que este cuento no se parece a nada que haya escrito antes, pero como todo me salió del alma. A propósito, vistas algunas preguntas, no es autobiográfico mío (“o de mi persona”, expresión horrible en contra de la cual deberíamos hacer una campaña)sino como dijo uno de los lectores, del género humano. Saludos.

Gabriel Payares
26 de abril, 2010

Caramba, he aquí un caso interesante. En mi modesta opinión, estamos en presencia de dos textos en uno: uno más sólido, talentoso y trabajado, que se expresa en cursivas, y que, honestamente, no necesita del otro (podemos hacer la prueba y no leer sino las cursivas, por ejemplo), y un texto en redondas que, insisto, a mi juicio, deja mucho que desear y torpedea la placentera lectura del cuento.

Y digo el cuento porque lo otro, lo de los palos grandes y el ruido y la alarma, parece más una crónica de esas “urbanas”, que un cuento, y termina siendo un apéndice parasitario del muy buen relato de la lata de atún, que para mí goza de una potencia muy superior al poco feliz intento de oralidad caraqueña de las redondas, que a mí, al menos, terminó estorbándome al punto de tener que obligarme a leerlas. Un tono forzado, inverosímil, nada que ver con la fluidez y las poderosísimas imágenes de las cursivas.

Yo creo que dado el innegable talento narrativo del cuento en cursivas, se ganaría mucho recortando las redondas y apostando por un relato más convencional, más intenso en su temática e imágenes y menos forzosamente vanguardista, que intentando una dualidad cainítica que al final se ve obligada a torcerse hacia adentro como una hernia invertida. Aún así, aplaudo el ejercicio narrativo.

Ya pueden lanzar los tomates.

Lisandro
26 de abril, 2010

Yo creo que lo que el amigo Gabriel necesita es una novia. Ya deja la histeria, muchacho. A mí, en lo particular, el relato me gustó con sus cursivas y redondas, a pesar de los excesos nada felices de cosas como: “Oooño, ahora la alarma de un carro”. En este punto sí estoy de acuerdo con Gabriel: mal uso de la oralidad, bastante deslucida.

Gabriel Payares
26 de abril, 2010

Me busco la novia, pues. Pero sigo pensando lo mismo.

Faustino Villagrán
26 de abril, 2010

Dos cuentos en uno. Pana Suniaga, pancho eres enorme! sabrás sobradamente mejor que nosotros como se escriben las cosas. aunque estos comentarios no interesen en lo mas mínimo, realmente de acuerdo con la oralidad que avisa Gabi Payaras

Nelly Tsokonas
26 de abril, 2010

No reconozco en este cuento al Francisco Suniaga que nos deleitó con La Otra Isla y El Pasajero de Truman; pero bueno, esperar en este otro género un escrito más a su altura sería pedirle demasiado para una tarde de domingo. No me siento decepcionada, para nada. Admiro su narrativa y seguiré leyéndolo.

Solo voy a permitirme un consejo: guarde la latica de sardinas, que con la carestía que ya se siente y la que se viene, Lisa seguro va a regresar por ella ;>))

Saludos, @abezeta

Aníbal Girondo
26 de abril, 2010

Gabriel Payares es una de nuestras más excelsas plumas jóvenes y como dije alguna vez, también logró hacerle una magnífica entrevista al profesor Almandoz. Pero a veces lo noto un poco nervioso en sus apreciaciones de los cuentos de Domingos de ficción. A mí el cuento de Suniaga me pareció un lujo de texto, muy digno del escritor que apareció dos veces en la lista de los mejores libros del Papel Literario del sábado próximo pasado. Estamos en presencia de un narrador de fuste, que sabe contar una historia maravillosa que se conecta con cualquier lector, sin tener que recurrir a jugadas formalistas. Hay que considerar que la encuesta del Papel Literario acredita el principalísimo rol que Francisco Suniaga tiene hoy en nuestras letras. En este texto, las dos historias se complementan de una manera genial, creo que el autor, al contrario de lo que dicen los últimos comentaristas, supo recrear perfectamente nuestro particular modo de hablar y el mundo de la ciudad, como le corresponde a un talentoso narrador urbano. Al amigo Payares le aconsejo que se sienta parte integrante de un movimiento que va a renovar nuestra literatura para siempre.

M.Marquez
26 de abril, 2010

Muy buen cuento. Preciso, interesante, mantiene el interés por seguir la trama y saber lo que pasa con Lisa. Bien ambientado, propio de un cornudo con ganas de volver a la fuente de sus cuernos y con los deseos propios de alguien que se siente solo y muy nostálgico por su amor perdido. Felicitaciones!!!!!

Alonso García
27 de abril, 2010

Bueno, regreso a ver qué novedades hay por esta sala y me encuentro con una división de opiniones. Los que admiran porque-sí el texto de Suniaga y los lectores inconformes. Me cuento entre los últimos y con ello no desdigo de mi admiración y respetos por Francisco. Más bien agradezco el gesto de mostrar una pieza floja para convencernos a los incrédulos de que también es humano. Parece siempre que causa un vértigo leve en el bajo vientre observar que no se le pongan las cinco estrellas a un cuento en este espacio. En todo caso los lectores nos expresamos desde una subjetividad que no tiene por qué ser compartida ni justificada. Así que dejen ya al nervioso Payares en paz y descofíen siempre de esos libros que le gusta a todo el mundo. Incluídos los que les gustan a ustedes mismos. Mis respetos, Pancho, y chico, ¡opina tú también!

Diana
28 de abril, 2010

Excelente relato. De verdad “redondo” un maestro del arte de la escritura.

Sylvia Dorante
29 de abril, 2010

Eròtico , divertido y buen escritor, qué mas se puede pedir para una tarde de domingo? Por cierto la lata de sardinas, que me estuvo dando vueltas en la cabeza por varios dias, la guardé en el closet de “maldades por hacer”, mientras espero la oportunidad de abrirla… Gracias, Francisco

Nasly
29 de abril, 2010

A mi me gustó el cuento. Quizás hay algunos excesos, como la reiteración de la alarma, y el “oooño” pacato que parece desdecir de un buen margariteño que se precie, pero me encantó la historia de despecho. Además me sentí totalmente identificada con la referencia al maestro Jimenez, pero no lo había pensado: las canciones de despecho no te taladran al final del proceso, ponerlas en medio del derrumbe esintolerable crueldad. Muchas gracias por un relato tan entretenido

Moreluz
29 de abril, 2010

Si me gustó y si se reconoce al que escribió la otra isla y el pasajero de truman tal como describe todo. Se siente gusto , olores y se oyen ruidos

Zoilo Abel
3 de mayo, 2010

Excelente. Suniaga, más que saber escribir, escribe con un muy sabroso desparpajo. A mi modo de ver, y pese a quue él también “experimenta”, hace una gran diferencia con la mayoría de los escritores “cultos” y consagrados de este país, cuya mayor preocupación parece ser el lenguaje en sí mismo,o más bien el juego lingüístico (a propósito, ¿por qué en el último párrafo habrá incurrido en poner “guebón” en lugar de “huevón” o “güevón”? ¿Gazapo o vaina deliberada?)con afanes de exhibicionismo y falsa erudición. Confieso no haber leído sus novelas, pero si van en ese cautivante tono narrativo, pués, las leeremos, seguramente hasta la frase final. Por lo demás…, ¿a qué macho vernáculo, escritor o no, de estas latitudes no le ha ocurrido algo semejante a lo que al personaje narrador del texto de Suniaga?

Miloslavich
6 de mayo, 2010

Y que habrá sido de la lata de sardinas? Gracias por el cuento!

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