- Prodavinci - https://historico.prodavinci.com -

Tiempos de enfermeras

“Hacía tanto tiempo que misiá Elisita no se levantaba, que su toilette se transformó en una faena bastante complicada …Lourdes tomó una franela y, sentada en el suelo con las piernas cruzadas ante su enorme volumen, como una deidad doméstica y criolla, pulió el par de botines hasta dejarlos convertidos en espejos”.
José Donoso,
Coronación (1955), III, 17

1. Las llamábamos enfermeras, pero en realidad eran personal de servicio doméstico que se había atrevido a ofrecer su experticia y, sobre todo, su fortaleza corporal, para cuidar los ancianos enclenques de las familias de clase media como la nuestra; porque las de alta contrataban más bien enfermeras profesionales, o las traían del extranjero, en consonancia con el esnobismo de la Venezuela saudita. Las recordaba yo primero de cuando habían atendido a mi abuela Trina, desde los años setenta hasta su fallecimiento en vísperas del Viernes Negro, en aquella umbrosa quinta de la Alta Florida, en cuyo mobiliario, de modernista estilo danés, contrastaban, al igual que la mecedora de mi abuela, las consolas de caoba cubiertas con mármol y los tinajeros heredados de la casona de los Ramos Sucre en Cumaná. Ya para entonces mis tías se quejaban de la falta de privacidad que representaba la hierática presencia de aquellas mujeres vestidas de blanco, venezolanas algunas pero colombianas las más, que oían las conversaciones familiares de todo tenor, salpicadas siempre de chismes políticos sobre Acción Democrática y Copei, sobre Carlos Andrés y el Sierra Nevada, sobre las corruptelas de Miraflores y la temida devaluación del bolívar.

También recuerdo la versión masculina encarnada en el guajiro Alfonso, retaco pero fornido, quien estuvo por aquellos mismos lustros inquietantes en la casa de los abuelos maternos, en lo alto de San Bernardino. Con algo del semblante búdico que, al decir de Ramón Díaz Sánchez, tenían los inmigrantes a los campos petroleros de Mene, que a la sazón leía yo en el bachillerato, sólo se separaba Alfonso del mecedor de mimbre de mi abuelo Alejandro al tocarse los temas más álgidos o íntimos en las dominicales conversaciones familiares, al comandarle mi abuela Carmen un gesto discreto que conservaba su autoridad de matrona gomecista. Ya cuando los demás tíos y primos se habían marchado, ahítos del almuerzo tardío y de las tertulias de sobremesa, cuando sólo quedábamos mamá y yo en aquellas vespertinas de domingo que semejaban una novela de José Donoso, era mi abuela quien llamaba de vuelta al enfermero, para que la ayudara con algún crucigrama o le informara los resultados de las carreras válidas del 5 y 6, cuya transmisión veía Alfonso por televisión, como toda la Venezuela hípica de marras.

2.  Dos décadas más tarde, senescente mamá como la Cuarta República, después de que, operada de las rodillas a mediados de los años noventa, requiriera ayuda para movilizarse hasta su muerte, se vivió en nuestra casa, en lo alto de San Bernardino, otro tiempo de enfermeras. Colombianas y venezolanas también, madres solteras las más, ellas asomaron, como en una mascarada de Jean Genet, rostros ajenos y cambiantes en nuestra mermada privacidad pequeñoburguesa, siempre alrededor de mamá para las comidas y el baño, para las medicinas y las horas de televisión, saturadas ahora de telenovelas más dramáticas y noticias más violentas, reflejos del turbulento país que hemos sido desde febrero del 89.

En la cotidianidad, muy a lo Elisa Lerner, de mi vida con mamá, a la que los hermanos y sobrinos sólo retornaban para visitas semanales o de ocasión, esas sedicentes enfermeras seguían representando, como sus antecesoras en las casas de los abuelos, una intrusión en nuestras conversaciones de clase media, las cuales debían ellas interrumpir cada mañana con los diuréticos y anticoagulantes, servidos con el jugo de naranja y las tostadas; o cada tarde después de la siesta, a eso de las cinco, al acercar los analgésicos y antibióticos de turno, para aliviar la osteomielitis y la infección crónicas, de las que sufriera mamá después de la fallida implantación de prótesis de rodillas.

Pero esas enfermeras traían también hasta el mullido lecho señorial, sobre todo al retorno de sus feriados y fines de semana, fragmentadas crónicas de la ciudad y del país que se enrojecían allende el casero mundo al que mamá fuera confinada por su invalidez creciente. Como para completar los jirones que todavía alcanzaba a leer en los periódicos y oír en los noticieros, a pesar de las cataratas y de la sordera que le estigmatizaron sus últimos años, mamá se enteraba, generalmente al pedir razones de los retrasos en la llegada de las enfermeras, de los disturbios en los alrededores de Parque Carabobo y Plaza Venezuela, donde los encapuchados quemaban autobuses y rayaban consignas contra el neoliberalismo y a favor del Che Guevara. Aunque a veces dudara yo de la veracidad de aquellas historias que podían ser cobas, oímos de la cotidiana violencia que no dejaba salir a Nélida del 23 de Enero, cuyos flamantes bloques había visitado mamá, con un pariente arquitecto, poco después de la inauguración; o también supimos de los malandros que acechaban la casita de Graciela entre Simón Rodríguez y Sarría, sectores que mamá recordaba de cuando compraba allí los muebles de mimbre. Ya en años de frenesí revolucionario, escuchamos hablar maravillas de las misiones y mercados populares que Isabel aprovechaba por allá por Catia, de los que más de una vez nos trajo, según la temporada de escasez, caraotas y azúcar, arroz y aceite, los cuales mamá ya no conseguía, en sus esporádicas visitas con andadera o en silla de ruedas, a los abastos y supermercados de San Bernardino.

3. Vistiendo el traje más blanco e impoluto que tenían, esas enfermeras se transformaban en damas de compañía en las ocasionales salidas que mamá hacía, en temporadas de alivio, a destinos cercanos que fueron como los vértices de su Caracas postrera. Conducidas en el carro de José, el taxista devenido chofer, salían generalmente al banco en San Bernardino, a cobrar la pensión de sobreviviente del seguro social, cuyo arribo incierto mamá ansiaba, más que por necesidad al final de su vida, con el orgullo por los tiempos funcionariales de papá en el antiguo Ministerio de Obras Públicas. Una vez cobrada la pensión, la excursión podía incluir la visita a alguna pastelería de las pocas que quedaban cerca, como la Suiza en San Bernardino, la Real en La Florida, o la Tívoli en Las Palmas, hasta rematar con algunas frutas o quesos comprados al paso, en una de las ventas ambulantes que fueron proliferando en esas zonas.

Aunque más dramáticas y aparatosas, por la disnea de mamá y el trasbordo de la silla de rueda al taxi y viceversa; aunque fuera menos elegante el Daewoo blancuzco de José, sorteando los baches y huecos de la Caracas subdesarrollada, que el Hudson vino tinto, de majestuosa y perlada carrocería, deslizándose por los floreados suburbios de la Atlanta de los sesenta, algo había del sereno tempo senil que recrea Driving Miss Daisy, en aquellas menguantes salidas de mamá con su chofer a destajo y la enfermera de turno.

4. Las últimas salidas fueron aún más dramáticas y terminales, acompañados mamá y yo, en feble cortejo, por enfermeras que se habían transformado en confidentes y compañeras. Tal como se hiciera más frecuente desde los tiempos de la primera operación, a mediados de los años noventa, esas salidas fueron a las clínicas y los hospitales, entre los que resaltaban los de San Bernardino, por su cercanía y abundancia; juntando su temple estoico con lo que le quedaba de coquetería, mamá se entusiasmaba entonces, como en la Coronación de Donoso, eligiendo con Marta o Nélida, con Margarita o Isabel, sus últimos atuendos y las carteras a juego con los botines ortopédicos que calzaba desde hacía mucho. Y todavía envueltos en el aroma del Calèche de Rochas, que usara mamá desde que se casó, partíamos a incómodos exámenes en el Centro Médico, o a consultas de duraciones y resultados imprevistos, en el Hospital de Clínicas Caracas.

Acentuando el atávico miedo a los doctores que le venía de su padre, las innumerables operaciones y hospitalizaciones terminaron por acendrar en mamá una fobia a nuestros vecinos hospitalarios de San Bernardino. Con todo y ello, en las últimas salidas a los consultorios médicos, concluidas las prolongadas consultas por gastritis y cardiopatías, por edemas o celulitis de la pierna infectada, pedía ser llevada a las fuentes de soda, como en estertórea simulación de lo público que le era ya vedado. Y en esas ocasiones también, complaciendo los pueriles antojos señoriales, aquellas mujeres trajeadas de blanco fueron protagonistas serviciales y solícitas de un tiempo de enfermeras que estaba por terminar, como la vida de mamá y como el país que había conocido.