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Té con el reverendo Gomes

Lo que se puede decir a primera vista del reverendo Peter Gomes es que es todo un personaje. Ese no es un dato de mucho valor en una comunidad prolífica en personajes como Harvard, por lo que habría que decir a qué especie de personajes pertenece. Gomes es el capellán de la universidad y lleva casi cuatro décadas, 39 años para ser precisos, impartiendo sermones en el Memorial Hall, la capilla principal. Además, es el Plumer Professor de Moralidad Crisitiana en la Escuela de la Divinidad, adonde van aquellos que quieren profundizar en los asuntos de la religión, la interpretación de las escrituras y los misterios del espíritu. Si esto no dice nada, quizás valga añadir otros datos de su hoja de vida: ha recibido 36 grados honorarios y es miembro de la Venerable Orden del Hospital de San Juan de Jerusalén, la orden de caballería más antigua de Gran Bretaña. Pero no es nada de esto lo que hace a Gomes un personaje, aunque ya sería bastante para entender que detrás de esos honores algo debe haber.

En realidad, lo que hace de Gomes un personaje es su singular visión de la vida y, por encima de eso, la virtuosa elocuencia al expresarla. El otro día, fui invitado a  tomar el té en su casa junto con un grupo de periodistas. Eran las cuatro de la tarde de una luminosa tarde de primavera aunque todavía un poco fría, cuando alguien del grupo tocó el timbre. Por un par de minutos nadie atendió. Solo después de insistir apareció el Reverendo Gomes, que parecía sacarse de encima la pereza de una siesta, y con una sonrisa nos dijo: “Bienvenidos a mi casa, pero están llegando una hora adelantados. No sé de dónde sacaron la idea de que debían estar aquí a las cuatro. En mi casa el té siempre se ha tomado a las cinco”.

Gomes es un hombre de piel chocolate intenso, rechoncho, con una panzota y lentes redondos de pasta. Hoy lleva una camisa cuyos puños con yuntas sobresalen del saco del más fino tweed. Sujeto por una leontina de oro al ojal de la solapa lleva un pañuelo blanco de hilo que a veces da la impresión de ser un babero, pero que en verdad es un símbolo de su envestidura. Su pantalón parece de casimir inglés y si no lo es, al menos está cortado a la medida por un sastre en pleno dominio de su arte.  Pero lo que más llama la atención son sus medias con rayas carmesí. En cualquier otra parte desentonarían por extravagantes, pero aquí son un símbolo corporativo, pues carmesí es el color de Harvard.

Del perchero cuelgan una gabardina y dos sombreros. Todo de la mejor confección. Mientras Gomes nos invita a husmear por su casa, dos eficientes muchachas se encierran en la cocina para poner todo a punto para la merienda.

Qué casa!, es lo primero que uno piensa. Está ubicada en un lugar estratégico: muy cerca del Harvard Yard, que es el epicentro de la universidad, y a un costado de la Escuela de la Divinidad, donde el ministro baptista ha impartido clases por 39 años. Por fuera es la casa más vistosa de Kirkland St., pues está pintada de un amarillo pollito que nadie dejará de ver. Y por dentro también lo debe ser: llena de colecciones de estilo y retratos decimonónicos.

Como casi cualquier lápida o bronce en el vecindario de la primera universidad fundada en Estados Unidos, la morada de Gomes también tiene una larga historia, aunque el reverendo solo hablará de la casa a su debido momento. Ahora pasea por el amplio recibo sobre gruesas alfombras y paredes tapizadas buscando la butaca de la esquina. Cuando se sienta recuerda las palabras de Walter Lippmann, apostol estadounidense, del mejor oficio del mundo: “El periodismo es el último refugio de los vagamente talentosos”.

Junto a las ventanas que dan a la calle, comienza a explicar las reglas y tradiciones por las que debe velar, en su carácter de máxima autoridad religiosa.

“Harvard tiene 39 capillas y acoge a todas las religiones bajo el sol. Desde baptistas hasta zoroastreanos, desde musulmanes hasta budistas”. Y añade, con un dejo flemático en su vozarrón: “Harvard es igualmente hostil a todas, pero también equitativamente tolerante”.

Muy seguramente nadie conoce Harvard y su historia mejor que él. No solo por haber pasado 40 años en sus entrañas y haber conocido de cerca a sus autoridades, sino porque Gomes es el creador de una materia llamada Historia de Harvard que es parte del currículo general. Para Gomes, al repasar la historia desde 1636, apenas 16 años después del desembarco de los peregrinos del Mayflower en lo que es hoy Plymouth, se observan curiosas interesecciones con la historia de Estados Unidos. No puede ser de otra manera, Harvard ha sido la cuna de su elite intelectual, incluyendo 8 presidentes y al menos 45 premios Nobel, y, por supuesto, uno de los núcleos más vibrantes de su poderío como nación. Sin embargo, no se limita a hablar de Harvard como un centro de influencia. Su visión invita a considerar a la universalidad como un lugar muy pequeño en el que se cruza gente de muchos países del mundo y en el que se pueden escuchar muchas lengas. Una aldea global o globalizada, en el más estricto sentido del lugar común.

El té tardará un rato más en estar listo, de modo que Gomes escurre el tema de la casa con un pase retórico. “Ustedes se preguntarán sobre esta casa. Pues bien. Esta casa es de Harvard”. La casa estaba en otro lugar. La trajeron acá sobre unas plataformas y aquí la volvieron a plantar. El color era algo estridente, es el color que usan en algunas casas de campo, un color que ni siquiera la nieve puede esconder”. Era quizás demasiado contrastante con las edificaciones de piedra y ladrillo del resto de la calle, pero él decidió que se quedara así. “La casa pertenece a la universidad”, repite, “pero todo lo que está adentro es mío”. Sus ojos se posan sobre los retratos aristocráticos que adornan muchas de las paredes, las porcelanas que yacen sobre las mesas de maderas nobles, los adornos exquisitos y la platería prodigada por todas partes. Su casa es un festín barroco, con cosas que se juntan sin que importe otra cosa que su calidad estética. “Todo lo he adquirido yo en subastas, remates y ventas de garage. Así que me lo llevaré a Plymouth cuando me vaya el próximo año”.

Con esto el predicador termina su soliloquio y abre paso a las preguntas. Aunque es un erudito, no trata de impresionar, cada frase de Gomes es elocuente, pero a la vez simple y justa, con un toque de ácido humor que lo aleja definitivamente de la imagen convencional de un sacerdote. Es conocida la anécdota de su polemica mudanza del partido Republicano, en el que militó toda su vida, al partido Demócrata, en 2006. Cuando el funcionario postal le preguntó si su madre sabía para qué estaba él allí, Gomes le replicó: “¿Sentiste la tierra temblar cuando venía yo entrando? Si la sentiste es que era mi mamá revolcándose en la tumba”.

Cuando ahora se le pregunta por el escándalo de pedofilia que sacude al vaticano hace una mueca de desagrado. “Eso está muy mal”, corta sin remilgos. Luego agrega que el vaticano debería haber condenado enérgicamente los abusos sexuales. El teólogo sabe tanto de asuntos humanos como divinos y está perfectamente consciente de la importancia del placer sexual para una vida plena. De hecho cuando una periodista le preguntó cómo hacía él para reconciliar su sexualidad con lo que dice la Biblia, respondió tranquilamente que la Biblia no condenaba la homosexualidad. Al menos él despejo las dudas sobre su sexualidad hace mucho tiempo declarándose homosexual, pero célibe. Aunque es una figura del establishment, no debe haber sido fácil dar ese paso cuando el lo hizo hace casi dos décadas.

En cuanto a la Biblia, si lo dijo con tal seguridad es porque Gomes es una de las mayores autoridades mundiales en las Sagradas Escrituras. Por eso sostiene que aunque es prácticamente imposible llevar una vida bíblica en nuestra época, es posible vivir de acuerdo con los principios de amor al prójimo contenidos en los evangelios. “La religión es un problema en el mundo moderno”, dijo hace unos meses en una entrevista. “La gente dice tener creencias religiosas profundas, pero esto causa que actúen de manera irracional y que muestren indiferencia hacia los otros. De manera que la religión debe ser tomada en serio para encontrar vías para moderar las pasiones que genera. Gomes es autor de The Scandalous Gospel of Jesus, un libro tan provocador como popular. De acuerdo con él, el duradero éxito del Nazareno se debió a que, en una época plagada de opresión y dificultades, predicaba una visión optimista del futuro.  En esa misma entrevista también dijo: “De acuerdo con Jesús, las mejores cosas están por venir. Y si creemos en eso y actuamos en consecuencia, esas cosas se pueden hacer realidad. Con su pregón, Jesús animaba a ser más valerosos de lo que ordinariamente seríamos. Hablaba de cosas que aun no habían pasado y, en consecuencia, eso le daba energía a sus seguidores. Hay un futuro por delante, decía. Y esa es una idea muy estimulante”.

El té está listo. Pero el té es lo de menos. Lo que todos quieren es que el reverendo Peter Gomes, oriundo de Plymouth y cuyas raíces están en Cabo Verde y Portugal, continue urdiendo historias con su muy poco común ingenio flemático, divertido y filosófico. Desde el fondo alguien pregunta qué cosa no debe perderse nadie que esté en Harvard por un año. Gomes se queda muy quieto, y al levantar la cabeza a contraluz, su cara redonda y su boca gruesa, recuerdan a Louis Armstrong. Por los cristales se escurre una luz tibia. Si se presta atención se verán los arbustos que comienzan a florecer después de pasar desnudos el invierno. “Nadie debe dejar de dar un paseo por el Mount Auborn Cemetery en primavera. He sentido una gran paz mientras camino por allí. Es un sitio antiguo, hermoso, donde se encuentran los extremos: el recuerdo de los muertos mientras se camina entre las lápidas y la fiesta del nacimiento de la vida retoñando en los árboles y las plantas. Para mí, es una agradable experiencia espiritual”.

El cuarto se ha inundado de silencio. Cada una de las personas se conecta a su modo con la imagen ofrecida. Su voz profunda propone que comience la ceremonia del té. Así concluye la improvisada conferencia de prensa. Levanta su cuerpo regordete de la butaca y se ofrece, en genio y figura, a guiarnos por su casa.