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Una nube de ceniza

Héctor Abad Faciolince: la nube de ceniza ni siquiera ha oscurecido el cielo de Europa

Por Héctor Abad Faciolince | 20 de abril, 2010

Todo parece tan tranquilo, tan azul, tan perfecto en esta primavera. Las ciudades siguen funcionando como un relojito, limpias y eficientes. Y sin embargo la mayoría de los aeropuertos del continente están cerrados, de rodillas ante un volcán que no sale en los mapas y que hasta ayer no tenía ni siquiera nombre para casi nadie, escondido como ha estado durante milenios debajo de los glaciares de uno de los más remotos países del mundo: Islandia. Las nubes de ceniza no respetan las fronteras.

Un piloto me explica los efectos de la ceniza volcánica en el aire: esas partículas finas suspendidas en la atmósfera, ante todo, son como un esmeril en los cristales del parabrisas delantero del avión. El vidrio queda opaco y los pilotos vuelan a ciegas; además, si la nube es densa, el polvillo de carbón y de cristales diminutos se mete en las turbinas, se funde con el calor de los motores, y puede bloquear su mecanismo. Más todavía, el fuselaje se lija y puede ponerse al rojo vivo por el roce; las articulaciones que mueven los flaps y las aletas, erosionadas por el polvo, dejan de funcionar. Se puede volar en el aire, pero no en el aire con ceniza.

Leo que al lado de este volcán hay otro más grande, el Katla, que ya causó estragos hace más de 200 años, en 1783. El año siguiente, a causa de la nube de cenizas, hubo uno de los inviernos más crudos que se hayan registrado en la historia de Europa, ocasionando hambrunas y protestas en la población. Según los vulcanólogos, cuando el Eyjafjall (así se llama el que está arrojando cenizas) se activa, el Katla se suele poner también en movimiento. No poder tomar un vuelo de avión es apenas una molestia, pero tratemos de imaginar una escalada de problemas de este tipo.

Desde el terremoto de Haití, y más después, con los de Chile y China, me vengo despertando con pesadillas de fin del mundo. En realidad no es ni siquiera el fin del mundo por completo, sino el fin del mundo tal como lo conocemos. Dejemos de lado la caída catastrófica de un gran meteorito. Si se combinan terremotos con erupciones volcánicas, y las dos cosas pueden ir juntas, es posible llegar, en pocos días, a un escenario de ausencia total de energía eléctrica. Los técnicos de una hidroeléctrica pueden morir en un terremoto, o dedicarse a buscar a sus hijos, en vez de hacer funcionar las grandes turbinas o los reactores nucleares que las alimentan. Cuando se va la luz, de repente, se acaba internet, cesan las transmisiones de radio y televisión, dejan de funcionar los teléfonos fijos y los celulares.

De un momento a otro, si uno no vive en la misma ciudad de sus hijos, padres o hermanos, se pierde por completo el contacto con ellos. No sabemos si en otros sitios de la Tierra la catástrofe es igual, peor o quizá inexistente. No sabemos si están bien o están mal. El mundo ya no funciona igual, el sálvese quien pueda es la ley, hay saqueos, asaltos, motines para aprovisionarse de los últimos víveres disponibles en los grandes almacenes. Los periódicos no salen. La gasolina ya no puede bombearse y no es posible ir en carro ni en bus a ningún lado. Las ciudades son dominadas por los más fuertes y los más violentos.

Los terremotos, las cenizas que impiden volar a los aviones, los largos cortes de electricidad, la total ausencia de información. Eso es lo peor: no saber nada, no entender lo que pasa. Ni siquiera es culpa de los hombres. Ni los terremotos ni las erupciones se deben a que contaminemos el aire o a que talemos la selva. Las catástrofes son una especie de respiración natural de la Tierra, de un universo que no está diseñado para la vida. Ni el mundo ni nosotros somos eternos, pero rara vez nos damos cuenta de esto con tanta nitidez.

No me gustan estos despertares apocalípticos, negros como una película de terror, como un libro ficticio de mundos oscuros e incomprensibles. No me gustan, pero esto no hace que sean imposibles, ni que no den miedo, ni que no debamos pensar en que cada día, todos los días, estamos siempre a punto de despedirnos.

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Foto: yoviajo2

Héctor Abad Faciolince 

Comentarios (2)

Pamela Mora Paris
27 de abril, 2010

La nube de ceniza en la que Hector Abad Faciolince, quedo atrapado al intentar llegar a Bogota, a presentar el nuevo libro de Piedad Bonett, y yo quede ahi, sentada…esperando a que apareciera, a que en cualquier momento entrara por la puerta del auditorio del Garcia Marquez., para poder decirle, entiendo y se lo que significa El olvido que seremos.. para poder decirle… acepta tomar un cafe conmigo? es tan dificil encontrarlo en alguna calle bogotana? seguire a la espera… a la deriva… no me rendire…

Soy Pamela, y quiero conocerlo… pam_mora@hotmail.com

Alonso García
28 de mayo, 2010

Héctor, hay que ver que amaneciste mal, ¿ah?

Saludos

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