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El otro mar

a Nagyi, Apu y Anyu

Éramos felices cuando estábamos muertos. Así decía Julia, que estábamos muertos, que sólo en momentos de crisis severa como aquél podíamos volver a la vida. No era una afirmación demasiado original, seguramente Julia la había leído en alguno de esos tomos decrépitos que el abuelo había acumulado durante toda una vida en los estantes de la biblioteca. Yo había escuchado algo por el estilo del señor Giuliani, nuestro maestro, cuando todavía iba a la escuela, cuando todavía la vida cotidiana era normal, cuando aún estábamos muertos y éramos felices, a pesar de todo.

La abuela se había olido con todo el asco del que era capaz nuestra forzosa vuelta a la vida desde mucho antes. Un movimiento que exalta la guerra así como así, que anhela el poder por encima de todo, que está contra la vida, la iglesia, el rey. ¿Quién lo entiende? Así debía pensar la abuela cuando veía miles y miles de camisas negras en Nápoles, Milán o Roma, filtradas por las fotografías de la prensa. Una náusea gorda y espasmódica debía recorrer su cuerpo encorvado cuando leía fragmentos de los discursos de El Enano (el abuelo había sido un hombre altísimo y para la abuela todos los de tamaño inferior al de su marido eran vulgares enanos) o sus amenazas a la gente si no obtenía el Gobierno, además de las barbaridades que año tras año fueron desnudando su desequilibrio y su inagotable y grandilocuente sed de poder. Luego todo empeoró, porque Julia trajo la radio a casa y el horror comenzó a ser percibido también a través del oído. Y no mucho después comenzó a sentirse en carne propia.

Poco antes había nacido yo. A principios de los años 30. Mientras la enfermedad de mi madre se agravaba y mi abuela comenzaba a predecir, a largo plazo, el desastre final, aunque Julia le decía que no, que había que tener esperanzas, que tarde o temprano se haría justicia y volveríamos a estar muertos, tranquilos.

Julia se equivocaba. El tiempo, en cambio, no quiso corregir a la abuela. La historia se fue abriendo como un pergamino chirriante y en cuestión de años Italia se había vuelto una tierra desolada, enferma, hambrienta. El fascismo había triunfado y se había consolidado. Y será un lugar común, pero con el fascismo también el horror que desembocaría en la segunda gran guerra.

Mamá no había podido seguir con mucha atención los acontecimientos. Independientemente del transcurrir de la historia, ella estaba echada en su lecho, a veces medianamente despierta, a veces reconociendo algunos de nuestros rasgos comunes y nuestra filiación oscura. Otras veces, la mayoría, durmiendo o delirando, sudando una fiebre eterna que le arrancaba, muy lentamente, la mirada, la conciencia y la vida. Viviendo, pues, su propia historia: una historia lejana y secreta a la que desde mucho antes ya no teníamos acceso.

Mi padre había muerto antes de yo nacer, en el conflicto en Libia. Carlos, su mejor amigo y una suerte de tío putativo para mí más adelante, fue a la casa y contó la historia. En medio de uno de los ataques del ejército enemigo, mi padre fue herido de bala en una pierna. Carlos se lo montó en hombros como pudo y echó a correr. Las balas iban y venían. No se entendía nada. Un poco antes de perder definitivamente el aliento, Carlos llegó a territorio seguro. Cayó al suelo con mi padre, recogido como un cordero maltrecho en su espalda, y retomó el aire que le faltaba. Cuando se dio vuelta para ocuparse de papá supo que estaba muerto. En algún momento de la carrera, una de las muchas balas le había traspasado el corazón. Había entrado debajo de la axila izquierda. La sangre aún fluía. Mi padre no había hecho ningún ruido. No se había quejado, no había dicho nada. O quizás sí, pero en medio del caos Carlos no había podido enterarse. Había corrido dos o tres kilómetros con papá muerto en sus hombros, sin saberlo. Mi padre, recibiendo la bala, había salvado a Carlos, también sin saberlo. Pero esa otra bala quizás fue peor. Carlos se convirtió en un hombre melancólico, apagado. Desde ese día, y aunque la victoria italiana en Cirenaica fue total, Carlos sólo hablaba con monosílabos, no visitaba a casi nadie y se había encerrado con su mujer en casa. Desde ese día odiaba la guerra, el poder e incluso su propia patria. Desde ese día la familiaridad entre ellos y nosotros parecía haberse fracturado. Sabíamos poquísimo de él.

Mi abuelo, por su parte, se había quedado en la primera gran guerra. Uno de los tantos soldados anónimos que pueblan los inútiles monumentos conmemorativos del coraje y la estupidez humana. Mi abuela nunca pudo ver el cadáver. Como tantas otras viudas de guerra, a quienes la muerte les ha robado al hombre sin tener la decencia de regresarle al menos sus restos.

Nuestro núcleo familiar, entonces, era mínimo. El fantasma de mamá, la abuela, Julia y yo. Julia nunca se había casado. No soportaba estar al servicio de un hombre, odiaba cocinar y limpiar: era enemiga rotunda de una docilidad que la vida asignaba sin grandes cuestionamientos a las mujeres de aquel tiempo. Le gustaba en cambio leer, discutir y hacer vida política a escondidas de la abuela, aunque ésta en el fondo estaba orgullosa de los andares de su hija, de los ires y venires sin pudores de mi tía, del hecho de que, básicamente, Julia hacía lo que se le venía en gana y tenía un espacio donde su pensamiento era activo y tenía nobles fines. La abuela nunca había podido hacer algo como eso, aunque mucho le hubiese gustado.

Así, en principio, transcurría nuestra muerte: yo iba a la escuela temprano en las mañanas, me llevaba cualquier cosa para comer preparada por la abuela; luego, a media tarde, iba con Lucas y mis otros compañeros a la playa: en verano hacíamos competencias de nado, castillos de arena, carreras a lo largo y ancho de la costa; en invierno nos limitábamos a pescar cuando no había demasiado viento o a subir los árboles de la plaza y jugar al escondite en la zona del parque y la iglesia abandonada. Si nos quedaba tiempo (y siempre nos quedaba, porque el tiempo en Marsala es elástico, pero pocos se dan cuenta mientras están ahí, nos enteramos cuando partimos y la nostalgia golpea y reclama) hacíamos las tareas. No eran difíciles casi nunca, a decir verdad. La abuela se quedaba en casa, las mañanas hacía un poco de orden y cuidaba su rosal o hacía trabajos de costura por encargo, se ocupaba de mi madre, de bañarla, de contarle historias que ella normalmente no comprendía, le hablaba sin importarle obtener o no respuestas, luego tomaba el café con las vecinas y a las cuatro o cinco de la tarde comenzaba a cocinar. Se esmeraba y preparaba los platos más complicados existentes, tenía una sazón inigualable. Mi tía, en cambio, trabajaba en los viñedos (que eran muchos, porque Marsala todavía hoy vive de su vino). Allí, escondida, araba la tierra para la futura resistencia con un grupete de otros recolectores de uva. Volvía a casa, sin falta, para el banquete. Luego me corregía las tareas y salía de nuevo a quién sabe qué. Siempre tenía alguna historia bajo la manga para no preocupar a la abuela, pero la abuela sabía o intuía. Sólo ahora comprendo que mi tía tuvo en esa época muchos amantes. Porque aunque no era una mujer hermosa, tenía atractivos irresistibles (sus inmensos ojos verde mar de Marsala, por ejemplo) y una personalidad fascinante. Con frecuencia sus pretendientes iban a casa: hombres tristes, enamorados. Mi abuela pensaba que a mi tía no le gustaba nadie. Yo ahora entiendo que le gustaban muchos, pero no por demasiado tiempo. Cuando veo sus fotos hoy, imagino también que besar sus labios debe haber sido un privilegio y una fortuna por la que muchos habrán luchado. Y aún más, una fortuna breve, para después convertirse en desgracia (la insuperable nostalgia de lo sido e ido).

Luego comenzó el horror, lentamente, casi sin que nos diéramos cuenta. Para un niño quizás es más difícil ver estas cosas. Los cambios, primero imperceptibles y luego brutales, son más difíciles de tolerar cuando la infancia ha terminado. Ahora que lo pienso, yo no me enteraba de nada: sólo de las consecuencias inmediatas de problemas que se tejían y destejían en ámbitos muy superiores y lejanos de mi verdadera vida. Nadie sabría decir a ciencia cierta porqué, parece que la piel de un niño es más elástica y que, en medio del crecimiento, cuando todo está cambiando dentro, es más fácil aceptar las variantes de la vida y habituarse a los cambios de fuera. Quién sabe. El caso es que lentamente se fue desatando en todo el país un clima de violencia, desorden y encierro que yo nunca había conocido. La abuela sí. Conocía perfectamente ese enturbiamiento de la atmósfera, y eso la volvió silenciosa y hosca. La cosa era en toda Italia y a nuestra lejana madriguera –isla dentro de la isla– apenas llegaban los coletazos de una situación que en los centros superpoblados era espeluznante. Nosotros sólo nos enterábamos de estas cosas a través de la pequeña radio que, con mucho esfuerzo, Julia había traído a casa. Pero los coletazos se fueron haciendo más y más fuertes. La práctica del terror no tardaría mucho en apoderarse de todos los rincones del país, incluso los más pequeños y escondidos. Y la mejor prueba es que llegó a Marsala.

Una mañana, al entrar a la escuela, encontramos en el salón a un hombre joven, de cabello brillante aplastado y lentes cuadrados. Su voz era chillona y desagradable. Tenía un lunar oscuro y abultado en la sien y, evidentemente, no era siciliano. Nos dijo que sería nuestro nuevo maestro. Que el sistema de formación en Italia estaba cambiando, abriéndose hacia nuevos horizontes. Que la vieja educación ya no servía, porque Italia se había convertido en un país poderoso y el progreso exigía derribar esquemas vencidos. Nosotros no entendíamos nada. Nos mirábamos y nos preguntábamos donde estaría el señor Giuliani. El maestro nos miraba de arriba a abajo estudiándonos, acusándonos, como si fuéramos culpables de algo terrible. De repente fijó sus ojos en los zapatos de Lucas. Le preguntó de dónde los había sacado. Lucas alzó las piernas para vérselos, para comprender qué tenían de fascinantes, así, tan repentinamente, sus zapatos. Luego dijo que los había comprado su papá. El maestro le preguntó por el oficio de su padre, pero de repente se dio cuenta de que nuestra sorpresa era más grande que su abierta indiscreción: supo, quizás, que estaba siendo demasiado obvio y detuvo su cuestionario. “No importa, dijo, pero permíteme decirte que son zapatos ingleses y nuestro país produce zapatos de la más alta calidad. Te sabré agradecer que no los vuelvas a traer a la escuela”.

Dónde estaba el señor Giuliani, nos seguíamos preguntando. Qué estaba pasando.

A la hora del almuerzo, mientras me comía la ensalada que mi abuela había preparado, el maestro se acercó y me preguntó qué estaba comiendo. Le acerqué el plato a la cara y me dijo que ante una pregunta oral esperaba una respuesta oral, así que le dije que ensalada. Me pidió que fuera más específico, que cómo se llamaba esa ensalada. Yo sonreí nerviosamente y le dije que ensalada rusa. Entonces arrugó la frente, se quitó los lentes de la cara y los limpió. Luego se los volvió a colocar y me hizo todo un discurso sobre el uso apropiado de la lengua. El lunar parecía latirle en la sien. Terminó diciendo que Rusia era una nación enemiga y que, por lo tanto, perteneciendo yo al gran país que era Italia, debía evitar hacer homenajes cotidianos a naciones de ideas políticas contrarias a las nuestras. “Se llama ensalada tricolor, no lo olvides…”, me dijo antes de darse la vuelta e irse.

Cuando salimos de la escuela decidí pasar por casa del señor Giuliani. Vivía en una casucha pequeña, al lado de la playa. Su mujer me abrió la puerta. Tenía los ojos empañados y parecía mucho más vieja de lo que yo la recordaba. Me hizo pasar y me sirvió un jugo de uva, mientras llamaba a su marido y le decía en dialecto que todo estaba en orden. El señor Giuliani avanzó hacia la sala desde las sombras, pero parecía otro sin su traje de paño marrón. Tenía una camisa blanca que le quedaba muy grande y un pantalón manchado de grasa, con los bolsillos descosidos. Estaba despeinado y sus ojeras se arrastraban a lo largo y ancho de los cachetes. Parecía que no había dormido en siglos. Me vio y me abrazó con violencia. Le pregunté que cuándo volvería a la escuela. Me dijo que debía ser fuerte y paciente, y que usara siempre la cabeza, que debía pensar y no dejarme convencer por lo que otros dijeran, aunque fueran mayores y poderosos. Yo no le había contado el episodio de la ensalada o los zapatos, así que me quedé muy sorprendido con sus palabras. Le volví a preguntar que cuándo volvería, pero él comenzó a toser y su mujer lo acompañó a la cocina para darle un jarabe. Me sentía muy incómodo, como si mi pueblo no fuera ya mi pueblo, como si sus habitantes tuvieran los mismos cuerpos pero por dentro fueran otras personas. Salí y corrí por la playa. Me senté en la arena y me quedé viendo el mar. Estaba más verde que nunca, las olas no hacían espuma. No sé cuánto tiempo estuve allí sentado, pero tengo la impresión de que fueron horas. De repente me di cuenta de que nunca había mirado el mar. Nunca lo había observado con los cinco sentidos, quiero decir. Y me gustó hacerlo. Porque aunque desde siempre había estado allí, aunque toda mi vida había jugado en esa playa y me había bañado en sus aguas, nunca había entendido su belleza. A partir de ese día (y mientras vivimos en Marsala) volvería muchas veces a sentarme durante horas en la arena, para mirar el mar de mi infancia, que ya no era el mismo. Una bandada de gaviotas cruzó el aire. El sol estaba desapareciendo al fondo. Cuando volví a casa y le conté a la abuela lo del maestro, me puso una mano en el hombro y me miró muy seria. Luego me dijo que no tenía que volver a la escuela. Que por un tiempo estábamos de vacaciones.

Una noche, Carlos y su mujer vinieron a la casa. Carlos fumaba sin parar. Su mujer se mordía las yemas de los dedos. La abuela les sirvió un café y esperó en silencio a que hablaran. Pero no movían la boca. No bebían el café. Después de algunos minutos, Julia se levantó del sillón y se sentó al lado de Carlos, en el sofá. Le quitó el cigarrillo de la mano y lo miró a los ojos. Luego le pidió que dijera lo que tenía que decir. Carlos comenzó su discurso. Hablaba muy rápido sobre crímenes, dificultades, arrestos. Barajaba los datos como si fuera el empleado de un centro estadístico. Luego concluyó:

–Nosotros no podemos seguir acá. Quieren mandarme a pelear en Etiopía y el gobierno tiene planes de invadir también Albania. Además, Mussolini está demostrando una extraña simpatía por el chiflado nazi. Aliarse con los alemanes implica echarse de enemigo a medio mundo. Si esto sigue así, tarde o temprano comenzará una nueva guerra. Nosotros nos vamos mientras aún se puede. Hemos pedido visa en varios países latinoamericanos. En Venezuela nos han abierto las puertas. Son países jóvenes, con oportunidades de hacer una vida. Países tranquilos, de buen clima. Y el idioma no es demasiado difícil, se puede aprender en poco tiempo. No quiero que mis hijos pasen por esto. Nos iremos. Quedarse es una locura. Si ustedes quieren pueden venir.

Julia se había ido alterando. Cada palabra de Carlos era como un golpe de martillo sobre una finísima superficie metálica que comenzaba a temblar con fuerza. Se levantó. Dijo que si todos se iban quién iba a luchar. Que huir no era la solución. Que había que pelear. La mujer de Carlos seguía mordiéndose los dedos y miraba fijamente el suelo. Carlos encendió otro cigarrillo. La abuela se levantó y recogió las tazas con el café intacto. Le dio las gracias a Carlos y le pidió que la mantuviera informada de cómo les estaba yendo allá. Carlos ofreció su apoyo incondicional y nos hizo saber que si cambiábamos de opinión le avisáramos. Y que si más adelante, ya cuando ellos estuvieran lejos, decidíamos irnos, nos estarían esperando. Julia miraba por la ventana. Había comenzado a llover. Luego Carlos y su mujer abrazaron a la abuela y me abrazaron. Pidieron ver a mamá y estuvieron algunos minutos en su cuarto. Luego se despidieron de Julia, que les dijo adiós sin separar los ojos del vidrio.

El tiempo pasaba y lo sentíamos inconsistente. Sucedían cosas de todo tipo, pero por alguna razón nos sentíamos aún a la espera de no se sabe qué. La abuela se había peleado con las vecinas, porque la última vez que había tomado café con ellas, éstas habían comenzado a hablar de cómo el nuevo gobierno había mejorado el país. La abuela no entendía si bromeaban o si tenían miedo de ver y hablar con la verdad. Pero no bromeaban. Y no tenían miedo. El régimen había comenzado una serie de obras públicas que habían dado de comer al marido de una vecina y al hijo de otra. La construcción y ampliación de algunas líneas ferroviarias de la isla habían sustituido la antigua fuente de trabajo de Marsala: el vino. La abuela les explicó que ese trabajo no era eterno, que una vez puestos los rieles quedarían de nuevo desempleados, que la cosa sensata era preguntarse porqué el vino, que desde siempre había sido una fuente segura de trabajo en el pueblo, de la noche a la mañana no lo era ya. Les dijo además que el progreso era ilusorio y que detrás de las obras de El Enano no se escondía el verdadero bien del país, sino solamente un elemento más de la propaganda de su régimen. Y entonces se armó un caos de opiniones diversas y pasó algo ilógico, absurdo, antinatural: tres señoras de edad avanzada y de mucha vida buena y mala compartida comenzaron a gritarse palabrotas como “Fascista” y “Comunista”. La abuela no volvió a visitarlas y ellas tampoco volvieron a la casa. Yo comencé a tomar café por las tardes.

Aunque las ventas del vino habían bajado y habían tenido que despedir a muchos trabajadores (Julia entre ellos), éstos se seguían reuniendo cada noche en una casa abandonada en las afueras del pueblo. Decían que la guerra al fascismo debía comenzar desde muy abajo, desde los núcleos mínimos de los pueblos pequeños, para unirse poco a poco a los sólidos grupos de las grandes ciudades y oponerse así, con fuerza y consistencia suficientes, al poder. Pero el fascismo también tenía sus redes bien distribuidas y la OVRA, rápidamente y sin ninguna piedad, se encargó de destruir los pequeños focos de posibles insurrecciones. Una noche, Julia llegó a casa llorando de furia. Despertó a la abuela y a mí, nos dijo que teníamos que irnos del país. Yo no comprendía la dimensión exacta de aquella posibilidad. La abuela trató de calmarla, la abrazó y le preparó una infusión, le explicó que debía tranquilizarse para resolver las cosas. Luego me mandó a acostarme. Yo volví a mi cuarto y me metí en la cama. Había apagado la luz, pero también había dejado la puerta abierta y así escuché lo que Julia le contaba a la abuela. La policía fascista había entrado de golpe en la reunión. Preguntaron quién estaba a cargo. Uno de los compañeros de Julia se levantó y les dijo que no podían hacer eso, que era propiedad privada y no tenían derecho a entrar así en una reunión social. Un policía le colocó la pistola en la frente y le dijo que se callara. Julia y los otros se levantaron al tiempo que el resto de los policías sacaban sus armas y el jefe ordenaba silencio. El hombre con la pistola en la frente comenzó a decir que aquello era un atropello, que no era legal, y entonces se oyó la detonación y el hombre cayó al piso, la sangre floreciendo como una aureola siniestra detrás de su cabeza.

No mucho después empezó el hambre de verdad. En el momento menos indicado para Julia, que resultó estar embarazada (nunca supimos de quién, pero cuando ahora ato cabos y pienso en la textura de su tristeza después del incidente con la policía me parece bastante obvio que el padre de mi prima era el hombre asesinado aquella noche). Comenzaron los racionamientos de los productos básicos de consumo. La papa se convirtió en el plato italiano por excelencia. La abuela no hablaba mucho, estaba nerviosa, había descuidado su rosal y no cosía, pasaba horas encerrada en el cuarto con mamá, hablándole, diciéndole quién sabe qué cosas, desahogándose, impotente. Julia iba y venía, estaba débil y había perdido el ánimo de lucha inmediatamente anterior. Se sentía desesperanzada y en lo que duró el embarazo comía casi por obligación, pero vomitaba con demasiada frecuencia lo poco que comía. A medida que el vientre le crecía, el resto de su cuerpo adelgazaba. Yo trataba de animarlas, de hacerlas reír, de encontrar cosas para mantenerlas ocupadas. Todo era inútil. Cuando creía que mi presencia disturbaba me iba a la playa y miraba el mar. Sin saberlo, estaba tallando en mi memoria con la mayor cantidad de detalles posibles el color, la luz y el sonido del viento en aquellas aguas siempre verdes y sin espuma que no volvería a ver. El rostro de Julia se ensombrecía cada vez más: sus pómulos se habían pronunciado en cuestión de meses, daba dolor mirarla. La abuela, por su parte, no denotaba ningún gran cambio físico, pero ese nerviosismo era completamente nuevo y extraño a ella, como si estuviese a la espera de una sentencia que no terminaba de llegar.

La abuela había mandado una carta a Carlos (todo esto lo supe mucho después), pero durante cuatro meses no obtuvo respuesta ni se supo nada. No podía esperarse mucho del funcionamiento del correo, vista la situación no sólo de Italia sino de buena parte del mundo.

Una mañana, muy temprano, sólo unos días antes de que Julia diera a luz, el señor Giuliani tocó a la puerta. Abrí yo y sin saber muy bien porqué sentí una inmensa alegría de verlo. Poco después la abuela salió de su cuarto y por primera vez en varios meses la vi dibujar una breve, tímida sonrisa. Se sentaron en el sillón verde, el mismo donde se habían sentado Carlos y su mujer cuando vinieron a despedirse. Hablaron en voz muy baja, casi susurrando, velozmente y en dialecto. Luego el señor Giuliani me abrazó con mucha fuerza y me hizo prometerle que me haría un hombre de bien, así, con esas palabras que en aquel momento me sonaron absurdas y vacías, como dichas en otro idioma, ajeno, extraño. La abuela comenzó a llorar y abrazó también al señor Giuliani, dándole las gracias una y mil veces.

Una semana más tarde nació Mara: grande y fuerte, contra todo pronóstico, con unos ojos verdes e inmensos que nunca le permitirían esconder que había nacido en la costa de Marsala, unos ojos ávidos de vida y llenos de dulzura. Julia, en cambio, después del parto quedó más débil que nunca y la dieta de papas no pudo ayudarla a recuperarse rápidamente. La abuela resultó ser una enfermera estupenda. En nuestros últimos días en el pueblo iba de un lecho al otro, cuidaba a Julia, a Mara, a mamá. También metía y sacaba cosas de la vieja maleta de cuero del abuelo.

La guerra en Europa ya había estallado e Italia, que por algunos días se mantuvo aún al margen, se había convertido en un hervidero de tensiones, dudas e incertidumbre. Sin embargo, nuestro núcleo familiar parecía ya ajeno a todo eso. Encerrados en casa hacíamos votos por la salud de los enfermos y preparábamos la partida. La abuela había recuperado todas las fuerzas perdidas y se movía incansable, segura, como si ya estuviera muy lejos, en el otro mar. El primero de Junio de 1940 abordamos la barca. Debía ser un paisaje grotesco: una vieja, un niño, una bebé y dos mujeres escuálidas y delirantes subiendo las escaleras de madera podrida de aquella pequeña nave pesquera que partiría de inmediato para dejarnos en Cagliari, donde nos acomodamos en un pequeño grupo de bancos al lado del muelle para volver a partir unas horas más tarde, en un barco un poco más grande pero tanto más viejo y destartalado. Volvimos a desembarcar dos días más tarde en Lisboa, donde por primera vez en un buen tiempo comimos pollo, tomate y pan a cambio del reloj de plata de la abuela. Julia comió poquísimo, estaba raquítica, ya llevaba la muerte esculpida en la mirada. Se ve que no se dejaba ir por una sola razón: debía amamantar a Mara. En Lisboa esperamos más de veinte horas, pero nosotros no nos alejamos del puerto por orden de la abuela. Ella sí se ausentó un rato y volvió con un médico portugués que examinó cansadamente a Julia para confirmar lo que ya se sabía: era urgente hospitalizarla, sin cuidados severos no había mucho qué hacer. La oposición de Julia al más mínimo retraso en la partida fue rotunda. La abuela pagó al doctor con su anillo de bodas (aquel famoso anillo de Birmania del que nos contaría tantas cosas luego) y ganó una honda tristeza resignada que, sin embargo, no logró derribarla del todo. Luego, unos minutos antes de la salida del sol, abordamos un vapor que atravesaría el Atlántico para dejarnos, después de algunas semanas de viaje y cuatro o cinco paradas en islas diversas del Caribe, en el puerto de La Guaira, en Venezuela, donde Carlos, su mujer y sus tres hijos nos estaban esperando. Sólo entonces supimos que Italia había entrado ya en la guerra y que de haber esperado algunos días más para partir, otro habría sido nuestro destino.

Estuvimos una semana en Caracas, porque Julia tuvo que ser hospitalizada de emergencia, dada la gravedad de su condición. No vivió mucho más, no llegó a salir del hospital. La abuela estaba desconsolada y fue una fortuna que tuviésemos a Carlos y a su mujer para ocuparse de nosotros. Yo acababa de cumplir nueve años.

Después nos trasladamos a Margarita, una isla preciosa al norte del país, y allí comenzamos una nueva vida, siempre con el apoyo de Carlos y su familia. Con el tiempo la abuela consiguió trabajo como costurera y pocos años más tarde pudimos mudarnos solos, a una pequeña casa a orillas del mar, en la parte más septentrional de la isla: Playa Manzanillo.

Han pasado más de veinte años y la abuela ya no está. Murió tranquila, mientras dormía. En sus últimos días pasaba horas sentada en la arena de la playa, los ojos fijos en el mar, buscando inútilmente una línea de arena que pudiera hacerle creer que tenía enfrente la costa de Marsala. Estoy seguro de que siempre quiso regresar, aunque ella lo negaba cuando le sugería la idea de pasar al menos unas vacaciones en nuestro pueblo.

Mara está a mitad de su carrera en la universidad de acá y se ha convertido en el vivo retrato de la Julia que yo conocí. El hijo menor de Carlos es su novio. Él quiere casarse, pero el matrimonio no es una cosa que Mara lleve en la sangre.

Mamá todavía vive en un mundo de sombras y delirios del que nadie ha logrado sacarla jamás. Ha envejecido bastante, pero no parece pronta a rendirse.

Yo me casé, trabajo en la oficina de turismo de la isla y tengo tres hijos. Marcos, el menor, pasa horas mirando el verde sin espuma de este otro mar igualmente hermoso. A veces, bien temprano en la mañana, me siento con él en la orilla y lanzamos piedras al agua mientras las barcas regresan desbordantes de pescado y bandadas enteras de gaviotas y pelícanos las rondan hambrientas. Marcos se divierte cuando le explico que las ondas que hacen las piedras en el agua recorren todo el mar Caribe y el océano Atlántico del norte para cerrarse luego en el Mediterráneo y apagarse suavemente en la arena siempre blanca de la costa de Marsala.

Puedo decir sin la más mínima sombra de duda que somos felices, que como diría Julia hemos logrado estar muertos otra vez. Sólo una cosa enturbia la perfección de mi vida. También yo extraño mi pueblo, aunque nunca se lo dije a la abuela, aunque lo niego cuando mi mujer me lo pregunta. He pensado muchas veces en volver con los míos y establecernos allá. Sólo una cosa me detiene. La idea de comenzar a extrañar, desde la otra costa, desde mi mar primero, este otro mar verde y sin espuma que ya hemos hecho nuestro desde hace tanto.