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La torre de Babel en Caracas

Recientemente vinieron unos amigos extranjeros y quise llevarlos de visita a espacios que les permitieran entrar en contacto con la cultura venezolana y, en especial, con la música. Quería que experimentaran la escena local y llevarlos a espacios tradicionales y diversos comparables al barrio de La Candelaria en Bogotá, San Telmo en Buenos Aires o el Zócalo en Ciudad de México. La verdad es que me entró una frustración muy grande ya que no conseguí donde llevar a mis amigos.

Ciudad de recuerdos, música de memoria

Empecé a ser músico recurrente de los espacios caraqueños desde muy joven. Más de una vez mi mamá tuvo que sacarme un permiso para tocar porque era menor de edad. Incluso llegué a tocar regularmente seis veces a la semana: un día interpretaba boleros, el otro sones cubanos y al siguiente música venezolana.

Me presenté con grupos de música española, brasilera, tango, música de ambiente, pop, salsa, en fin, creo que en esa época pasé por tantos géneros que me quedó una ensalada de ritmos que aún convive conmigo. Vivía de “matar tigres”, al punto que otros colegas decían que me parecía a Daktari, porque yo no mataba a los tigres sino los criaba (para los mas pequeños esta era una serie de televisión sobre un médico veterinario en África). Me decían -y todavía mucha gente de esa época me conoce así- “Guataca” (que en el argot criollo significa oído musical). De chico estudié en la calle que una de las mejores escuelas de música. Confieso que aprendí y sigo aprendiendo de ella.

Siempre me mantuve estudiando a la par que vivía de mi oficio de músico. Una vez estando en una clase de composición académica con el maestro Juan Carlos Núñez, le llevé un ejercicio que era un cuarteto de cuerdas y cuando me preguntó que cómo había aprendido armonía de esa forma tan sofisticada, le respondí que tocando boleros y bossa novas.

Otros tiempos

La Caracas de mis inicios musicales, sin duda alguna, era otra. Apenas había empezado a funcionar el metro desde Plaza Venezuela hasta Propatria. Muchas veces salía de tocar y regresaba tranquilo en mi buseta. En lo que me compré un carro me comenzaron a llamar para más toques, pues podía ahora hacer de transporte. Eran comunes los encuentros en restaurantes donde la música tenía un rol protagónico como “La Bussola”, “Da Graciela”, “El Parque”, “La Fonda”, clubes de jazz como “De Gala”, “Scape” y muchos otros que ya no recuerdo. Uno imposible de olvidar es “Juan Sebastián Bar”, local al que se podía ir para ver a los maestros y percatarnos de todo lo que se podía aprender.

Recuerdo con mucho cariño el set de la tarde con el Cholo Ortiz, “El negro” José Quintero en el bajo (quien es padre de Frank, Leo y Maricruz) además de Alfonso Contramaestre en la batería. También existían los espacios para la salsa, el rock, el pop, lo venezolano, etc. Luego estaban los sitios populares, los de esos inmigrantes que hicieron suya la ciudad. Los mismos que se movían subterráneamente en una suerte de guetos culturales.

El crisol musical

A fines de los setenta llegaron hermanos de distintos países que ampliaron el espectro musical caraqueño. En la esquina de la avenida las Acacias con la Casanova, en el Hotel Odeón, los ex-integrantes de la agrupación “Perú Negro” tenían un restaurante de comida peruana en donde hacían una peña. Tocaban valses peruanos, festejos y marineras. Allí conocí lo que era el “cajón” (En esa época no estaba de moda como ahora). De hecho, varios percusionistas caraqueños aprendieron estos ritmos, en este pequeño espacio de la calle de los hoteles.

Por esa época empezó mi pasión por el tango. Primero empecé a tocar con la cantante Esperanza Márquez, quien es una excelente intérprete. Con Esperanza conocí ese sentimiento desgarrador del tango y me hice asiduo merodeador de locales como la “Peña Tanguera” y el “Club Uruguayo” de los Chorros.

Al final de la avenida Luis Roche existía un restaurante trinitario. Algunas veces, mientras uno comía un pollo al curry, un señor trinitario se paraba con un Steel Pan (instrumento de metal como una especie de barril abollado). Había otro sitio en San Bernardino donde se reunían todos los chilenos, bolivianos y algunos argentinos. Ellos tenían una peña folklórica sureña, en donde aprendí a amar las chacareras, cuecas y zambas.

Luego, si pasabas por Chacaíto, los colombianos tenían unos antros buenísimos donde tocaban vallenatos y cumbias. También repetidas veces fui a escuchar fados en el “Club Portugués” con unos señores que eran fabulosos.

Los amantes del flamenco tenían un par de tablaos y en algún lugar de la Candelaria de cuyo nombre no puedo acordarme había un señor con una gaita gallega (que yo creía que era escocesa o maracucha). También existían los restaurantes franceses e italianos con los señores armados con acordeones y algún otro instrumento. La comunidad brasileña tenía varios espacios como “La Línea” en la avenida Libertador y “La Padrona” en Los Chaguaramos, donde tocaba un grupo fabuloso llamado Café Brasil.

Existían sitios donde se escuchaban sones cubanos como “La Delia”, lugar favorito de La Banda Sigilosa y el “Cadáver Exquisito”. Cerquita de ahí, en la misma calle de los hoteles, se hacían grandes toques en el Hotel Terminus. Las orquestas de salsa tenían “El Hipocampo” y muchos otros sitios que no recuerdo porque, paradójicamente, había que entrar con zapatos de suela y chaqueta. Además, por lo general, eran muy costosos. Por supuesto que, como buen irreverente, odiaba ese tipo de códigos y mucho más para bailar salsa. Cerca de los noventa aparecieron lugares como “El Sarao” y el recordado “Maní”.

Si quería alguna llanerada me iba a “La Apureña” donde siempre había músicos sorprendentes, o al restaurante “Dama Antañona” en el centro a escuchar música cañonera. Por un tiempo también existió el “Zaguán de un Solo Pueblo” donde había música de todas las regiones de Venezuela con una programación fabulosa de artistas tradicionales.

Aparte podías escuchar gaitas en la “Hawai Kai”, la “Nueva Esparta” y cualquier sitio de las Mercedes. Había espacio para el rock y el pop, como “Pida Pizza” en las Mercedes y otro sitio que estaba al lado.

Los amantes del Mariachi tenían a las “Trompetas de México” en la avenida Libertador. Los hermanos Pantelis y Costa Palamides tenían un grupo de música griega. Se sentía la internacionalidad de la ciudad. Salían de la nada con sus cánticos una nube de “Hare Krishna” por Sabana Grande. Eran frecuentes los conciertos de música sefardita en la Unión Israelí. En el boulevard de Sabana Grande, en el “Gran Café”, se sentaban todas las tardes una tribu de gitanos que no solo venían de España sino de toda Latinoamérica. Además podías disfrutar de la comida típica de los turcos, chinos, libaneses, alemanes, rusos, polacos, húngaros y japoneses. Existía toda una variedad gastronómica digna de cualquier ciudad cosmopolita.

Existía un amplio espectro musical aunque a veces fuese subterráneo. A veces creo que viví en una Caracas que muy poca gente conoció o que quedó en el olvido, toda llena de multiculturalidad. Una suerte de torre de Babel criolla.

Cuentos de la nocturnidad caraqueña

La noche es difícil, fuerte, dura, pero trae consigo algo simpático: te da mil anécdotas. Un día estaba tocando en un local y viene un borracho de esos que son fastidiosos e impertinentes. Me dice en un tonito que de entrada era desagradablemente imperativo:

—“Mira gordito, tócate ahí ‘El amor es azul’.

—No me lo sé —le dije. (Por supuesto que todo lo que me decía, me lo sabía, pero era tan impertinente que siempre le respondía negativamente).

—Bueno, entonces tócate ‘Motivos’.

—Tampoco me la sé.

—Entonces tócate ‘El Rey’.

—No me la sé —conteste en un tono más contundente.

A lo que el borracho exclamó a todo volumen:

—¡¡Noooooo!!!!! Entonces no sabes tocar un coño.

Por esa época la ciudad brindaba unos espacios de intercambio cultural a veces surrealistas. Recuerdo que un día, caminando por la avenida Baralt en el centro, veo un pizarrón en una cervecería que dice: “Hoy, en vivo directamente desde Madeira, ‘El carrao du Funchal’ el único portugués que canta música llanera”.

Les juro que no entendía a que se refería este aviso ya que el carrao es un pájaro y se le dice carrao, gabán, gorrión, turpial o cualquier pájaro a los cantantes de música llanera, pero que a un tipo de Funchal se le llamara así no tenía mucho sentido para mí.

Me quedé a verlo y era el propio “Portu”, como decimos, que casi no hablaba español cantando joropos así: “Pajareeillo, pajareeillo que vooulaish por meas reveirash, porque no vooulaish agora que llegó a primaveira”.

La cosa en verdad era muy cómica, un tanto cantinflesca y al rato estaba muerto de la risa, lo reconozco, pero me puse a reflexionar. De repente me percaté que este hombre tenía el valor de cantar ante una audiencia llanera con su acento y sin complejos, en plena avenida Baralt, asumiendo su rol de inmigrante adaptado a una nueva cultura. Después de pensarlo un poco creo que el hombre despertó en mí una profunda admiración porque la valentía se respeta.

Los espacios perdidos

En los ochentas del viernes negro, había más campo de trabajo para los músicos que querían vivir del oficio. Había música para todos los ambientes, los restaurantes finos y no finos tenían grupos en vivo, las areperas tenían una “criollada” y existían bandas de pop americano y rock en distintos locales.

Teníamos algunos clubes de jazz con programación internacional al punto de que iconos del jazz como Dizzy Gillespie tocaron en el “Juan Sebastián Bar”. Pienso que perdimos, en algún punto, esa imagen de la ciudad cosmopolita que tenía una amplia diversidad cultural. En el momento en que dejamos de ser esa Venezuela Saudita que fuimos, muchos de los que vinieron de otras tierras buscando mejoras económicas se fueron.

Una vela para San Antonio puesto de cabeza

Ahora rememoro tantos sitios recorridos en esa Caracas de los ochenta. Me viene de golpe ese recuerdo de un tiempo en que vivíamos sin tanto contratiempo. Teníamos un espacio para nuestra cultura y hasta para otras. Siento que hemos perdido parte de nosotros en este viaje. Así es que esta noche le pondré una vela a San Antonio, que es el santo de las cosas perdidas, para ver si encuentro a esa Caracas que se llevó el tiempo: a esa Caracas hecha torre de Babel.

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Foto: Argenis Amarista