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El rostro de Eva

Estaba convencido de que Eva era, con una gran ventaja, la más atractiva de las mujeres que solían asistir a las fiestas que ofrecía mi madre en nuestra quinta de la avenida Anauco. No sólo por esa belleza suya, tan serena y pertinaz, sino además por la clase y la elegancia con las que se conducía por la vida, cualidades que, a decir verdad, resultaban poco comunes entre las damas de nuestra comunidad.

Yo era hijo único y mis padres se habían divorciado un par de años atrás. “Tienes que apoyar a Sarita, está sola y eso nunca es bueno para una mujer de su edad”, me encargaba el bonachón de mi padre cada vez que lo visitaba en su joyería de La Francia (a su casa de Los Chorros iba muy poco), evidenciando de esa manera la extravagante mezcla de vehemencia y sentimiento de culpa que formaba parte irrenunciable de su personalidad. De cualquier manera yo sentía que lo mejor que podía hacer por mi madre, dadas nuestras circunstancias familiares, era comportarme de manera solícita en sus cada vez más frecuentes fiestas, donde invariablemente hacía las veces de bartender y mesonero.

No la pasaba mal en aquellas reuniones. Normalmente era la única persona del sexo masculino que estaba presente, pero eso era un detalle que las asistentes pasaban fácilmente por alto —tal vez porque todavía era un adolescente y la mayoría me conocía desde niño— y entonces podía relajarme y distraerme a mis anchas escuchando los cuentos y fanfarronerías de ese grupo de mujeres adultas y solitarias. Había mucho rencor en sus discursos particulares, eso era cierto, pero también bastante sentido del humor y, sobre todo, abundantes dosis de irreverencia. Supongo que algo similar a lo que pasa en ambientes como los de las peluquerías o los salones de belleza, donde las mujeres tienden a distenderse y hablar en demasía, pero con el añadido de que en este caso se tomaba realmente mucho alcohol. Tengo la impresión de que en los años setenta las mujeres de Caracas se sentían suficientemente liberadas para beber con bastante desafuero. Aprovechaba de esa situación para probar las recetas de cocteles que yo mismo me inventaba. Combinaba licores diversos con jugos naturales o con aguas gaseosas. El de ginebra, jugo de naranja, Coca Cola y ginger ale, con un toque de Curaçao, era uno de los favoritos. Dana, una mujer pelirroja y nariguda, que había quedado viuda con dos hijos varones, lo bautizó en mi honor con el absurdo nombre de “Jacobito”.

“Eres un buen chamo, Jacobito, siempre tan noble con tu mamá. Ojalá que mis hijos sean como tú”, me alabó Dana, ya bastante borracha, la noche en que se le ocurrió la peregrina idea con que pretendía perpetuarme: “Creo que mereces que ese cocktail tan sabroso se llame como tú”. La verdad es que mi nombre no es Jacobo. Me llamo Isaac, como mi abuelo paterno. Jacobo era el nombre de mi padre, pero por alguna razón que todavía me resulta inexplicable varias personas de la comunidad —las más adultas, sobre todo— me llamaban Jacobito.

Eva nunca probó un Jacobito, ni ninguno de mis dudosos cocteles. Solía beber vino blanco muy frío, siempre a un ritmo moderado. Se reía mucho con las ocurrencias de las otras mujeres, conversaba animadamente de temas diversos, aunque tengo la impresión de que nunca de nada verdaderamente personal. No tenía hijos y su ex esposo —un cardiólogo del Hospital de Clínicas— la había dejado por una de las enfermeras de su equipo, una mujer goy y quince años más joven.

A estas alturas creo necesario confesar algo muy personal: a pesar de ser judío por los cuatro costados, no estoy circuncidado. Mi familia paterna adquirió la costumbre de no realizar el berit milá a los varones neonatos desde la época de los pogroms del imperio ruso. Gracias a esa sabia decisión, buena parte de los varones Lubitsch salvaron el pellejo durante los años de la invasión nazi a Checoslovaquía.

Una noche de sábado, en medio de una de aquellas fiestas, observé que Eva estaba sentada sola y en un extremo del salón, como si tuviese la intención de marcar distancia con el resto de mujeres. Vestía impecablemente y cruzaba las piernas con su gracia habitual, aunque era notorio que esta vez llevaba más joyas que las habituales. Una de las amigas de mi madre había caído rápidamente en una poderosa borrachera, gracias a la ingestión de unos cuantos Jacobitos, y relataba con innegable comicidad algunas intimidades de su matrimonio ya deshecho. La atención de todas estaba centrada en ella, pero no la mía. Quise pensar que Eva buscada transmitir algún mensaje especial esa noche y que, más allá de su belleza y su elegancia, se trataba de una mujer sola y vulnerable. Mis hormonas de mancebo urbano comenzaron a crepitar. No sé cómo, ni por qué —siempre he sido tímido para estas cosas, más aún a esa edad— tomé la decisión inverosímil de acercarme hasta ella y abordarla:

—Hola, Eva —le dije. Sentía que las carcajadas de mi madre y sus amigas hacían que mi saludo sonara tímido e insulso.

—¡Isaquito! ¿Cómo estás, mi niño? —Eva pareció alegrarse al percatarse de mi presencia. Nunca antes habíamos sostenido ningún intercambio de palabras que pudiera ser calificado de diálogo. Que me hubiese llamado por mi nombre verdadero, aún utilizando ese ridículo diminutivo, me parecía una señal positiva—. ¿Me regalas un poco de vino blanco, cariño?

En el acto la obedecí y fui a llenar una copa que ella se iba a beber de un par de sorbos. Seguidamente la estiró hacía mí, con natural actitud de diva. Decidí que lo mejor sería traerme la botella dentro de un cubo lleno de hielo.

—Está chévere la fiesta —le dije sintiendo la necesidad de hacer algún comentario.

Eva me pidió más vino blanco.

La mujer ebria comentaba a voz en cuello que su ex suegra mantenía el juego de sofás de su casa forrados con un plástico transparente. “¡Siempre fue una pichirre!”, gritó y las demás mujeres estallaron en una carcajada feroz.

—Mi suegra nunca me quiso —dijo entonces Eva, mirándome con una intensidad que me inhibía. Por un segundo sentí que iba a ser incapaz de producir alguna respuesta adecuada. Seguidamente me preguntó—: ¿Sabes por qué?

—No —respondí.

—Porque nunca pude darle un nieto. Por eso.

¿Cómo no quererte a ti, Eva?, pensé en decirle, pero no se lo dije. En cambio volví a rellenar su copa.

Las mujeres seguían celebrando las anécdotas de la bufona de turno.

—Y seguramente hasta tú ya sabes lo que pasó ahora, ¿verdad?

No me resultó agradable el tono súbitamente irritado que empleó al hacerme esa pregunta. Lo de “hasta tú” sonaba degradante y despectivo.

—No sé nada de nada.

—Ya lo sabrás. Mejor de mi boca que de la de alguno de los chismosos que por aquí abundan —Me pareció que estaba aludiendo a mi madre y las demás mujeres presentes en aquel salón. Luego soltó—: El cabrón de Beni acaba de tener un bebé con su enfermera. Un bebé varón. ¿Qué te parece?

Permanecí en silencio. Recordé que el bonachón de mi padre siempre me decía que uno nunca debe perder la oportunidad de quedarse callado. La amiga de mi madre, ya imparable, se había colocado un pañuelo en la cabeza e intentaba parodiar a la madre de su ex marido, entremezclando palabras en español y en yiddish.

—¿Y sabes qué? —continuó Eva sin esperar mi respuesta—: Esa mujer podrá ser más joven que yo, pero nunca va a ser como yo. ¿Tú me entiendes, verdad?¿Tú crees justo que se le haga algo así a una mujer como yo?

En ese instante me detuve a observar el rostro de Eva. Me pareció armonioso, perfecto. Sin duda se trataba de la mujer más bella que jamás había pisado nuestra casa.

—No, definitivamente no —me atreví por fin a responderle.

Escuché una voz desarticulada que clamaba por un Jacobito. Pensé que podía tratarse de mi madre o de cualquier otra mujer prescindible. Decidí hacerme el desentendido.

—Pero no sabes lo peor —me dijo entonces bajando el tono de su voz—: La enfermera se convirtió, al bebé ya le celebraron el berit milá.

Eva empuñó su copa. Más que enfurecida o indignada, se veía triste, desolada.

Las voces reclamando mi atención parecían multiplicarse.

—Yo nunca lo tuve… —le dije entonces tal vez creyendo que esa revelación podría servirle de algún consuelo.

—¡¿Qué?! —me preguntó visiblemente confundida—. ¡Pero si yo estuve en tu bar mitzva!

En ese instante mi madre se acercó hasta mí y golpeó suavemente mi espalda. Dos Cubalibres, me ordenó señalando a dos de sus amigas. Otra mujer, que se me parecía a una de las hermanas de Kafka, me suplicó que le sirviera un vaso de Etiqueta Negra con hielo y soda. Tuve que dejar sola a Eva.

Cuando terminé de servir los tragos intenté buscarla, pero ella ya se había marchado.

Nunca más volví a verla. Poco tiempo después de aquella fiesta me enteré que se había casado con un abogado norteamericano, rico y viudo, y que se había marchado a vivir a Brooklyn.

Hace unos días una anciana elegante y muy delgada pasó por el “Jacobito”, un negocio de Coral Gables donde intento armonizar mi gusto por los libros y la música con mi afición por los cocteles. La escuché comentar a una de las encargadas que vivía en Naples y que, pese al buen clima y la tranquilidad, no dejaba de extrañar el bullicio de las ciudades grandes. Su acento era indiscutiblemente caraqueño. Compró un disco y un par de libros y se retiró.

Por unos segundos quise vislumbrar en esa mujer extraña el rostro de Eva, y hasta pensé en ofrecerle una copa de vino blanco. Pero finalmente descarté esos pensamientos y opté por seguir preparando un Apple Martini.

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Fotografía: Mr. T in DC