Artes

Los domingos por la nochecita

Crónicas desde San Bernardino

Por Arturo Almandoz Marte | 26 de marzo, 2010

1. Ya a comienzos del siglo XXI, cuando la movilidad de mamá había sido mermada por las incontables operaciones de rodilla y los más de sus días transcurrían recluida en nuestra casa, en lo alto de San Bernardino, los paseos que hacíamos en carro, los domingos al caer la noche, devinieron su contacto terminal con aquella Caracas que se le tornaba irreconocible. Una vez que las ya escasas visitas dominicales se habían marchado; concluida la siesta entrecortada, que la ayudaba a sobrellevar los antibióticos y los diuréticos; cuando no había crisis de la gastritis recurrente o de otras dolencias, salíamos en esas horas crepusculares que mamá siempre llamó “la nochecita”, cuando la resolana no era ya pesada para ella, y el tráfico para mí resultaba soportable.

Mientras la enfermera de turno se aprestaba con los botines ortopédicos y la cartera a la que mamá no renunciaba, como imitando a su admirada reina Isabel de Inglaterra, el placer de la excursión comenzaba para mí con la elección del vestuario que ella comandaba desde la cama, en gesto señorial y presumido que yo aprovechaba para regresar a los profundos compartimentos de su escaparate de caoba. Con algo del regodeo fantasioso de personajes infantiles de Picón Salas y Antonia Palacios entre las pertenencias maternas, allí hurgaba yo, como Pablo o Ana Isabel, entre los vestidos de popelina estampada, los blusones de organza o algodón y los pantalones de lino; como postrera ofrenda para su vejez recoleta, muchos de ellos se los había traído yo mismo de las colecciones veraniegas de John Lewis y El corte inglés, entre otras tiendas por departamento de aquella lejana Europa que mamá nunca conociera.

El breve ajetreo que precedía a esa vespertina salida dominical me recordaba en algo nuestras idas de compra al centro caraqueño durante mi infancia en los sesenta, cuando recién nos habíamos mudado a la quinta en San Bernardino; sólo que entonces íbamos en los verdiblancos autobuses de a medio, marca Fargo o Bluebird, los cuales se adentraban por la avenida Urdaneta hasta la esquina de Carmelitas, mientras que ahora partíamos en uno de los compactos carros Toyota que tuve desde mediados de los noventa, con andadera o silla de ruedas en la maleta, por vías que se suponían más expresas y modernas.

2. Entusiasmándose mamá porque íbamos a “dar una vuelta” allende San Bernardino, las más de las veces tomábamos por la Cota Mil hacia el este; tan pronto lo hacíamos, como en una letanía de aquellas nonas dominicales, siempre se quejaba ella de los tramos oscuros y deteriorados, por contraste con la flamante avenida Boyacá que había conocido, recién inaugurada, a comienzos de los años setenta. Abandonábamos entonces la autopista en el distribuidor de La Castellana o Altamira, que siguen siendo aquellas urbanizaciones elegantes a las que las encopetadas hermanas y amigas de mamá, casadas con ejecutivos pudientes o políticos destacados, se habían mudado desde los sesenta, mientras nosotros permanecíamos cerca del centro y los abuelos. Debido acaso a aquel éxodo hacia el este que de niño se me antojara un cisma familiar – con resonancias metropolitanas que de adulto leería yo en Los Riberas, de Briceño Iragorry, o en El exilio del tiempo de Ana Teresa Torres – en casa crecimos mirando a aquellas urbanizaciones como lo más popof de la Caracas burguesa. Por ello, si bien sectores de éstas mostraban ahora algo del deterioro capitalino del siglo XXI; aun cuando muchas de las señoriales quintas a lo Mujica Millán habían dado lugar a edificios más anodinos, todavía mamá notaba, cuando bordeábamos la plaza Altamira, que conservaba la holgada elegancia distintiva del urbanismo de Luis Roche.

Desde la inauguración del Metro, la después llamada plaza Francia había pasado a ser uno de los espacios públicos más urbanos de la Caracas de los noventa, emblematizando con su obelisco, como una pequeña Concordia, la prosperidad municipal de Chacao. Aunque no nos bajáramos en la plaza debido a la minusvalía de mamá, podíamos confirmar la animación de aquel enclave cuando nos deteníamos en las pastelerías de los alrededores, como La flor de Castilla o Los nietos, a comprar los cachitos de queso y los pastelitos de manzana que mamá solía cenar los domingos, o el pan de jamón que ella gustaba probar en varios sitios desde antes de diciembre, por ser más abundantes en sus rellenos. Y tanto disfrutábamos de aquella escena tan urbana que más de una vez nos vimos envueltos, inadvertidamente, en las protestas y disturbios de 2002 y 2003, cuando mamá no alcanzaba a comprender, como tampoco yo mismo a explicarle, la violencia política que atravesaba aquella Caracas escindida y polarizada.

3. Algunas veces nos adentrábamos más hacia el este a lo largo del Ciempiés, o hacia el sureste por la autopista de Prados, en las que mamá disfrutaba de las vallas y anuncios encendiéndose en la nochecita. Por contraste con la lobreguez de muchos distritos como La Florida y La Campiña, comentábamos que el iluminado paisaje publicitario que se divisa desde las autopistas, realzado en navidades con la decoración de edificios y avenidas, era una de las postales sobrevivientes de la difunta modernidad caraqueña. Embelesaba a mamá sobre todo la gran valla de Savoy en Bello Monte, así como los anuncios sobre los empequeñecidos rascacielos de Plaza Venezuela, que ella recordaba con fijeza de los tempranos paseos motorizados en los Mercedes de mis tías primero, y en el Vauxhall y el Renault de mis hermanos mayores después. Ahora cuando pasábamos y entreveía, al lado de las siempre arqueadas letras de la Polar, la esfera de Pepsi y el pocillo de Nescafé, entre otros iconos publicitarios sobre las torres, decía mamá que aquello parecía más bien una merienda, replicando a la dudosa comparación que hacía yo, todavía envuelto en mis recuerdos londinenses, de la Plaza Venezuela como el Picadilly Circus caraqueño.

En nuestros domingos por el sureste nos aventurábamos a veces hasta La Lagunita, adonde enriquecidos parientes y amistades habían partido en los años iniciales de la Venezuela saudita; entonces, recordándome el recato de los personajes del centro que visitaran las villas de El Paraíso en la aburguesada Caracas de La Trepadora, mamá contemplaba las altivas mansiones ajardinadas con la reserva de quien no pasara de señorear una modesta quinta en San Bernardino. Tal como tantas veces oyera de papá y mis tías en las tertulias sabatinas de otrora, le parecía que esa ostentación mostraba el subdesarrollo que aquejara al país saudita, empeorado ahora en la Venezuela roja que ella creía sería diferente. Y ese drama contrastante se nos confirmaba, al regreso, atisbando las barriadas como Santa Cruz del Este, desbordadas detrás del Centro Comercial Concresa, a la vera de la autopista; “para muestra un botón”, me decía con tristeza, señalando con sus dedos entumecidos a aquellos rancheríos que, según ella, no habían hecho sino crecer después de que tumbaran a Pérez Jiménez.

4. A menudo retornábamos hacia el centro pasando por Candelaria, parroquia a la que mamá estaba ligada desde que allí residiera de señorita con sus padres, de Manduca a Ferrenquín, como una suerte de Ana Isabel, una niña decente, hasta que casara con papá en la iglesia frente a la plaza. Tanto como la oscuridad de ésta en nuestros paseos dominicales, le impresionaba la desolación de la capilla del Corazón de Jesús, espléndida en la época en que sus hermanas mayores habían celebrado allí sus nupcias, en el apogeo gomecista de mi abuelo; pero ahora apenas asomaba como otro de los clausurados monumentos de la avenida Universidad, donde campean los ventorrillos y las fritangas que, como señalaba mamá, le dan el aspecto arrabalero de un postrer campamento de provincia, a pesar de estar incrustada en pleno centro de la capital roja.

Después de ser por años aquella parroquia residencial de su soltería, La Candelaria de los inmigrantes mediterráneos devino el distrito comercial que mamá utilizara hasta finales de los ochenta, como afanosa doñita vecina de San Bernardino, para hacer sus compras de embutidos y especias, de quesos y pescados; sobre todo del bacalao que ofreciera a sus hijos y nietos como gran manjar de los almuerzos dominicales, según receta heredada de los conserjes portugueses del primer edificio que habitáramos. Por contraste con aquel animado paisaje comercial que yo recordaba de mis excursiones infantiles con mamá, el cual actualicé cuando inauguraran el metro Parque Carabobo en 1983, con mis visitas frecuentes a la librería Soberbia y los cines Apolo e Imperial, nos impresionaba ver ahora esa Candelaria sucia y deteriorada, con la basura desbordada de los restaurantes y las vendutas improvisadas de los mercachifles, que ni siquiera los domingos daban tregua a los peatones.

Culminando ya la “vuelta”, como mamá gustaba de llamar a nuestro paseo, en la cerrada noche dominical, entrábamos de nuevo en San Bernardino, generalmente por el sur que desemboca en la avenida Vollmer, donde ella todavía buscaba en vano alguna que otra tienda de la época en que salía de compras hacia la Urdaneta. A pesar de la tristeza que, veía yo, le causaba la suciedad y el deterioro caraqueños, no obstante la lobreguez y el abandono que alcanzaba a ver en sus entrañables parroquias del centro, siempre se reconciliaba con la vegetación exuberante y la brisa que se cuela por las tardes en San Bernardino, como anunciando ambos la tutelar presencia del Ávila. Con el arraigo capitalino de las matronas patricias de Blanco Fombona y Díaz Rodríguez, era ese retorno a su casa y urbanización solariegas, notaba yo, de los pocos solaces que le quedaban a mamá, entre las semanas achacosas y cansinas, hasta la vuelta del próximo domingo por la nochecita.

Arturo Almandoz Marte 

Comentarios (15)

María Salas
26 de marzo, 2010

Bella semblanza. Cuando salgo de paseo con mi madre me comenta sus añoranzas, el rostro se le transforma, disfruta su discurso veinteañero. Maripili

Elsy Briceño, Maracay
26 de marzo, 2010

Es una crónica encantadora, como todas las que nos obsequia semanalmente;las disfruto con la intensidad y la sensibilidad conque ud. lo hace.Gracias por hacernos revivir momentos y circunstancias similares de nuestras familias.

Elsy Briceño, Maracay
26 de marzo, 2010

Gracias por entregarnos semanalmente bellas , sentidas y nostálgicas crónicas.

miriam osorio
26 de marzo, 2010

¡Qué belleza!….. creo que el grupo llamado “Caracas Retrospectiva” debe leerlo y comentarlo Me encantó, me llevó a los domingos en elcarro ocn mi papá, mi mamá y abuela, me vino a la memoria “la rereta” saludos y gracias

Franz Rísquez Clemente
26 de marzo, 2010

Porque en la “nochecitas”, siempre “refresca”… En algún momento le escribiré estos recuerdos. Con mi respeto y consideración,

Franz

Arturo Almandoz
26 de marzo, 2010

Honrado porque estos recuerdos míos alimenten las vivencias y los paseos familiares de ustedes; gracias a todos por sus comentarios.

María Eugenia Dubuc
27 de marzo, 2010

Hola Arturo, qué bueno ha sido re-encontrarte a través de tus “hermosas crónicas”. Como a muchos de tus lectores, vinieron a mi mente infinitos recuerdos desde mi niñez, en cuanto a los paseos que hacía mi abuelo desde Casalta hasta el este de la ciudad, no recuerdo hasta que punto llegaba en aquel entonces, y, más recientemente, referidos a mi mamá, fallecida hace tres años, a quien solía hacerle paseos similares, en medio de enriquecedoras y muy emotivas conversaciones en torno a la Caracas que se nos fue. Sentí que escribes a la manera de lo que buscas en tus investigaciones: la ciudad a través de la literatura. Me encantó. Recibe un fuerte abrazo y mis más sinceras felicitaciones.

Ramón Viggiani Q.
27 de marzo, 2010

Muy hermoso y conmovedor. Lo felicito, Arturo. Su relato llega al alma. Se lo agradezco, a pesar de la nostalgia que me deja.

Alexander Arilla
27 de marzo, 2010

Que buenos recuerdos me trae , todo el esplendor de la Caracas de los 70′.

mireya tabuas
28 de marzo, 2010

Hermosísimo, Arturo. Quedé conmovida y en una nube. Un abrazo.

Arturo Almandoz
29 de marzo, 2010

Gracias de nuevo, Alexander y Maria Eugenia, Mireya y Ramon: me complace que la cronica sirva para compartir experiencias analogas. Saludos y recuerdos a todos desde el teclado sin acentos de un cafe foraneo.

oscar olinto camacho
29 de marzo, 2010

Apreciado Arturo: Hace pocos días traté de enviar a Prodavinci mis comentarios a tus leídas crónicas, pero desafortunadamente, y seguro que por mis limitaciones tecnológicas no fueron apropiadamente enviados. No obstante, quisiera no dejar pasar más tiempo para expresarte ahora por esta vía, mi agradecimiento por el renacer espiritual y el alimento que le otorgas al alma con esas crónicas tan amenas.

Crónicas que independientemente de su localización en la ciudad y el tiempo distinto vivido por ambos, mantienen la necesaria presencia de la uniformidad y sencillez del ocio en esa vida urbana que caracterizó a nuestra urbe en los momentos que bien reseñas.

Hoy “los recuerdos futuros” se fundamentaran en el antiocio social generado por la inseguridad, donde pareciera que la tendencia al ensimismamiento en los recuerdos y evocaciones, lejos de ser un escape, se convierten en una estimulante y permanente referencia anímica que comparto y practico cotidianamente,

Me has recordado a Sábato , cuando le expresaba a María en “El Túnel “, en los momentos cuando pensaba en el suicidio : “…Maria debes recordar que la vida es una construcción permanente de recuerdos futuros”, que frase tan sabia y tan bella, propia del talento de ese hombre con pluma invalorable.

Hoy en la edad que transito, todas estas sensibles manifestaciones construidas con base en los recuerdos, me permiten aprovechar de ese pasado la energía que necesitamos para mantener el alma activa y abierta en un presente ,que sin su referencia ,podríamos agotarnos en un cinismo , o en creciente indiferencia ante los vectores arcaicos, primitivos que están tratando de prefigurar un futuro incierto, desapuntalado, desatinado; donde la convivencia como una condición urbana fundamental para categorizar la ciudad,y ñla ciudadanía, parecieran no contar en el registro existencial de esta dirigencia política, inculta ,insensible y militarizada en sus imposiciones.

Te felicito, pero para mi más importante, te doy las gracias por esas maravillosas crónicas que me traen en sus recuerdos a mi madre, mi padre , amigos, maestros, y todos aquellos con quien tuve el privilegio de convivir en esa ciudad de los sueños y recuerdos, donde afortunadamente los sembramos con amor para recoger sus frutos en este hoy presente, pero aún ,con mucho optimismo de Futuro…

Gracias Arturo,

Con el afecto de siempre.

Amigo,

Oscar Olinto

Arturo Almandoz
31 de marzo, 2010

Gracias a ti, Oscar Olinto, por tus afectuosas palabras, especialmente distintivas por venir del maestro que eres de la ciudad y el urbanismo venezolanos.

Pedro Velasco Astudillo
24 de julio, 2012

INEFABLE su crónica, distinguido “vecino”… que también, como usted, vivimos – desde hace casi medio siglo – en “nuestro” ya lamentablemente invadido y deteriorado San Bernardino !…Vivimos, digo, tratando de darme un aliento en este desasosegado momento del “vivir muriendo” cotidiano, entre sus tantos urbanos, propios y vecinos, DETERIOROS y DESMEDROS ! Recuerdo que hicimos el “pre-universitario” en el querido Liceo”Andrés Bello”, y estudiábamos, por las noches- aprovechando la gratuidad del servicio de alumbrado publico – en la aledaña Plaza Candelaria, sin que ningún “malviviente” , atracador o ratero, nos molestara: La “Seguridad Nacional ” eficiente y contundente organismo policial – que quizás debes recordar – se encargaba de mantener, a toda hora, la seguridad y la paz ciudadana… Paz y seguridad que ya no se encuentran por ninguna arte , en esta huérfana, “atiborrada” y desmejorada ” SULTANA del AVILA”…Recuerdo, añorante como tú, el eficiente y puntual servicio de transporte, que nos ofrecía la línea de autobuses verdi-blancos, que nos llevaban y traían del centro de la ciudad, por medio real… y las vespertinas infantiles del desparecido cine San Bernardino, donde mis hijos disfrutaban las “comiquitas” de Disney…Y que decir de los famosos carnavales del Hotel “AVILA”, con sus célebres “negritas” reales o “simuladas”; que hicieron historia, buena o mala, de las carnestolendas parroquiales…Y no olvidar el ya desaparecido Hotel POTOMAC, de la Avenida Vollmer, centro del “negociado” comercial de la urbanización; que fue inaugurado -a finales de la década de los cuarenta- por la orquesta “RADAR”, que comenzaba a ser conocida – como su director – el ya finado y recordado Aldemaro Romero …Y el obligado” paseo dominguero y peatonal, por el “viale” marginado por amables bancos, para el descanso, entre lirios y mangos; que llevaba a los paseantes, desde el edificio de la “SHELL” hasta la recién nacida Avenida Andrés Bello … Son TANTOS los recuerdos que has evocado doliente y magistralmente, y los olvidados que se han perdido en el espacio , en que nuestra querida urbanización se transformó, de lo que llamaban los parroquianos, sin desprecio: el “GHETO” , amigable y – por qué nó -distinguido y ELEGANTE; en lo que ha devenido a ser, en corto tiempo: un pequeño y lamentable…INFIERNO !!! SALUDOS con AFECTO !

carlos sanabria
10 de agosto, 2015

Los paseos,eran con mi abuelo,esposo, de Antonieta de la Rosa,El capitan Luis Rafael Pimentel Agostini,victima de Gomez.Ibamos en su Chrysler,a Las Palmas,a la plaza,donde El talud estaba lleno de flores multicolores. Con mi abuela,las salidas,eran a ,los almacenes,Talo,jugueteria,en la avenida Victoria.Al regreso,una chicha,en Los Jabillos,en la esquina de la Valles.

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