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El espíritu de la navidad

Discúlpame el atrevimiento. Ya sé que no tiene caso, pero, a estas alturas, qué más da:

El organillero giraba la manivela y el silbido de los caños metálicos nos aguaba los ojos. Parecíamos el público de uno de los espectáculos de don Peppino, el protector de Marco en su ruta hacia Argentina. El cielo estaba gris y hacía frío. Te me colgaste al brazo y, a punto de dejarte vencer por el lagrimón, me dijiste: «es muy triste». Aquél fue nuestro primer diciembre serio.

Habíamos llegado la noche anterior desde Madrid y estábamos tan cansados que cuando aterrizamos en nuestro cuarto, en el hôtel Pacific, ni siquiera tuvimos ganas de hacerlo. Más tarde, hacia la medianoche, me desperté y me pregunté si me estaba pasando algo, si estaba enfermo, si el invierno me estaba adelantando el climaterio. Me duele admitirlo, pero es verdad: aquélla fue la única noche en cuatro años en que te dejé dormir en paz.

Al día siguiente nos desquitamos, hacia el mediodía. La travesía de la víspera nos había dejado tan agotados que ni siquiera pensamos en que debíamos aprovechar el tiempo. Sólo teníamos dinero para cinco días, pero, qué carajo, estábamos de vacaciones y, aparte, éramos dos impacientes turistas venezolanos: sin Guide du routard, ni Lonely Planet ni más puntos de referencia que los planos que cogíamos en los mostradores de la casa de cambio Chequepoint, donde recibíamos por nuestros dólares muchos menos francos de los que merecíamos.

A pesar de nuestro sueño, logramos ponernos de pie para aprovechar los últimos diez minutos del desayuno. Después, seguimos hacia la calle y nos cayó una nievecita menuda y turística. Nos sentíamos civilizados. El viento húmedo nos daba de lleno en la cara y, a diferencia de nosotros, las putas medio desvestidas de la rue Saint Denis le metían la pechuga al día para ganarse el pan.

¿Te acuerdas de cómo teníamos que hacer para bañarnos? Porque, por más civilizados que nos sintiéramos, somos tropicales y necesitábamos un remojón diario. El argelino maloliente de la recepción cobraba diez francos por persona para usar la salle des bains durante cinco minutos. Tú hacías como que te ibas a bañar sola y luego yo bajaba con una toalla atada al cuello, sin que el hombre se diera cuenta. Nos dábamos unos duchazos fugaces que ni siquiera me alcanzaban para mirarte. Después, con tu cara bien lavada, volvías a la recepción y, entre gestos, más las pocas palabras de tu maternal en Bélgica, hacías lo que podías para que no te cobraran la deuda completa.

Esa tacañería, en lugar de civilizados, nos hizo sentirnos dichosamente venecos. A su vez, esa dicha se nos convirtió en aversión. Quién sabe, podía tratarse de nuestro apabullamiento ante tanto bronce, o ante tantas placas conmemorativas de los genios que habían morado en la ciudad: Sigmund Freud en la rue Le Goff; Oscar Wilde en la rue des Beaux Arts; Picasso en su pabellón del Quai des Grands Augustins; Colette en Palais Royal; García Márquez en un húmedo hotel de la rue Cujàs… Debimos haber pensado que París no necesitaba de nuestra admiración, así que asumimos una actitud retentiva anal. Nos enfocamos en sus despojos: en la mujer que se sentó a tu lado en la estación Rivoli, con los dientes llenos de musgo, con la ropa perforada por fluidos rancios; en la hediondez de cañería que reinaba en la estación del RER, en Châtelet-Les Halles, donde dormía el sindicato de mendigos más grande y zarrapastroso del planeta.

Además, hay que decirlo: en París la navidad no es cosa del otro mundo. Parece un trámite anual que los cristianos aceptan intramuros. Andábamos fuera de órbita. Habíamos llegado desde Madrid y en Madrid sí sentíamos Caracas más cerca: una Caracas ideal donde las multitudes gastaban durante una tarde, en la calle de Preciados, el equivalente a nuestro presupuesto de viaje. Dicen que la calle de Preciados es la más concurrida del mundo. Aquel entusiasmo de consumidores compulsivos nos ponía a zigzaguear del mismo modo en que esquivábamos buhoneros en El Silencio, sólo que sin fritangas, ni ráfagas de saxofones merengueros ni torres de bancos desfalcados.

Creíamos que teníamos la resistencia necesaria para vivir experiencias fuertes, por eso rozamos las entradas a los peepshows de la rue Saint Denis y te tomé una foto por la estación de metro Blanche con un fondo lleno de fotos de sexo oral, en la que sales con más cara de niña de la que de por sí tienes. Del susto nos dio sed, así que bebimos cerveza Leffe en un bar instalado frente a La Locomotive, una discoteca de Las Mercedes que crecía en dignidad sólo porque quedaba al lado del Moulin Rouge.

Veo tu foto frente al organillero y te recuerdo guindada a mi hombro, yo tieso como una estaca, creyéndome el invierno. Al final me ablandé. Cada uno desde su bolsillo tiró su moneda. Seguimos caminando, tratando de ubicarnos en medio del vendaval con la ayuda de aquel mapa que el viento volvía jirones. No lo logramos. La intuición nos empujó hasta que no pudimos más. El frío congeló el día antes de las cinco de la tarde.

Hicimos camino de regreso al hotel. Nos detuvimos primero en una panadería y luego en la bodega de un árabe. Compramos una baguette, un queso Reblochon, unas lonjas de jamón curado y un vin fin que más bien resultó regañón y áspero. Hiciste la mesa en la cama con la ayuda de una toalla del hotel. No teníamos sacacorchos y tuve que empujar el tapón dentro de la botella con la llave del cuarto.

Chorreé la alfombra.

–Eso da buena suerte –dijiste.

–Feliz navidad –respondí con ojos ardientes.

Nos correspondimos con un beso avergonzado y después cenamos desgranándonos en superlativos. A pesar de las tacañerías y los golpes de ala, ya no teníamos energía para ser mezquinos. Además, a esa hora nos sentíamos en casa. El espíritu de cencerro y percusión de El Silencio vibraba frente a nuestra ventana desde la sala de baile Les Étoiles, un viejo cine convertido en club de la nostalgia afrolatina.

Al día siguiente, el invierno nos puso un ladrillo en medio de los ojos. El vino se nos transformó en tropiezo. Salimos de nuevo a la calle, yo empeñado en ir a visitar la tumba de Jim Morrison en el cementerio de Père Lachaise, tú diciéndome que llovía demasiado para extraviarte entre los muertos. Querías vida: la Venus de Gustave Moreau, las caricaturas de Daumier, tal vez hasta un bistec con papas fritas como el que describe Barthes en Mitologías. Ese día se había apoderado de mí el genio turbio de Cioran, otro vecino de París que vivía en la rue de L’Odéon. No estabas de mi lado. Te sugerí coger por el tuyo. Cada quien puso su cara.

Yo hice camino, pero en lugar de ir al cementerio de Père Lachaise o al de Montparnasse (Cortázar y Dunlop, Serge Gainsbourg…) tomé la línea uno del metro a otro camposanto colosal: La Défense, reducto supersónico de París que, a pesar de sus pretensiones de make it big a la americana, concentra en mayores proporciones el spleen decimonónico y suicida del resto de la ciudad. Desolación, el diluvio universal, ningún árbol. Me empapé como una teja. Perdí el equilibrio tratando de bordear una balaustrada metálica. Desgarré el sobretodo verde de mi papá y, así, ajado, volví al hôtel Pacific.

Allí te encontré, como siempre, dispuesta a rebobinar los humores del día. Pero ya era demasiado tarde. Estaba resfriado y de un humor de perros. Tuviste que bajar a la farmacia de la esquina para entendértelas con uno de esos dependientes que casi da el precio antes de que uno diga qué es lo que quiere. Tu francés belga, la vida pasada, no te bastó para ablandarlo. Debiste malbaratar nuestro escaso presupuesto en jarabes y antipiréticos. Yo tiritaba en la cama. No bastaron ni la cobija ni mi ropa de invierno.

Ya lo sé, estoy solo y quebrantado y me trepo por las paredes; sé que esta patética carta de arrepentimiento es el último regalo de navidad que quieres recibir. Además, Caracas es la ciudad del ruido, del gentío, del imprevisto, y debería tener mucho con qué distraerme.

Pero, ¿cómo olvidarlo?

Si apenas fue el año pasado.

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Fotografía: sgarnica