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Carúpano está precedida por su fama de ciudad alegre, parrandera y con una gramática particularmente vulgar. Cuentan con una especie de Himno de la Alegría que en tres versos logra resumir una actitud ante la vida: “Carúpano es de pinga/ todo el mundo echa vaina/ y nadie le para bola, eh, eh, ah, y nadie le para bola”. Convertido en un lugar común al momento de hablar sobre Carúpano, sorprende el ardor con que todos los carupaneros, especialmente durante el Carnaval, entonan dicha canción.
Si bien es cierto que el relajo parece ser el modus vivendi de los carupaneros, y que esta modalidad de existencia se refleja en un lenguaje procaz y de una sintaxis esencialmente graciosa, habría que determinar si es cierto que nadie se detiene a observar y a juzgar lo que el otro hace.
La máxima que afirma “pueblo chiquito, infierno grande” aplica perfectamente en Carúpano. Tuve la suerte, a lo largo del viaje, de estar rodeado de mujeres. Asistí como un testigo privilegiado a una serie de conversaciones que me pusieron al día de la vida íntima de una cantidad de gente que no conozco. Aquellos diálogos trepidantes, en los que la rapidez del acento oriental sirve como camuflaje ante oídos extraños, fue como asistir a un taller teórico-práctico del chisme. Se participa de él, pues es inevitable ser su objeto en conversaciones ajenas. Más allá de enconos o implicaciones personales, el chisme es un modo de socialización que mantiene el vínculo entre los carupaneros.
Uno de los temas constantes es el de la infidelidad. Los famosos “cachos”, que en el habla coloquial de la zona se asimilan al aguacate (entiendo que por la forma que asume esta fruta cuando es cortada en rodajas), son, en la práctica, una manera de referirse por extensión al género masculino. El machismo tradicional se refleja como un residuo en las opiniones, prácticamente estratégicas, de las propias mujeres. Si el hombre es bueno y trata bien a su mujer, los cachos son un mal menor: un defecto de fábrica que no puede remediarse. La infidelidad femenina queda relegada (si llega a tener lugar) a los caminos verdes de la pasión. Y la decisión de una mujer de seguir adelante con una nueva pareja, a la luz pública, debe sobrevivir a la mirilla de una sociedad en la que, al final de cuentas, “el hombre siempre cae parado”.
Si el lenguaje aún nos dice algo del mundo en que vivimos, no es de extrañar que el machismo sea tradición en una tierra (y aquí me refiero a todo el ámbito del Oriente en Venezuela) donde la palabra “verga” aparece con insólita frecuencia. En Carúpano, “verga” cumple todas las funciones gramaticales y sintácticas posibles: es artículo, sustantivo, verbo, adverbio, adjetivo. Cumple funciones copulativas y de complementos circunstanciales de lugar y de tiempo. A veces da la impresión de que todo el lenguaje es allí un pretexto para la palabra “verga”.
Pero la palabra “verga” no se traduce únicamente en una eventual subordinación de lo femenino a lo masculino. Su presencia en el vocabulario de las mujeres es el activador de una forma de ser que anula estas diferencias rígidas y que de hecho trastoca las jerarquías tradicionales. Con Clareth y sus amigas, frecuentemente me tocó estar en la periferia de las situaciones: en vano traté de seguirles el ritmo etílico, en vano traté de aprender a jugar truco, en vano quise ponerme a la par en los chistes y en los contrapunteos. Desperdigadas entre Puerto La Cruz, Caracas y Maturín por motivos de estudios, cada encuentro (y me refiero a las diversas ocasiones en que pueden tropezar unas con otras en las calles de Carúpano) tuvo ribetes de cómplice celebración.
El miércoles de ceniza la ciudad parecía reposar del incendio provocado por su misma algarabía. Armamos un pequeño grupo y pasamos el día en la playa Copey. En el camino de regreso, Nené quiso que conociera el paisaje frutal de playas como Los uveros y La patilla. En la noche, en la urbanización La Estancia, hubo partidas de truco. Yo me limité a reponer el hielo en los tragos de Sevillana.
El autobús de regreso a Caracas, después de 9 días en Carúpano, salía el jueves a las 10 de la noche. Ese mismo día en la mañana partimos hacia Puy Puy, el principal atractivo marítimo junto a Playa Medina. Me gustó reencontrarme con la belleza de un pueblo como Río Caribe, así como me dejó perplejo la carcoma sufrida por el cinetismo en prácticamente todos los rincones de Venezuela: el pueblo de San Francisco de Chacaracual, aquel célebre pasillo de colores, ahora presenta una triste opacidad en sus fachadas.
Es muy fácil sentirse joven y feliz en la playa, ya se sabe. Y más si se cuenta con el cielo, el mar, el sol y la arena de Puy Puy. A esta felicidad tan plena y simple, tan de turista, no vale la pena adjuntar comentarios. Sí es remarcable que ese paisaje afecte y fascine a quienes han crecido en él, a quienes tienen siempre la posibilidad de volverlo a ver. Después de un tranquilo día de playa solitaria, ginebra y carga la burra, la vuelta a Carúpano, con el sol desmayado de las 6 de la tarde, hizo del trayecto una galería. El mar, el cielo y la franja borrosa del atardecer semejaba una sucesión interminable de cuadros de Mark Rohtko.
Me concentré en esos colores para olvidarme del pequeño puñal que implica toda partida. Uno viaja para cosechar sus propios y gratificantes dolores. Esto lo confirmé al despertar al día siguiente, ya llegando a Caracas, en el terminal de autobuses en Colegio de Ingenieros. Mientras esperaba mi maleta, trataba de ordenar las imágenes del sueño: Clareth, con el cuerpo libre y sólo arropado por las sombras, bajo la luz de las estrellas en una playa nocturna. Ya en casa, revisando las numerosas fotos tomadas durante aquellos días, me di cuenta de que Clareth aparecía, protagónica, en muchas de ellas. Como si ella fuese un lugar o una costumbre reconocible en todo Carúpano, o como si Carúpano fuese apenas el encuadre de su figura.
¿Cómo separar los contornos físicos de un lugar de las personas que lo llenan de sentido? En ese punto extraviado en que los deseos y los recuerdos se anudan están las coordenadas de todo viaje y de todo regreso.
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Ver primera entrega: Carúpano: la vida es un carnaval
Ver segunda entrega: Carúpano: inmigraciones, permanencias y olvidos
Ver tercera entrega: Carúpano: La noche de las luciérnagas
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9 de marzo, 2010
Envido. Feliz vuelta a la ciudad amenazante y ruidosa, luego de que tus cachos, bien orientados, terminaran descubriendo en la playa esta nueva querencia hacia el este. Un abrazo.
10 de marzo, 2010
“Me concentré en esos colores para olvidarme del pequeño puñal que implica toda partida.” ?Querrá decir puñalada?
10 de marzo, 2010
José, se lee puñal, y no puñalada. Porque cuando hay puñalada, ya hay herida, mientras que, en el puñal, sólo está la posibilidad de la herida. Regresar, para Blanco, es la posibilidad de ser herido.Cupido no los salve.
10 de marzo, 2010
Mi suegra es carupanera y esta magnífica crónica me ha permitido comprender tantas, pero tantas cosas… Agradezco nos prestaras tus cristales para aproximarnos con una óptica distinta, a lo humano dentro de lo geográfico en ese realismo mágico que acrisola Carúpano.
10 de marzo, 2010
Comprendo perfectamente tu sentir Rodrigo. Estuve de vacaciones en esa zona, en agosto del año pasado, precisamente nos quedamos en Río Caribe y conocimos algunas de las playas que mencionas. Es una zona de ensueño, que se queda en tu mente y no haces más que evocar sus paisajes de un color y tonalidad especial. La gente cordial y afable, servidora, en fin, gracias por traerme de vuelta a esos recuerdos por un momento. Ah! …Dios mediante pienso volver pronto.
23 de marzo, 2010
Querido Rodrigo, apenas ahora leo todo el conjunto de estas crónicas y me parecen excelentes. El sentido de viaje literario, pero también de reportaje, de crónica y de investigación lo amalgamaste muy bien. Y le diste la extensión que una buena vivencia se merece. La próxima vez que nos veamos te cuentto de mis correrías orientales, y mis viajes de iniciación al Golfo de Cariaco. Felicitaciones!