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Marta Mosquera Eastman: La escritora

marta

La bulliciosa avenida Libertador coexiste con un oasis en el que habita Marta Mosquera Eastman. Conocerla es, sin duda, más que un privilegio. Es un placer inesperado, rotundo. Escucharla hablar de la hipérbole de su vida, de sus pasiones, de los personajes que la fascinan, es una experiencia que mueve muchas cosas y provoca imágenes fantásticas: ¿quién hubiese tenido una pequeña ventana para ver sistemáticamente la vida de esta mujer que habla con justificado orgullo e inusitado ímpetu de sus mundos? ¿De dónde viene el alma de esta mujer que no parece propia de su tiempo? La vida y la muerte, el buen gusto, el desparpajo, las fronteras inexistentes, el futuro, son los temas que rondan durante estos minutos en que conversamos.

¿Qué la trae a Venezuela?

Bueno, a mí quien me trae, en el fondo, es Rómulo Betancourt, que me dice que tengo que conocer Venezuela. Lo conozco en París, se hace muy amigo mío, y como era una periodista con cierto estatus allá, muy bien relacionada, me dice que tengo que conocer Venezuela…

¿Y cómo lo conoce, fue a entrevistarlo?

No, no, estaba invitada en casa de Juan Oropeza, que era embajador y yo era muy amiga de él y de su mujer, dentro de mis múltiples relaciones con los venezolanos. Eso es otra, yo en Buenos Aires me hice muy amiga de los venezolanos, porque estaba muy encantada con América Latina, y conocí a Ana Enriqueta Terán, que fue mi primera amiga venezolana y era agregada cultural en la embajada venezolana en ese momento, éramos realmente muy amigas. Ese fue mi primer contacto con Venezuela, Ana Enriqueta Terán. Yo estudiaba Filosofía y Letras, y conocí un día a un muchacho que me llevaba en ese momento como quince años y se sentaba en clase debajo de
una ventana, y lo veía tan interesado cuando daba los exámenes, y como se llamaba Guerrero, él iba anterior a mí, y yo le oía los exámenes. Entonces supe que era Luis Beltrán Guerrero…. ¿usted sabe quién es?

¡Como no!

Entonces nos hicimos amiguísimos. Luis Beltrán fue una amistad preciosísima que duró toda la vida, hasta que murió. Y esos eran mis dos amigos, Ana Enriqueta y Luis Beltrán.

Eso antes de ir a París…

Antes de ir a Europa. La cosa estaba muy desagradable en Buenos Aires. Era la época en que salió muchísima gente. Yo era muy amiga de toda la gente de la revista Sur, muy amiga de Victoria Ocampo, de Silvina Ocampo, de Bioy Casares, y sobre todo, muy amiga de Borges. Borges fue quien me sacó a mí la literatura, porque le gustaba mucho lo que yo escribía. A Borges lo botaron, lo sacaron de su Biblioteca, lo mandaron… a inspeccionar gallineros… ése fue su desplazamiento. En esa época, Julio Cortázar también salió, mucha gente salió. Entonces conseguí una beca, una media beca, y me fui a París. Allí comencé a producir notas y me nombraron corresponsal de Clarín, antes había sido corresponsal del diario El País, de Montevideo, después vino la del diario Marcha, que era un semanario muy bueno, y allí enlacé con Clarín

Ya en esa época, antes de salir a Europa, ¿había escrito?

Sí, había publicado mi primer libro, La cuarta memoria. Lo publiqué en Emecé, en la colección Los Cuadernos de la Quimera. Fue un cuento que escribí después de mi primer viaje a Europa, a Italia. En Nápoles y Florencia estuve como seis meses por mi cuenta y riesgo. Y cuando regresé, conocí en el barco a un personaje muy extraño que me inspiró mi primer cuento, era un ingeniero nazi que llegaba a Argentina con un pasaporte de su chofer. Había sido -el nazi- un paracaidista de esos que frecuentemente morían congelados en el cielo, era de origen belga. Entonces me hice muy amiga de Borges, le conté el cuento, y me dijo: «el cuento es sensacional, pero hay una cosa que tú no la puedes resolver». Le contesté «cómo no la voy a poder resolver, si el cuento lo tengo perfectamente escrito en mi cerebro, yo sé que está resuelto», y dijo «no, yo no lo veo del todo». Entonces lo desafié, lo escribí, se lo llevé y le encantó y me lo publicó en la revista Sur. Ese fue mi primer trabajo. Y de ahí arranqué, en Buenos Aires tenía mi cátedra de Literatura. Entonces me dije, «me voy a ir a vivir a París por un tiempo». Con esas corresponsalías me sostenía. Tenía un departamento muy simpático. Primero estuve en la Cité Universitaire, y después me fui a otro. Hice una buena carrera como periodista, pero no correspondía en la parte económica. Entonces me fui vinculando y vinculando y dije, «me voy a ir un tiempo a Venezuela»…

¿Y por qué a Venezuela?

Porque me parecía que tenía muchos amigos, que conocía mucha gente. Me ofrecían trabajo en buenas condiciones y vine por una temporada, me fui quedando y aquí estoy. Y en Venezuela, me hice muy amiga de Juan Liscano.

¿Esto es en qué año?

Eso fue en el año 65. Primero, Mariano Picón Salas -que iba a ser presidente del Inciba y yo era muy amiga de él en París- me dijo «mira, yo te voy a dar el departamento de teatro para que lo manejes». Entonces pedí un permiso, arreglé mis cosas y dejé un colega encargado, y cuando llegué aquí -me había enviado una carta en diciembre- él se muere el 1 de enero. Pero ya había pedido mi permiso, arreglado todo… a mí no me hicieron caso cuando yo llegué, con Mariano muerto…

¿Qué hizo entonces?

Tenía la ocasión de dictar unas clases en Estados Unidos, como profesora invitada del Departamento de Estado y me fui. Cuando vine aquí ya para despedirme, Luis Manuel Peñalver me dice «Marta, estoy fundando la Universidad de Oriente, ¿por qué no te vienes a Cumaná?» Yo creía que Cumaná era como Petare, que estaba al lado… y entonces le firmé el contrato por un año, no sabía nada, ni que era una hora de avión… y allí pasé un año. De ahí, Simón Alberto Consalvi, que era muy amigo mío, me dijo «estoy fundando el Inciba, vente a trabajar conmigo» y me quedé, me fui quedando. Treinta años de Conac y de Inciba. ¿Qué le parece?… y seguía escribiendo y publicando.

Y ese primer encuentro con Venezuela, ¿cómo fue?, claro que tenía muchas relaciones…

Es que los venezolanos han sido muy generosos conmigo, han sido muy hospitalarios, siempre me han dado oportunidades. Yo tenía una cátedra de Sociología Aplicada y de Literatura, en el Colegio Universitario de Caracas, y ahí descubrí una juventud tan extraordinaria. Dicté clase como veinticinco años, llegaban mis alumnos a las 7 de la mañana, llegaban de Cagua, de Cúa, impecablemente vestidos, daba la clase hasta las 10 de la mañana, se iban a trabajar a un banco o donde fuera su trabajo, y a las 7 de la noche volvían a otra clase mía. Y esas personas ahora son gerentes de bancos, son todos profesionales. Yo descubrí que esa es toda gente muy talentosa.

Y volviendo a esa época antes de salir de Buenos Aires, ¿qué me cuenta de Borges? ¿Cómo nace esa relación?

¿Cómo nace? Yo leía algunas cosas de Borges, mientras estudiaba en la Facultad de Filosofía y Letras en Buenos Aires. Fue entonces cuando descubrí a Borges y hablaba mucho de Borges con mi hermano, quien por cierto fue una gran influencia para mí. Y entonces le decía «yo tengo que conocer a Borges », y él me decía, «bueno, conócelo, llámalo por teléfono». Yo le decía, «no me atrevo…»

¿Eso en qué año?

Yo creo que como en el año 45, 46. Un día estaba en el metro de Buenos Aires, y veo un muchacho, desgarbado, así como un bicho, que está leyendo la revista Sur, leyendo una cosa de Borges. Y le digo, «mire, yo a usted no lo conozco, pero quiero conocer a Borges, el que está usted leyendo». «Ah, muy bien» -me dice- «porque él es el novio de mi hermana. Deme su teléfono que yo le voy a decir a mi hermana que la llame y se lo presente». Me llamó la hermana -se llamaba Estela Canto- y me dice «mi hermano Patricio me contó que usted quiere conocer a Borges» -a Georgie, porque le llamábamos Georgie-, «nosotros vamos todos los días al Café Boston, en la calle Florida, ¿por qué no viene mañana o pasado?». Entonces fui volando, y allí estaba Borges sentadito, todavía no estaba ciego, nos pusimos a hablar y se hizo muy amigo mío. Allí me dijo «mañana la voy a llamar» -nos tratábamos todos de usted, no era como acá de tú-, entonces me llamó y comenzamos a salir casi todas las semanas, salíamos dos o tres veces a caminar por la ciudad. Y los domingos, él iba con Estela a almorzar a la casa. Tuvimos una amistad preciosísima, lindísima, además él era un ser muy extraordinario, muy modesto, y muy odioso también, porque de repente hacía bromas muy siniestras, era como muy humorista.

Él le dedicó uno de los cuentos de El Aleph.

Sí, me dedicó «La Casa de Asterión», es un bonito cuento, y yo tengo la impresión de que, de repente, se parecía un poco a mi casa. No exactamente, pero se parecía un poco. Borges era un ser muy extraordinario. En esa época tendría como 55 años, más o menos, y empezó a quedarse ciego.

Y ¿cómo vivía el tema de la ceguera?

Bueno, él no hablaba de eso. No hablaba para nada. Decía a veces «bueno, lo que hay que ver en Buenos Aires, en realidad, ya lo he visto». Él viajaba, e inclusive iba al cine, siendo ciego, y la gente que estaba con él le iba explicando las cosas, y por supuesto le leía los subtítulos, y andaba bastante suelto, bastante solo por las calles. Después me fui a Europa, lo vi varias veces en París, cuando llegó a dictar unas conferencias acompañado por su mamá, que era una bellísima persona, una mujer extraordinaria…

¿Y compartían mucho sobre literatura?

Sí. Por ejemplo, discutíamos argumentos, algún libro que leíamos… yo no leo muchos contemporáneos, y él tampoco leía muchos contemporáneos. Nosotros releíamos, creo mucho en la relectura. Ese era otro tema de discusión: «por qué no lees a fulano», «no me gusta, me contagia de una cantidad de cosas que yo no quiero, me contamina», le decía yo y él se moría de la risa. «Prefiero leer Henry James, Proust, los griegos, la Biblia, lo que tú quieras, pero no quiero leer los premios Nóbel, me molesta », le decía. «Pero tendrás que leer algún contemporáneo», él se reía. «No, los contemporáneos no me gustan». Eso era una manía mía, porque en realidad ahora los leo. Pero en esa época no. A mí me gustaba releer libros. Discutíamos mucho sobre personajes, sobre argumentos. «¿Y cómo vas a contar eso, vas a contarlo desde Dios, desde tu cabeza, desde la cabeza del otro, desde dónde lo vas a contar?», «no, voy a contarlo desde mi cabeza» decía él, o «voy a contarlo desde Dios, así como en tercera persona», y eso le divertía mucho, cuando decidía contarlo desde Dios…

Y criticaba…

Criticaba bastante, y se reía mucho de la gente también. De repente estaba hablando con usted y estaba recitando Shakespeare -tenía una memoria prodigiosa- y cambiaba a Shakespeare y recitaba un poema horroroso, que él mismo inventaba, y entonces decía «como fulana de tal lo escribió» y era una persona a quien él conocía, que se le ocurría que había «escrito» ese poema.

Que era un horror…

Que era un horror. Y entonces le decía «pero Georgie» y replicaba «no, porque así escribe fulana de tal». Y eso lo hacía constantemente, y de repente la fulana de tal se enteraba y venía un zaperoco horroroso. Él era divertido. Divertido y un poco infantil de verdad. Y con un gran sentido de lo dramático, muy distante. No era muy fácil de ser amigo de la gente. Era muy amigo de Bioy Casares, por ejemplo. Nosotros comíamos dos veces por semana en casa de Bioy Casares con Silvina Ocampo, Georgie, la novia -cuando estaban de buenas, porque con la novia de repente «se divorciaban»-. Estábamos siempre juntos. También otro poeta que se llamaba Johnny Wilcock, que era muy buen poeta, por cierto. Después se fue a Italia, en la misma época que yo, y se murió en Italia.

De vuelta en Caracas, no fue difícil, porque con ese espíritu universal….

No, me sentí muy cómoda. A mí me ha hecho mucho bien Caracas, me ha hecho como universal, me ha quitado el Buenos Aires querido, me ha ampliado un poco el espectro…

¿Y ha vuelto a Buenos Aires?

Sí, como no, he vuelto, pero ya se murió todo el mundo, se murieron todos los amigos y se murió toda mi familia, no me queda más que un sobrino, entonces me da mucha pereza…

¿Desde cuándo no va?

Dos años, pero también Buenos Aires es otro Buenos Aires, otra ciudad, otro mundo, es otra cosa, y lo que está pasando también aquí en Venezuela es otro mundo. Venezuela es otro país, no sé si es mejor o peor, pero es otro país

Al llegar acá se hizo un grupo de argentinos…

No, más bien me mezclé mucho más con los venezolanos, estuve muy ligada a los venezolanos, siempre. Tengo algunos amigos argentinos que son muy agradables y consecuentes conmigo, pero no he estado muy en la colonia. Y creo que son muy extraordinarios. Por ejemplo, a Carlos Giménez le mandé hacer un busto, de bronce, bien bonito, para donarlo a Rajatabla, para crear dentro de Rajatabla un ambiente así… del camino del teatro. Está la escultura regalada, pagada y allí está puesta, pero hay que hacer un acto para darle más vigor a la situación. Pero como hay tanta cosa, con esto de la política, ¿Quién va a hacer caso? Nadie hace caso…

Sí, la mirada está puesta…

En otra cosa… uno está desenfocado…

¿Ha pensado en volver a Argentina?

No. De momento no. Creo que me voy a morir por acá. Porque a mí en realidad… tampoco me importa, morirse aquí o allá, esas son cosas que, en la dimensión de mi vida no tienen significado… donde me agarre la lluvia… además que cuanto más pasa el tiempo, el concepto de patria se hace más amplio, ya no es el barrio, ya no es nada… se llama América, yo entiendo más mi país como América.

¿Nostalgia del barrio?

No. No tengo nada de eso. Además por mis ancestros, yo vengo de gente que ha emigrado…

¿De donde viene Eastman?

De Inglaterra, mi papá era hijo de gallego e irlandesa. Mi mamá era nieta de ingleses. Todos salieron de Europa y se vinieron. Por el lado de los Eastman, mi bisabuelo tenía una compañía de barcos que iban de Inglaterra a Oriente. Cuando comienza la Independencia, le dice al hijo mayor que venga a extender la línea al Río de la Plata, y él funda esa línea. Entonces le dice, pero usted tiene que recoger en Cádiz a un general joven que se llama San Martín, que está esperando que lo recoja el barco. Así, se hace muy amigo de San Martín -tenían la misma edad- y se casa con la hermana de otro general que venía con él, que se llamaba Zapiola. Eran dos generales, San Martín, Zapiola y mi bisabuelo, George Eastman, todos tenían 27 años. Él se enamoró de Buenos Aires, se casó en Buenos Aires y trajo a su hermano y lo mandó a Chile, hoy los dueños del diario El Mercurio. Se llamaba Juan Eastman. Después a un primo lo trajo al Uruguay. Y el hijo del chileno fue presidente del Ecuador, se llamaba Edmundo Eastman.

Hay unos Eastman en Colombia…

En Colombia también. Todo es la misma familia. Yo no me pongo el apellido porque me parece que es muy largo. Marta Mosquera es suficiente.

La vida en el trópico para quien creció en Argentina y vivió en Europa es un cambio ¿no?

Un cambio bastante violento, pero como tengo un tipo de vida bastante especial, me puedo quedar sin salir a la calle días, leyendo, escribiendo, dibujando, para mí la vida tiene un sentido distinto. A veces me obligo a ver gente, a salir, porque tengo que ver gente, porque si no me voy a convertir en una cucaracha. Entonces, tengo amigas mías que salimos… pero, no sé, yo lo paso muy bien aquí…

Las estaciones, ¿le hacen falta?

Sí, claro. Ver los árboles cuando se deshojan, todo eso me hace falta. Sobre todo el frío. En Europa yo me sentí muy bien principalmente por el cambio de estaciones. Pasé como veinticinco años en Europa, pensaba que no me iba a adaptar al trópico, y me adapté…

¿Usted diría que es una ciudadana del mundo prestada a Venezuela?

Yo no sé si estoy prestada, para mí es igual ser venezolana que argentina, cuando tenga que hacer mi biografía diría que soy argentina venezolana, porque, es verdad, he vivido en Venezuela más que en Argentina, he vivido en Venezuela más que en París… y aquí, en el fondo, tampoco me aceptan como venezolana porque dicen «usted es argentina»…

Pero ya el acento lo tiene muy suave…

Está disimulado. Pero a fin de cuentas soy argentina venezolana. Yo creo que con la nacionalidad es tan casual todo. Yo no elegí. Lo que yo elegí es Venezuela. Hay dos cosas que uno no elige, que son el lugar donde nace y el tiempo en que nace, lo demás lo elige, hasta el suicidio, todo lo elige. Si me hubieran preguntado «¿dónde quiere nacer usted?» por lo pronto no habría elegido el siglo XX, sino muy posteriormente. En el siglo XXV… o si no, en el Renacimiento, pero todo este tránsito me parece muy espantoso…

Pero el Renacimiento debe haber tenido sus penares… Sus vericuetos, sus enredos…

Sí, pero cuando estuve en Florencia me sentí en la ciudad más extraordinaria del mundo. Sí, ya elegí el tiempo, el siglo XXV, cuando haya clonaciones, y ya todo será diferente, XXV o XXX, quizá no habrá ciudades, habrá sitios extraños, la Luna, Júpiter, vaya a saber donde uno va…

Pero tocó éste…

Aquí estoy, la extraterrestre…

Y haciendo otro giro en esta enredada conversación, Marta, en París coincidiste con Cortázar…

Cortázar fue muy amigo mío. Lo había conocido en Buenos Aires cuando él estaba trabajando creo que en el club del libro, o algo como eso, tenía un trabajo de ejecutivo. Julio era muy impecable, muy perfecto, estaba empezando a escribir sus cuentos, y cuando lo contacté, porque fui a decirle que me iba a Europa, me dijo «yo me voy a ir también». Y nos encontramos en París. Él estaba enamorado en esa época de su primera mujer, Aurora Bernárdez, que era la hermana de Francisco Bernárdez, el poeta. Era un amor así romántico, de flores y rosas, entonces estaba siempre esperando a Aurora. Aurora llegó, se casaron, y empezaron a trabajar en la Unesco, como traductores temporales, ella por un lado y él por el otro, y allí se fueron quedando. Julio almorzaba siempre en casa, y un día yo le conté una historia de mi criada, que era un personaje bastante extraordinario, y me dice Julio «yo quiero escribir ese cuento, ¿me lo regalas?». «¿Cómo no te lo voy a regalar, si yo no lo voy a escribir?» «Bueno, yo lo voy a escribir y te lo voy a dedicar a ti, porque el cuento es tuyo». Se llama «Los buenos servicios», yo creo que está en… ¿en cuál libro?… bueno, allí me lo dedica y explica que el cuento es mío. Es un cuento preciosísimo, un cuento que narra la historia de una mujer que llegaba a mi casa siempre con guantes, una francesa muy elegante, y con la nariz colorada, y yo pensaba «bueno, no puede ser que se emborrache», y me preguntaba «¿quién será esta mujer?» y ella me empezó a contar su vida. Se había casado con un banquero, y resulta que un día se enamoró de un hombre más joven y dejó al banquero, el hombre joven la abandonó, y no tenía otra cosa que hacer que ser empleada. Entonces cayó en mi casa y tenía dos o tres clientes más. Un día me dice: «En Navidad no puedo venir, porque tengo que cuidar los perros de la condesa». No venga -le dije yo-. Otro día «No puedo venir, porque tengo que hacer de madre». «¿Cómo que va a hacer de madre?» -le pregunté- y me dijo «es que yo soy la empleada» -y se acerca para hablarme como en secreto- «de un hombre que s´habille en femme» (se viste de mujer) . «El hombre se murió atropellado por un carro, y como no tiene madre, no tiene familia, los amigos me pidieron que yo fuera a representar a la madre y tengo que estar velando toda la noche ahí». Parece que llegaron todos los amores del muchacho, y todos querían ser la viuda del muchacho, armaron un despelote. Ese cuento se lo conté a Julio como te lo estoy contando a ti, y a Julio le encantó. Más tarde lo contó en un almuerzo y lo contó perfecto, porque lo hizo mucho mejor que yo. Realmente lo hizo un cuento muy emocionante. Después que lo publica me dice: «¿Te gustó?, y le dije sí, pero tiene un defecto. «¿Cuál?». Hay una palabra que tú pusiste, que es la palabra Metro, que le quita totalmente el tono al cuento, porque en Buenos Aires no se dice Metro, se dice subterráneo…

El subte…

Sí, el subte. Y sí, a pesar de que es una estupidez lo que te estoy diciendo, esa palabra mínima desubica la historia, porque la historia tiene un tono argentino. La historia es francesa, pasa en Francia, pero él la escribe con tono argentino.

Marta, ¿cuántos libros has publicado en Venezuela?

Cuatro, Manifiesto de Celestina, Siete soles, Macedonio y El viraje que es un cuento largo, una novela corta. A mí me gusta ese género, es un género bastante difícil de lograr, pero me gusta más que la novela. Esa era otra discusión que tenía con Borges, él me decía «¿por qué no escribes una novela?» No tengo paciencia para una novela. Entonces decía «tienes razón, porque la novela es un ejercicio de paciencia y en cambio el cuento no, el cuento tiene que ser exacto, brillante, no puede escapar a lo que es».

¿Y vas a seguir escribiendo?

Claro. Espero. Tengo una cosa lista ya para publicar que se llama El experto, que es una novela de doscientas páginas. Está escrita y tengo que corregirla.

Ya la leeremos… muchas gracias Marta. De verdad.

Fotografía: Vasco Szinetar