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Cruz-Diez: historias invertidas del poscinetismo

¿Cómo se perciben hoy en día al cinetismo y en general a las tendencias abstracto geométricas modernistas entre nosotros, los venezolanos y los latinoamericanos?

Paradójicamente los movimientos artísticos latinoamericanos declinados de las primeras vanguardias modernas, léase cubismos, neoplasticismos, constructivismos y tendencias afines a lo abstracto-geométrico, han sido los que han permitido en la actualidad la invención de una historia que abarca al sub-continente dentro de una lógica unitaria (Latinoamérica unida por la geometría). Y digo paradójicamente por varias razones. En primer lugar porque estas experiencias tuvieron su base principal en el París de pre y posguerra, desde donde se logró un sentido de comunidad entre argentinos, cubanos, brasileños, venezolanos, quienes de otra manera posiblemente nunca habrían superado las barreras que aún imperan entre los países latinoamericanos. Estar reunidos históricamente por un bagaje cultural similar, pero separados por las realidades políticas de cada país, fue sobretodo posible por otra paradoja: el único arte de la región que hoy en día se estudia extensamente en relación a su pertinencia geográfica, es el arte que reclamaba para sí un aislamiento de su localización geográfica, un arte que aspiraba a hablar en lengua franca, producir un lenguaje universal.

Pero esta lectura del arte de base abstracto-geométrica como una tendencia que une al continente latinoamericano ha estado siendo construida desde afuera, principalmente desde la institucionalidad museística anglosajona, como comenté más ampliamente en la primera parte de este artículo. En el otro extremo y en Venezuela particularmente, todavía resuenan los comentarios añejados hace casi medio siglo como los de la crítico de arte argentina Marta Traba y su visión reduccionista del abstraccionismo. De acuerdo con Traba, donde hay ranchos, buhoneros, pestilencia, conflicto social, violencia y pobreza no debe haber cinetismo. Este tipo de visión promovía como solución para resolver la supuesta desconexión con lo local, un arte figurativo que sí podría narrar efectivamente las propias historias. Un poco como cuando Chávez inauguró el año pasado la nueva sede de la Galería de Arte Nacional y estando sentado en medio de la sección de los maestros cinéticos venezolanos (Soto, Otero, Cruz-Diez, etc.) preguntó dónde está el siglo veinte en nuestras artes, otorgándoles a estas la misma función servil a la orden de los relatos hegemónicos de la que lograron emanciparse a mediados del siglo XIX, ignorando, de paso, tanta la una como el otro, que fue el constructivismo ruso el único lenguaje creado para satisfacer las nuevas necesidades sociales (de la revolución) y que el suprematismo malevichniano fue la semilla del productivismo, la unión más pura que haya existido jamás entre ideología y estética.

Mientras en Latinoamérica se aupaba esa corriente contraria al abstraccionismo, sobre la que se erigieron fenómenos de mercado como Botero y Claudio Bravo, las caras más visibles del dominio del arte figurativo con su “gran presencia” alcanzada gracias a las casas de subastas neoyorquinas, paralelamente surgía una generación de artistas que problematizaron los lenguajes de vanguardia, entroncados con el conceptualismo internacional. En Venezuela Eugenio Espinoza realizó en 1972 El Impenetrable como reacción a la receta participativa de los Pentrables de Soto, no sólo como gesto irónico si no además como una propuesta de continuación desde el interior de las propias vanguardias y piedra fundacional de las prácticas artísticas locales orientadas a la crítica institucional. En esa época, junto con los Espinoza de acá y al igual que un Cildo Meireles en Brazil o un David Lamelas en Argentina, las respuestas de estos artistas al dominio prevaleciente del arte abstracto, consistió en una invitación a experimentar más, a ser más críticos y observar en las contradicciones de sus antecesores nuevas condiciones para el desarrollo de sus investigaciones.

La mayoría de los artistas latinoamericanos del post-abstraccionismo se convirtieron en diáspora y vagaron por la historia hasta la caída del muro cuando emergió un mundo (anglo)globalizado en el que los artistas latinoamericanos más jóvenes empezaron a navegar a sus anchas y se hizo entonces moneda común ver como los artistas de la región asimilaron la lección del arte crítico: usar los lenguajes de vanguardia ya no estaba contraindicado para interpelar o transparentar los condicionamientos locales (¡uff, por fin!). En ese contexto surgen en los inicios de los 90 en Venezuela una serie de artistas que han rescrito la historia del modernismo, aunque estén fuera del radar de nuestros grandes líderes y todavía sean pocos los que se han percatado que estas historias en clave de bancarrota sea lo mejor que hemos producido en las dos últimas décadas. A esa generación que retoma una crítica del modernismo desde sus propias entrañas pertenecen artistas muy reconocidos como Vaisman, Hernández-Diez y Arturo Herrera, pero también un número considerable de creadores cuyas reflexiones podrían hacer comprender mucho mejor nuestro pasado.

Como ejemplos claves de esta generación pienso en Alí González, David Palacios, Miguel Amat,  Alessandro  Balteo,  Mauricio  Lupini,  Alexander  Apóstol,  Jorge Pedro Núñez, José Gabriel Fernández, Alexander Gerdel, Mariana Bunimov, Juan José Olavaria, Luis Molina-Pantin, Magdalena Fernández, Jaime Gili, Juan Carlos Rodríguez, Carla Arocha + Stephane Schraenen, Juan Araujo, Diana López, en fin, un grupo que ha convertido el fracaso del modernismo en el centro de sus investigaciones pero quienes han sido lo suficientemente inteligentes como para entender que la historia del arte, ni ninguna historia, se cambia, revisa o altera negando su existencia. La importancia que tiene para ellos el modernismo implica sobretodo reconocer que las bases de nuestra sociedad están fundadas sobre su apogeo en los años 50 y, como sugiere Elíseo Sierra, esa época dorada (que Traba intentó ignorar) nos dio tanto nuestros mejores logros individuales como fundó las fracturas sociales que todavía permanecen abiertas. De ahí que cuando vemos “Pedacito de Cielo” de Balteo, una curaduría-obra que recrea la historia de la cuadrícula en Venezuela a partir de unas cuantas baldosas caídas del mural de Otero en Facultad de Arquitectura de la UCV; o cuando vemos las exploraciones en el manierismo modernista de Ponti en la obra de Lupini (recordemos que Ponti fue el arquitecto italiano que se atrevió a decir a mediados de los 50 que Caracas era la capital mundial del modernismo); o cuando nos enfrentamos a los trasvesti de la Avenida Libertador que Apóstol hace encarnar a los maestros cinéticos; o ante la recuperación del cinetismo en las manifestaciones populares como las reflejadas por Gili en su geometría callejera; o cuando en su obra óptica Arocha + Schraenen hacen un relato del encierro y la violencia más parecido que mil fotos a la Caracas de hoy; en todos estos casos lo que estamos viendo es el imaginario de un país, una crítica a los procesos que nos han llevado a donde estamos, sin juzgar si aquello era bueno o malo y no a alguien pateando la mesa para contar una historia que no es nuestra.

Que hoy en día Cruz-Diez siga siendo un ídolo de masas y que para el venezolano común sea un símbolo del arte nacional, puede hacer parecer que las cosas no han cambiado. Pero ni Cruz-Diez ni el cinetismo son los mismos de los que hablaba Traba (nunca lo fueron, en realidad), ni el modernismo pasa como antídoto o veneno entre los artistas más jóvenes. El cinetismo es el único movimiento artístico con el que nos reconocen fuera de nuestras fronteras y es el signo de orden estético más determinante en nuestros procesos de identificación. Es posible que más nunca tengamos otro movimiento artístico con el cual identificarnos, porque quizás Cruz-Diez tenga razón cuando dice que fue la última de las vanguardias (modernas). Hace mucho que las vanguardias no producen tendencias colectivas, si no, afortunadamente, ideas que aglutinan de manera orgánica a diferentes actores. El espacio para innovar sigue estando allí, aunque las reglas hayan cambiado. El arte ofrece oportunidades inéditas para ver el mundo, como muchos de nuestros artistas están demostrando. No tenemos porque ver con nostalgia al cinetismo. Es y seguirá siendo una fuente para comprender quiénes somos. Para decirlo con García Canclini: “… quizá una de las claves de que el arte se esté convirtiendo en laboratorio intelectual de las ciencias sociales y las acciones de resistencia sea su experiencia para elaborar pactos no catastróficos con las memorias, las utopías y la ficción.”*****

Ver también de Jesús Fuenmayor: Cruz-Diez: las perspectivas históricas invertidas

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* Jaime Gili, propuesta para intervención de un microbús, Caracas, 2009

** Vista de la exposición Pedacito de Cielo de Alessandro Balteo, Sert Gallery at The Carpenter Center, Harcard University, 2008

*** Mauricio Lupini, videorama de la serie Espejismo, 2010

**** Miguel Amat, detalle del díptico de la serie Top Hedge Funds Firms (January 2008), Advantage Plus Fund – Paulson & Co – NY – NY, 2007 – 2009

***** Néstor García Canclini, “¿De qué hablamos cuando hablamos de resistencia?”, revista Estudios Visuales, No. 7, Barcelona, España, 2010