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Carúpano: la vida es un carnaval; por Rodrigo Blanco Calderón

Para Alejandra.

“Carnaval toda la vida y una noche junto a vos/
si no hay galope, se nos para el corazón”.

Los fabulosos cadillacs. Carnaval toda la vida.

I. Partida y arribo

Causas y azares

En el restaurante Ling-Nam se conversa sobre nombres extraños. Maracaibo, al occidente de Venezuela, suele ser la principal fuente de inspiración en este tipo de torneos. Sin embargo, el ganador de esa tarde provino de Carúpano, como una venganza oriental a la hegemonía zuliana del mal gusto y el exotismo.

Clareth aseguró conocer a una señora llamada Dolores, que casó con un italiano de apellido Volla. Como el español que se habla en Venezuela no reconoce diferencias fonéticas entre la b labial y la v labiodental, el resultado es prácticamente lo que se conoce en lenguaje vulgar como una “cojonera”. Por si esto fuese poco, Clareth agrega que la pareja tuvo un hijo al que el padre, con orgullo italiano, bautizó Giacomo, convirtiéndolo en pariente lejano de Dorancel Vargas, el famoso “comegente” que desdeñaba la carne de mujer.

Horas después, en La tasca de Juancho, escucho el relato de Leo Felipe Campos sobre los mejores carnavales de su vida transcurridos, hace algunos años ya, en Carúpano. Alguien menciona un evento que se celebra en esas fechas que de inmediato me cautiva por la belleza de su nombre: La noche de las luciérnagas. Se trata de la elección del travesti del año.

Esa misma noche coloco en el Twitter el siguiente tópico: “#nombresincreibles: El señor se llama José Volla. Se casa con Dolores. Ella pasa a ser Dolores de Volla. Tienen un hijo: le ponen Giacomo”. Lo de increíble era literal. Aun me costaba creer que semejante combinación fuese verdadera. Mi amiga Virginia Riquelme contesta a los pocos segundos que hay una Dolores de Volla que es vecina de su abuela. Me convenzo de que tal señora existe cuando recuerdo que la familia de Virginia, por el lado materno, es oriunda de Carúpano.

En vista de que los azares me fueron cercando, decidí organizar el viaje a la tierra donde el doble sentido y el humor juran entrelazarse hasta que Dios los separe, donde la virilidad imperante se eclipsa por una noche para dejar que brille una feminidad que surge como un fruto auténtico en medio de un cultivo de artificios. Decidí ir a Carúpano, la tierra que se jacta de tener los mejores carnavales de Venezuela.

Edvard Munch carupanero

El autobús llegó a Carúpano la mañana del miércoles 10 de febrero. Quería presenciar la dinámica del lugar antes del previsible desorden del fin de semana y del lunes y martes de Carnaval. Tal previsión rindió poco réditos. La diferencia entre los días corrientes y los días de celebración oficial en Carúpano es apenas una cuestión de intensidad. La celebración, la bulla y el desparpajo constituyen la médula ósea de sus habitantes. El carnaval es la puesta al máximo volumen de este hilo musical que es su forma de ser.

El carnaval comienza prácticamente con el año. Cada 3 de enero, cuando aún no se han evaporado los efluvios de diciembre, se realiza una celebración conocida como “El grito”.  En ella, después de horas de fiestas, bebidas y conciertos, el alcalde, acompañado en un conteo regresivo por todos los presentes, pega el alarido: “!Qué vivan los carnavales de Carúpano!”. Así, como un parto sin dolor, nacen los preparativos de la fecha más importante para los carupaneros, que nada tiene que ver con las angustias y padecimientos del hombre moderno captados por Munch en su mítico cuadro.

El frío del aire acondicionado del autobús es una tortuosa cámara criogénica que los viajantes comienzan a extrañar al poner el primer pie en el terminal. La famosa capacidad etílica de los orientales en Venezuela es también una consecuencia natural del opresivo calor del ambiente. Después de buscar las maletas, Margoth, la madre de Clareth, conocida como “Nené”, nos lleva al mercado popular a comer arepas. El puesto en el que comemos se llama “Merci” y por esa primera impresión imagino que Carúpano estará llena de referencias como esa, que recuerdan la numerosa inmigración corsa que allí tuvo lugar a lo largo del siglo XIX.

Después de desayunar, acompaño a Clareth y a Nené a buscar agua en un manantial situado a una hora de camino. En el recorrido pasamos por El Pilar, pueblo donde nació Gualberto Ibarreto, cantante emblemático de la música venezolana y orgullo de todo el estado Sucre. Vienen a mi mente versos de “La Guacara” y de “Presagio”; la voz de Gualberto se pierde entre los árboles de cacao que vamos dejando atrás.

El camino de ida y de regreso se convierte en una ruta gastronómica. Paradas breves en la carretera para comprar llairén, majarete y cachapas con cochino. Para mí, comer, más que un placer, es un trámite. Voy declinando uno por uno los ofrecimientos sintiéndome como una cucaracha. La comida es el camino más corto para llegar al corazón de los lugares que uno no conoce. Mis apetitos son otros y casi siempre agarro el atajo más largo: la digestión de las palabras y las imágenes que se van sucediendo.

Muchachonas y diablos

Ese miércoles, al regresar del manantial, subí a mi habitación en el hotel Victoria, me cambié de ropa y luego recorrimos una parte del malecón.

En la acera cercana al mar aguardaban estacionadas las camionetas para las primeras caravanas. En dos de ellas, de pie y aferradas a las barandas de madera, encontré a unos personajes típicos del carnaval de Carúpano, de los que ya había escuchado hablar. Me refiero a “Las muchachonas”, mujeres de sesenta, setenta y más años que desfilan con retazos de diversas vestimentas.

Las combinaciones propician extraños resultados. Una de las muchachonas, la más atrevida, portaba una pantaleta de licra rosada al estilo “superman”: es decir por afuera del short, también de licra pero de color azul. El atuendo iba coronado por un body que mezclaba el anaranjado, el negro y el amarillo, cuya función era devolver el abundante busto a su lugar de antaño. Una boa de lustrillo con colores bolivarianos y un antifaz completaban el atuendo.

Otras tres muchachonas mostraban una clara unidad en sus disfraces. Vestidos luminosos con bordes de plumillas, sombreros ladeados y cierta distensión en la pose las hacían parecer viejas, viejísimas mesdames en cómodo retiro. Cuando me acerqué a fotografiarlas, me recibieron con una disposición sonriente y digna. Vistas de cerca, las muchachonas emanan una sensación que en el momento me costó identificar. Algo parecido a la elegancia o a la solemnidad que proviene de la insólita mezcla de la piel vencida con la tersura artificial de la licra o el brillo engañoso de las lentejuelas. Ahora comprendo que fueron aquellas muchachonas las que inauguraron para mí el carnaval: un espacio donde las edades y los roles se suspenden y los disfraces importan tanto como la actitud de quien los lleva. El carnaval es una ficción colectiva que pide ser vivida y leída. Ver en la frescura de los colores chillones, de los escotes y de los adornos, los vestigios de una existencia que permanece en forma de memorias o de sueños.

En la otra acera, la que da hacia las calles principales de Carúpano, estaba apostado otro personaje representativo del Carnaval: El diablo Luis. “Este misterioso personaje”, como lo recuerda Ana Virginia González Ferrer en una crónica sobre los carnavales de Carúpano, “que aparecía recorriendo las calles, vestido de negro, con prominentes cachos que brotaban de su frente, unos ojos inyectados en sangre, la misma sangre que destilaban sus afilados dientes, en su mano derecha un tridente y siguiendo el ritmo al son de un tambor que llevaba un niño indígena, fue durante muchos años y hasta nuestros días referente del Carnaval de Carúpano”. El dato lo confirman Clareth y Nené: a ambas, en sus respectivas infancias, les tocó huir del susto que les provocaba la aparición repentina de El diablo Luis.

En 2010, el diablo Luis aparenta unos setenta y tantos años. Está ciego y una muchacha, parada junto a él en la camioneta que le corresponde en la caravana, le señala algún punto de la calle. El diablo Luis obedece, mira con la luz apagada de sus ojos hacia el lugar donde presume se encuentra la cámara y saca la lengua diabólica, color sangre, para regalar una estampa (quizás la última) a propios y extraños. El temor que provoca su figura tiene más que ver con una real cercanía a la muerte que con el disfraz siniestro que ha portado durante más de treinta de años. Al diablo Luis le ha tocado convertirse en un símbolo de sí mismo y de la historia del Carnaval de Carúpano. Con su lengua roja y sus ojos de vidrio, el diablo Luis sonríe desde los calores infernales de otro tiempo.

El legado de El diablo Luis, cuya historia personal (¿dónde vive el resto del año, quién es en realidad, qué hace?) permanece en el misterio, ya tiene herederos. Al día siguiente de mi llegada, tuve la oportunidad de presenciar el ritual de danza y matanza que realizan en plena calle a todo aquel que, como yo, tenga a bien pagar unos cuantos bolívares. Tres diablos, uno blanco, otro negro y otro rojo, bailan alrededor de un niño que encarna a un indígena. El niño baila con los diablos y poco a poco va cediendo al influjo de la danza y del sonido de los tambores: unas latas grandes de aceite Vatel que son percutidas por otros muchachos que completan la comitiva. Los transeúntes y los carros se detienen a observar, como por primera vez, lo que sucede. Una vez que la percusión ha acelerado el ritmo del corazón, el niño indígena se acuesta en la calle, sobre un cartón, dispuesto a que se consume el ritual. Los diablos se acercan, levantan sus tridentes de puntas esponjosas y los clavan sobre el cuerpo del niño, que comienza a desangrarse por cortesía de Kool-Aid. El artificio evidente, lejos de atenuar el efecto de realidad, lo profundiza y me quedo con la desagradable idea de que he pagado para que en alguna dimensión de lo posible unos diablos atraviesen con sus puyas a un niño indígena.

Continuará…