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Para hacer reír a Dios

Los modos preferidos de Caracas son infernal y pesadillesco. De día atormenta y de noche aterra. El que se queje del corneteo, de los carros sobre el rayado y de los buses recogiendo pasajeros donde les viene en gana, le convendría quedarse en casa en cuanto el reloj se acerque a las diez de la noche.

El que esté harto del infierno que mejor no conozca la pesadilla.

Presta atención, aguza el oído, afina la vista… Olfatéala en el aire… ¿La sientes? Siempre está ahí. La muerte es de los pocos servicios a tiempo completo que tiene este valle que, visto desde afuera, engaña cruelmente con su belleza.

De lejos, generalmente fresco y cubierto de verdes y azules que conmueven de tanto fulgor. De cerca, desde adentro, desde la pegajosa mancha de la acera y la oscuridad del poste apagado, es el decorado de historias que tatuarán en el alma del no iniciado la certeza de que es mejor no asomarse.

Allí, cuando te confías, aparece la Ama y Señora de estos predios, febril y hacendosa con sus turnos de 24 horas, incluyendo feriados.

¿Quién, además de la Muerte, podría estar trabajando el pasado 25 de diciembre cerca de las dos de la mañana? El solitario conductor de un Aveo gris, que bajaba por las calles de Manicomio, juraba que los empleados de la estación de servicio PDV Sucre. Así lo aseguraba al menos su gran letrero luminoso destacando la frase 24 horas. Por recordar eso fue que esa madrugada, luego de celebrar con sus hijos y su esposa, y de pasar a saludar a unos amigos que vivían cerca de su casa, en la calle Termópilas de La Pastora, decidió bajar hasta la avenida Sucre a cambiar el caucho delantero izquierdo, que estaba perdiendo aire. Quería dejar el carro en perfecto estado porque al día siguiente tenía planes de bajar con la familia a la playa.

Pero dicen en Amores perros que si quieres hacer reír a Dios sólo debes contarle tus planes.

Los vecinos de la estación de servicio escucharon cinco detonaciones de un arma automática. Quienes las escuchan rutinariamente saben diferenciarla de, por ejemplo, los fosforitos. Un sonido (más bien dos por vez, apenas diferenciables) metálico y seco, como si se fracturara algo en el aire. Un sonido que escuchado de cerca activa alertas. Los celulares de los adolescentes que estaban en las calles cercanas comenzaron a repicar. ¿Qué? Sí, yo oí, pero no fue aquí. Sí, yo estoy mosca, tranquila… fue más o menos la secuencia de monosílabos con la que todos despacharon a sus madres.

Inmediatamente después de los disparos, un par de motorizados con sus respectivos parrilleros doblaron con prisa en la esquina de la estación de servicio con dirección a Manicomio. Y se los tragó la noche.

Tres hipótesis (en ausencia de testigos) bifurcan la linealidad de la historia: a) Lo andaban buscando y lo encontraron; b) lo iban a atracar y el alcohol lo volvió invencible, o c) le iban a quitar el carro y, al descubrir que tenía un caucho malo, pagaron su frustración con la víctima*.

La gente que se asomó a sus ventanas luego de aplacados los tiros, pudo ver un Aveo en la cauchera con la puerta del conductor abierta y las luces intermitentes encendidas. Junto al carro, el cuerpo de un hombre moreno, joven, de contextura gruesa, acostado boca abajo, mientras un río oscuro y espeso salía de debajo de su cuerpo.

En ese trayecto de varias cuadras entre su casa y la estación de servicio, nadie lo vio, acudiendo puntual a su cita, mientras atravesaba calles apiñadas de casas con ventanas festivas, puertas abiertas y muchachos jugando en los callejones oscuros.

Quizá ya estaba fuera del tiempo y no lo sabía.

Los zamuros son animales cobardes. Divisan a su potencial víctima por la ausencia de movimiento. Una vez detectada, van cerrando los círculos de su vuelo, poco a poco, hasta que la certeza los anima a aterrizar. Se sitúan a una distancia prudencial y se van acercando con demorada cautela, hasta que comienzan a dar picotazos al cadáver abandonado por algún depredador satisfecho. ¿Será por tan innoble proceder que no hay equipo deportivo llamado los Zamuros de Ningunaparte?

Los tres zamuros que salieron a escena procedieron con idéntica maña. Se acercaban al hombre agonizante y volvían a conferenciar al sitio en el que se reunían. Cada vez más frecuentes, cada vez más cercanos, hasta que uno de ellos llegó junto al cuerpo aún tibio. Convencido al fin de que no había peligro, tras un breve paneo en torno, trasladó la cartera del bolsillo del moribundo a la suya. Luego echaría una fugaz mirada al interior del carro y, al no detectar nada de valor en su superficie, se alejó en dubitativo vuelo.

Como suele suceder, la Policía llegaría sólo después de mil llamadas de los vecinos. Cargaron el cadáver con inútil diligencia y, como suele suceder, llevarían el cuerpo a algún hospital (quizá a dos o a tres) antes de dejarlo en el de Los Magallanes, donde el lapidario diagnóstico sería el de costumbre:

Ingresó sin signos vitales.

Se queja Sabina, en una línea de Eclipse de mar, que “el diario no hablaba de ti”. No lo hará nunca, porque nunca dirá las cosas que íntimamente nos incumben. Ni siquiera se dignará a contar nuestros sucesos con la merecida precisión. Cosas de la prisa y la distancia, quizá. El 27 de diciembre, a dos días de la pesadilla de una familia en fecha tan recordable, luego de esperar en vela, de angustiarse y darse ánimo, de confiar y de derrumbarse ante los presentimientos, de pensar en presente en alguien que se volvía pasado a los pies de los zamuros que se hacían de lo único que hubiese facilitado identificar al cadáver, algún diario informaba, con la pésima redacción de una guardia de 26 de diciembre en la noche, que se presume “que lo asesinaron para robarlo, sin embargo sólo fue despojado de su cartera, las demás pertenencias entre las cuales estaban un celular Blackberry, 250 en efectivo y el carro fueron dejados en el sitio”.

Devolviendo las cosas de playa del bolso a sus gavetas, la viuda planeará mudarse de esa zona. No soportará la idea de caminar por esas calles sin saber si se tropieza a diario con el que acabó con la vida de su marido. Su cuñado, alimentando una rabia que no lo dejó llorar, planeará minuciosamente lo que hará con los asesinos en cuanto dé con ellos. En el patio de la casa quedaron apilados varios sacos de cemento. El occiso planeaba tirar la platabanda para hacer en el segundo piso un cuarto más grande para los chicos.

Ajena a los planes de los hombres, la muerte seguirá haciendo su incansable trabajo. A los oídos de Dios (su socio), seguirán llegando esos planes.

Y se le hará tan difícil reprimir la risa.

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* Una cuarta hipótesis plantea que, en medio de la oscuridad, no notó, al bajarse del carro, a los cuatro hampones que estarían forzando la oficina de la cauchera. Al sentirse descubiertos, lo abatieron y huyeron.