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Pedradas al hombre adúltero

El tamaño de sus infidelidades varía según las fuentes: unas dicen que tenía cinco amantes al mismo tiempo, otras que nueve, otras que 17. A partir de cierto número, da lo mismo ocho que ochenta. El viernes pasado, con su cara compungida de buena persona, el golfista estuvo un cuarto de hora dándose golpes de pecho, en público, pidiendo perdón por su espantosa conducta sexual: por mi culpa, por mi culpa, por mi grandísima culpa…

Verlo me recordaba a esos pobres disidentes soviéticos que, durante el estalinismo, reconocían ante las cámaras sus imperdonables desviaciones políticas. También a los disidentes soviéticos los internaban en clínicas psiquiátricas para que aprendieran a reconocer las bondades del socialismo real. Lo mismo pasa ahora, algo atenuado, con los sponsors de los ídolos del capitalismo: si no quieren perder los millones de la publicidad, deben aparecer como campeones de las virtudes familiares y héroes de la castidad. Y si no cumplen con este mandato de buena conducta, se deben someter a tratamientos psiquiátricos y hacer confesiones públicas.

La conferencia de prensa terminó sin preguntas y casi abruptamente pues Woods, después de abrazar a una madre comprensiva con sus pecados, tenía que volver de urgencia a la terapia sexual para la que lo tienen internado. Lo segregan, no vaya a ser que alguna mujer se ofrezca a abrirle las patas como pasa con los ricos y exitosos aquí, en USA y en Cafarnaún. Pero las infidelidades conyugales de Woods están siendo tratadas como una perversión (algo así como violar niñas de seis años), como una adicción, y como una enfermedad mental parecida a la esquizofrenia o la anorexia. Lo que en una sociedad primitiva sería visto como envidiable (el macho alfa que se consigue un harén), en la puritana sociedad norteamericana se ve como un comportamiento perverso.

Antes se apedreaba a las mujeres adúlteras. Ahora se apedrea, simbólicamente, a los hombres que cometen adulterio. Y no a todos (porque la infidelidad es el pan de cada día), sino a los personajes públicos que son sorprendidos cometiendo pecados de la carne. En tal caso, los medios les ladran, los lectores los apedrean o sus patrocinadores los obligan a que se apedreen a sí mismos. Y ya no hay cristo que les diga que el que esté libre de pecado tire la primera piedra.

Estas confesiones públicas vienen siempre con su carga de expiación religiosa. Tiger Woods declaró que quiere volver al seno del budismo, la religión de su madre, donde se predica la ascética renuncia a todos los deseos, como en una especie de castración mental. Al nirvana se llega a través de la ataraxia. Que toda tentación de la gula, del dinero o de la carne, deje al hombre impasible. Lo que uno se pregunta es cómo hará Tiger Woods, sin ambiciones, para no perder la gana de meter la bolita en el huequito con los menos golpes posibles del palo, y no me detengo en los simbolismos sexuales que podría tener el juego del golf, con las obvias recompensas (en ofertas femeninas) que reciben siempre los triunfadores en cualquier ámbito de la vida humana.

Da pesar que estas escenas de la vida privada sean primera página de los periódicos de todo el mundo. Así ha sido siempre y así seguirá siendo. Las mujeres se babean por los ricos y famosos y los ricos y famosos rara vez son capaces de esquivar la tentación de las babas. A Tiger ya lo molieron, entre terapias sexuales y penitencias públicas. Que se unte de ceniza, que se refugie en el budismo, que persiga la paz de los sentidos, nada logrará sino acabar con lo que es. La negación de la naturaleza humana, no deja sino hipocresías, moralismo fariseo y una colosal ridiculez. Un lío de faldas que debería resolverlo el hombre sólo con su mujer, se vuelve un caso mundial. Y hasta en Colombia perdemos el tiempo comentándolo, en vez de denunciar, como debiera yo mismo, a narcos y paracos que se van a tomar (una vez más) el Congreso Nacional.