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Pues andamos sobre ruedas en un país desconocido

Recuerdo que conversé con Ramón Palomares con ocasión de la muerte de Alfredo Silva Estrada en octubre del año pasado. La noche anterior, al enterarme de la noticia, había resuelto escribir para El Nacional del día siguiente, o subsiguiente más bien, un obituario que recordase al autor de De la casa arraigada. Como me estaba siendo difícil redactar nada coherente, ante el apremio opté por lo que me pareció más sensato: acudir a escritores que, o bien hubieran estado cerca de Silva Estrada, o bien lo hubieran leído con alma más sensible y serena que la mía aunque no lo hubiesen visto nunca o muy pocas veces en la vida. En ese grupo incluí a Guillermo Sucre, Alfredo Chacón, Alejandro Oliveros, Rafael Castillo Zapata, Ana Enriqueta Terán, María Fernanda Palacios y Ramón Palomares.

Todos, sin excepción, colaboraron sin miramientos. Todos. Y de ninguno me extrañó, debo confesarlo, excepto de Palomares, quizá porque hasta entonces en mí pesaba, aun más que la estima que siento por su poesía, su simpatía manifiesta por el gobierno de Chávez, razón que me hacía suponer que al escucharme decir que llamaba desde El Nacional, pondría alguna resistencia o haría algún comentario irónico.

Ocurrió todo lo contrario. Palomares no sólo fue indeciblemente amable en su trato personal conmigo, sino que habló de Silva Estrada con mucho cariño y destacó el valor de sus dos primeros poemarios, “que inauguraron una manera de decir entre nosotros”. Creo recordar incluso que antes de colgar me agradeció la llamada y me deseó buena suerte.

Mi estupefacción fue del tamaño de mi estupidez. Palomares no era el hombre que mis prejuicios habían fantaseado. Era, y sigue siendo, entiendo, afecto al chavismo, pero al mismo tiempo un ser humano con buenas intenciones… O mejor: era afecto al chavismo sin el “pero”: y un ser humano con buenas intenciones.

Así pasaron los meses y olvidé el episodio hasta esta noche, en que leo su poema “Máscaras”, perteneciente a su primer libro, El reino, publicado en 1958, aunque mi edición es de 2001: un pequeño formato ideado por Monte Ávila que también sirvió para el tiraje de Elena y los elementos, de Sánchez Peláez, y Los cuadernos del destierro, de Cadenas, ese mismo año. Aunque siento por estas tres obras un cariño añejado por la nostalgia de una época que no viví porque aún no había nacido, las he transitado con tal desorden que no había leído “Máscaras”.

Recordaba, eso sí, que María Fernanda Palacios lo mencionaba en un ensayo sobre poesía venezolana en Sabor y saber de la lengua junto con “Fracaso”, del propio Cadenas, y “Poeta expósito”, de Eugenio Montejo, pues en ellos advertía, no tanto una coherencia estética como una correspondencia, una resonancia de imagen, digamos así, que apunta a la revelación de “un destino que, sin dejar de ser colectivo, se muestra como contrapunto, la sombra o la dispersión de lo que en otros ámbitos configura nuestra ‘nacionalidad”.

No leí “Máscaras” atendiendo a esa reflexión, pero fue inevitable, tras su lectura, recordarla. Recordar sobre todo esa la palabra, nacionalidad, ahora cuando ésta comparece ante una realidad que da la impresión de que nos sobrepasa, pues cada fragmento de conciencia que ponemos para la conquista de la lucidez es arrostrado por un golpe cada vez más fuerte de demencia y desquiciamiento.

El reino es el lugar del desconcierto. Allí donde echaba raíces mi juicio inexpugnable contra el chavismo de Palomares, ahora echa raíces una pregunta.

Leo “Máscaras” como una verdad revelada:

He aquí que existimos en el límite de la mentira
que nuestra vida es impalpable
que estas personas representadas pertenecen
a un dueño de otro orden.
Cumplimos cabalmente en escena

ante el gran público. Así recreamos bajo los astros
y acudimos a una cita en los vientos
saliendo al paso de nuestras fiestas.
Nuestro corazón está prestado a otros personajes,
murmuramos un sueño y nuestros labios no son responsables,
somos bellos o nobles según la circunstancia.
Nos asalta un delirio azaroso
y caemos en los escenarios bajo una voluntad extraña.
Y no tenemos vida,
pues andamos sobre ruedas en un país desconocido
cuyas flores nos interesan de manera frívola
y cuyas mujeres nos aman en alcobas de falsedad.
Producimos un fuego y su corazón azul
crepita con más fuerza que el nuestro
en tanto arden los leños a la manera de la sangre.
Nos permitimos ser extraños. Falsos.
Llevar una emoción no sincera.
Mientras andamos, desterrados de nuestro cuerpo
en un interminable paseo.

Existimos en el límite de la mentira; personas representadas pertenecen a un dueño de otro orden; salimos al paso de nuestras fiestas; nuestros labios no son responsables; nos asalta un delirio; caemos bajo una voluntad extraña. Y no tenemos vida, pues andamos sobre ruedas en un país desconocido: interminable paseo. “Máscaras” es un poema sobre el peor de los destierros, el que padecemos estando en nuestra tierra.

Y tiene de terrible, además de este alcance intemporal, esto otro, lapso de historia y sensibilidad que transcurre entre 1958 y la actualidad: ¿cómo es que la verdad vista por el poeta no lo protege a él de aquella mentira descubierta? Porque cierto es –y aquí me blindo en mi oposición al ejercicio autoritario del poder y en el descrédito de este gran engaño–, que la fuerza que a diario se despliega ante nosotros no responde a una fidelidad con la vida, esa que podría subsanar nuestro comercio con la nacionalidad y con el país. Esta eclosión, mírala, sigue siendo la vieja mentira de las máscaras, que hace arder “los leños a la manera de la sangre”. Y entonces yo me pregunto cómo es que él no la ve, si es él quien nos la dice.

Una nota final: es conveniente que aclare que estoy consciente de que esta lectura que hago de “Máscaras”, de Ramón Palomares, atenta contra la “plenitud autónoma” del poema, como bien me señala un amigo. La longitud de onda de sus imágenes rebasa la circunstancia histórica a la que yo quise ajustarlas. El sesgo de mi comentario responde, me parece, a la naturaleza de los tiempos que vivimos, y también a mi filiación periodística, que me hace observarlo todo con ojos de contingencia.