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La Berlinale y la frustración: una nota un tanto personal

Comienzo mi segunda y última entrega acerca de la Berlinale (más adelante explicaré por qué la última) con una confesión: no aguanté ni media hora en el ‘evento del año’, la première universal de la nueva ‘Metropolis’. Ni yo ni casi nadie soportó el frió y la lluvia/nieve que hicieron la noche imposible. Dicen, oficialmente, que había dos mil personas…Yo no sé. En todo caso, poco a poco, los cuatro gatos que por distintas razones fuimos, nos comenzamos a dispersar. Yo, por mi parte, fui pensando que si hacía ese sacrificio los dioses del cine tendrían que sonreirme por el resto de mi existencia, espero, por el bien de The Macuto Collective, que mi poco aguante no haya causado la ira eterna de los susodichos.

Ya con eso fuera del pecho les narraré mi naufragio en el festival.

Les conté que en el pasado me había felizmente conformado con ver películas de la sección RETROSPECTIVA, casi siempre la menos popular a nivel de masas y la más segura en cuanto a calidad, ya decía Borges, con razón, que no hay mejor juez que el tiempo, que todas las antologías literarias comienzan bien y terminan mal porque el inicio lo recopila el tiempo y el fin el doctor Menendez Pelayo. Pero este año, por lealtad a PRODAVINCI y curiosidad intelectual, decidí hacer el intento de asomarme en cada sección a ver qué conseguía. El fracaso fue total. No triunfé ni siquiera en mi escogencia de la película de la RETROSPECTIVA. El festival dura diez días y en ese tiempo se muestran más de cuatroscientas películas en su estreno europeo. Está claro que no se hacen cuatroscientas películas de nivel al año y que la mayoría pasarán al olvido más rápido de lo que se dispersó el valiente público que fue a ver ‘Metropolis’. Sin embargo, hay un puñado de películas que prometen y otro puñado de directores o actores que llaman la atención. Este año Thomas Vinterberg, director de ‘La celebración’ presentaba ‘Submarino’, el famoso e incógnito grafitero inglés, Bansky, presentaba ‘Exit Through the Gift Shop’, sólo por mencionar dos que a mí me hubiera gustado ver. Mi idea fue, por primera vez, echarle un vistazo a las películas que compiten por el ‘Oso de oro’ o al menos el de plata. Me tomó un día darme cuenta de que eso sería imposible, o al menos muy difícil. Las colas comienzan a las siete y media de la mañana. Como buen macuteño, busqué inmediatamente algún tipo de salida fácil y creí encontrarla personificada en un sujeto que vino a cenar a mi casa y que además de ser una enciclopedia de cine, dicta un seminario de super 8, ese maravilloso formato, en la universidad de Halle. Como muchos profesores, tenía una acreditación. Hicimos migas con cierta facilidad debido al excéntrico interés que nos une y con mucha confianza, después de varias copas, le pregunté si no podía ayudarme a conseguir entradas para algunas películas. Debido a la cantidad de películas que ponen y el limitado número de salas (que no fuera tan limitado si la organización no se empeñara en mostrar tantas producciones), no hay muchas proyecciones de las obras de interés. Entre tres y cuatro, máximo. Aunque pocas, era suficiente para que él las viera un día y yo otro. Eso pensé yo y por eso le asomé mi propuesta, e ingenuamente recibí su estruendosa carcajada como si fuera un “¡Claro que sí! ¡Mañana te traigo las entradas que quieras!”

No podía mi interpretación de su exagerada risa estar más lejos de la verdad. Resulta que las acreditaciones tienen niveles de importancia, entre tres y cuatro, él no me supo decir con seguridad. El primero, aquéllas que son otorgadas por cuidar las formas, ya que los portadores no tienen que mostrarlas, la manada de fotógrafos que les persiguen antes de cada función son credencial y media para que los dejen entrar a dónde quieran, sea un cine, un restaurante o la residencia del canciller. Luego comienzan los niveles de acreditación otorgada a los mortales. Periodistas, académicos, estudiantes, actores, directores y productores de segunda. Ignoro en qué orden, para cada una de estas categorías hay un número determinado de entradas, número evidentemente inferior al de personas interesadas en ver las películas. No sería arriesgado afirmar que el número de entradas disponibles es inversamente proporcional  a la importancia de la película o al menos al de su interés público.

Todo esto podría resumirse diciendo que aunque tengas acreditación, te vas a tener que parar a las siete de la mañana y hacer cola a varios grados bajo cero. La única diferencia con los hombres de a pie es que los acreditados mortales pagan unos setenta euros por todo el festival y los otros casi ocho euros por entrada.

Después de la cena con el profesor enciclopédico, me sentí no sólo un ignorante en materia cinematográfica, sino un desdichado en lo que a Berlinale se refiere, desdicha que duró muy poco porque seguimos bebiendo vodka polaca y de vez en cuando el erudito hablaba de alguna película que yo sí había visto.

Decidí entonces hacer lo que siempre había hecho: ir por la mañana, una hora antes de la primera función, y comprar entradas para ese día. En mi condición de estudiante, las entradas me saldrían a mitad de precio, privilegio otrorgado sólo en caja, es decir, sólo el día de la función, si me hubiera parado a las seis a hacer la cola, hubiera tenido que pagar el doble, aunque a las siete de la mañana sea igual de estudiante que a las once. Esta técnica siempre había funcionado en el pasado y por eso no vi por qué había de fracasar. Lo que pasé por alto ese sábado, tal vez por el ratón que me obsequió la media botella de vodka, fue que los años anteriores yo había optado por ver películas que a muy poca gente le interesan.

Les resumo: divagué de cine en cine, tanto sábado como domingo, y no conseguí una sola entrada. Es verdad que después del primer fracaso de cada día, viendo mis opciones reducirse violentamente, pensaba en mi perro Pedro Pablo que estaba solo en casa y en mi cama y en el libro en la mesa de noche y en mi colección de películas que no está nada mal y emprendía el regreso. El martes decidí que al menos una película tendría que ver y aposté, como siempre había hecho antes, por la RETROSPECTIVA. Conseguí entradas sin problema alguno. ‘Ai corrida’ (‘El reino de los sentidos’) de Nagisha Oshima.

Yo admito que no soy fácil en cuanto a películas. Sólo voy al cine cuando tengo plena confianza en el director porque si la película es mala me invade un sentimiento de rabia e impotencia que me obliga a dejar la sala haciendo ruido y a maldecir el momento en el que pagué la entrada, sentimiento que prefiero evadir. En todo caso no me ayudó para nada mi extrema precaución. Bajo la excusa de la ruptura de tabús y de la ruptura de esquemas, el director japonés filmó una fornicamentazón (espero que me acepten el neologismo) de hora y media, culminando en castración. En esos noventa minutos no cambia nada, ni siquiera la pareja, tal vez sí las posiciones. Los diálogos son siempre los mismos, la evolución es obvia, los gemidos de la mujer se hacen cansones, la voz de la misma, así como sus capacidades dramáticas, insoportables. Todo el sexo es real, es decir, los actores se penetraron a diestra y siniestra sin uso de dobles, pero me imagino que la castración fue actuada. No podría decirlo con seguridad ya que me fui unos veinte minutos antes del sacrilegio. Sabiendo que Pedro Pablo estaba solo en casa no quise alargar ni su agonía ni la mía.

La Berlinale dura todavía cuatro días más, pero para mí ya ha terminado porque mañana salgo rumbo a Barcelona a la Mostra Cinematrogràfica en Petit Format a la que The Macuto Collective sí fue invitado. Me gusta llamarla por su nombre porque parece ser muy importante, pero es más bien una verbena a celebrarse en el Convent de Sant Agustins, en el mero centro de la ciudad condal, dedicada a los amantes del pequeño formato, léase 8mm y 9,5mm. Estoy seguro de que el ambiente será más relajado, de que todo el que quiera ver las películas podrá hacerlo y espero que tengamos un éxito rotundo. Nos honra estrenar en la Mostra nuestro último cortometraje, ‘El ojo’, una historia inspirada en ‘Las babas del diablo’ de Cortázar. En nuestra humildísima opinión, una versión más lograda que el mediocre experimento “pop” de Antonioni.

La semana que viene Berlín habrá vuelto a la normalidad y la cinemateca ofrecerá una retrospectiva de Carl Theodor Dreyer, un programa digno de la Berlinale y de mucho más. Comenzará el ciclo con ‘La pasión de Juana de Arco’, película que menciono para compartir un anécdota con Gustavo Valle, que se ha mostrado interesado por las historias de los negativos perdidos. Esta obra de Dreyer también fue cortada y también se pensó por mucho tiempo que su versión definitiva no sería vista nunca más hasta que hace unos cuantos años se encontraron unas latas en una clínica psiquiátrica en Noruega con la versión que la semana que viene veremos en Berlín y la que casi todos conocemos hoy en día. Sabrán los dioses del cine cómo fueron a parar los negativos en el panóptico noruego.

Me disculpo por el fracaso. El año que viene, acreditación en mano, me tomaré una semana libre y me pararé a las seis de la mañana todos los días. Esperemos que valga la pena.