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El hombre de Giacometti

La reciente subasta donde una gran escultura de Giacometti alcanzó un precio record, es buena ocasión para recordar el itinerario de este artista, en mi opinión el más representativo del arte de su tiempo, un tiempo que no pasó con el siglo anterior, sino que continúa, representado siempre por un artista que  anuló las fronteras cronológicas y que quedará mientras caminen hombres por la superficie de la Tierra. Alberto Giacometti nació en 1901 en Stampa, en el Cantón de los Grisones. Su padre fue Giovanni Giacometti, pintor, sus hermanos Diego, Ottilia y Bruno. Y su madre, la inmortalizada Annetta Stampa, una imagen que se reitera en su iconografía. La suya fue una infancia entre altos pinos y las fuertes piedras de la provincia suiza, felizmente alejado de los estertores terminales de la Belle Epoque. Desde muy niño, Giacometti se entregó al cultivo de los dones con los que fuera dotado por la providencia. Dones que no fueron pocos, en verdad. Uno de ellos, entre los menos explorados, es su habilidad como dibujante. El espectador que se detiene ante sus más conocidas esculturas difícilmente llega a imaginar que el mismo artista haya ejecutado dibujos dignos de Ingres o Degas. Entre sus obras dibujísticas más reveladoras  se encuentra la copia de uno de los rostros más complejos del arte occidental.  Me refiero al Inocencio X de Velázquez en la Galería Borghese. En un formato minúsculo, Giacometti reproduce aquella exploración del alma contorsionada del pontífice. El mismo Velázquez la habría admirado, y no era hombre de grandes admiraciones. Pero rápidamente comprendió el hijo de Annetta que el dibujo clásico no era suficiente para expresar su particular visión del mundo. Ni el dibujo, ni, en sus comienzos, la pintura. Y, poco a poco, se fue inclinando hacia la escultura. Sus primeros trabajos no dejan de ser convencionales. Su caso no es el de Morandi, que prefigura desde sus inicios lo que será el resto de su producción. Giacometti, para llegar a ser Giacometti, tendrá que cubrir un largo y arriesgado trayecto. Morandi, por el contrario, desde el principio fue Morandi.

En 1921, después de una breve temporada en Italia, Giacometti llega a París con su hermano Diego, artista también. Es el momento de una nueva vanguardia. Después del cubismo nada parecía seguro. Las tendencias abstractas eran estimuladas por el genio de hombres como Klee, Kandinsky o el muy hermético Malevitch. Por otra parte, un realismo, agresivo e irónico, disfrutaba de las simpatías de los sobrevivientes de la Gran Guerra. Y las posibilidades de un lirismo plástico ocupaban los trabajos y los días de Miró, Laurens o Lipchitz. Inscrito en la Academia de la Grande-Chaumiére, Giacometti se dejaba influir por la más saludable de las influencias, la de su maestro, el gran Antoine Bourdelle. Una primera etapa del recorrido para llegar a ser  Giacometti. La ruta no parecía  del todo clara, pero el objetivo sí, condicionado   por el dictum totalitario de Rimbaud. “Es absolutamente necesario ser moderno”. Una vez superado clasicismo heroico de Bourdelle, el joven artista se dedicó al estudio de la sintaxis del arte  africano. El resultado son dos de las piezas más extrañas del extraño arte moderno: Mujer cuchara y La pareja“. La primera es un monumento a las posibilidades sincréticas de la escultura. Las formas de la escultura cicládicas y  etruscas con la libertad del arte africano. El rito, el mito y el diálogo con lo mistérico y lo oscuro. Son los meses de sus agitadas relaciones con Flora Lewis, ambos son los protagonistas de “La pareja”.

En 1927, ya sin Flora, pero con el no menos intranquilo Diego, Giacometti se muda a un nuevo estudio en el número 46 de la rue Hippolyte-Maindron, en Montparnasse. “Demasiado pequeño. No es más que un agujero”, fue la opinión del escultor apenas mudado. Cuando el tiempo lo permitía, Diego dormía en el balcón y Alberto en un diván. Sin cocina ni baño, la ropa era lavada en un pasadizo. Si había algún dinero, pasaba la noche en algún hotel barato del ruidoso boulevard Edgar Quinet. Tan pronto como la situación mejoró, a comienzos de los treinta, los hermanos se dedicaron a buscar un nuevo apartamento. Al cabo de cierto tiempo desistieron. El comentario de Giacometti es el mejor indicio para conocerlo, a él y a su obra: “Mientras más me quedaba en el estudio, más grande se iba haciendo”. Durante más de treinta años, el estudio de la rue Hippolyte-Maindron fue la sede de una de las empresas escultóricas más sorprendentes desde Donatello y Miguel Ángel.

De 1928 son los primeros intentos que prefiguran lo que será, más tarde, el estilo representativo de Giacometti. Una serie de trabajos en mármol o piedra, donde los signos de la figura humana están siempre a punto de desaparecer. Un paso más y serían esculturas abstractas. Como las de Arp. Pero no se trataba de una superación acelerada del realismo. Era un “esfuerzo para reconstituir, exclusivamente de memoria, lo que había sentido en presencia del modelo”. Una unidad secreta se establece entre estos trabajos de 1927-1932 y las figuras alargadas que tanto hemos admirado. Como la gigantesca “Figura”, realizada para el jardín del vizconde de Noailles y su esposa Marie-Lauren. Un tótem, una gigantesca figura de culto, una expresión de viejos misterios y oscurecidos mitos. Un ser desproporcionado, como las figuras de Isla de Pascua, que fija su mirada en el horizonte del destierro. Los años que siguen, los de 1931-1936, son años perdidos para la escultura. Pero con grandes ganancias a nivel intelectual y espiritual. Hablamos de una nueva etapa, la de sus contactos con las poéticas surrealistas y algunos de sus exponentes. Especialmente con los menos sectarios, los que prefirieron la periferia al centro. Una situación siempre cara a Giacometti, hombres como André Masson o Max Ernst.

En un artículo publicado por Bataille en Documents, Leiris consignó algunas intuiciones todavía vigentes: “Hay momentos que podemos llamar de crisis y que son los únicos que cuentan en la vida… Las piezas de Giacometti me gustan porque parecen la petrificación de cada una de esas crisis”. Las esculturas realizadas durante ese intermezzo surrealista, en general, son las más pobres. Giacometti nunca dejó de ser un realista. Como Balthus, Derain o Morandi. La realidad es un asunto muy serio como para dejarlo en manos de soñadores. Era una parte de sus convicciones más profundas. Las de Magritte o Delvaux eran otras, el surrealismo parecía haber sido fundado para artistas como ellos. La obra más permanente de estos años es, asimismo, la menos surrealista: “El objeto invisible”, de 1934. Aquí, Giacometti regresa a la lectura de las formas cicládicas y su elegante expresión del mito femenino. Los tiempos que precedieron a la Segunda Guerra Mundial fueron los mejores del siglo XX, aquel período de “l’entre deux guerres”. Tanto en París, como en Berlín o Roma, una nueva edad de oro de los cafés reunía a los mejores talentos de una generación. Un grupo de privilegiados, al cual todavía se le permitía preguntarse en serio por el sentido de la existencia o del arte. Los nombres de esos establecimientos en Montparnasse y Saint Germain-des-prés forman parte de la mejor historia de un siglo. “La Closérie des Lilas”, “Café du Dome”, “La Coupole”, “Café de Flore”, “Les Deux Magots”. Giacometti los frecuentó todos y durante muchos años. Un buen día en el “Café de Flore”, ya tarde en la noche, un hombre sentado en una mesa contigua, le dirige la palabra a un solitario Giacometti: “Disculpe, pero a menudo lo he visto por aquí y creo que usted y yo podemos entendernos. El problema es que ando sin dinero, ¿podría brindarme un trago?”. Nada podía haber alegrado más al desprendido escultor. El individuo tenía razón. Desde el principio se entendieron perfectamente. El hombre se llamaba Jean-Paul Sartre. Fue el comienzo de una gran amistad, una de esas relaciones imprescindibles. En las que se escribe, o se pinta, o se esculpe, pensando en lo que el otro dirá. Esas opiniones que se sienten como el reflejo de nuestra parte más profunda. En reiteradas ocasiones, en los treinta años que siguieron, Sartre escribió sobre el amigo. A él le debemos una frase, una de las más enigmáticas y brillantes que se hayan escrito sobre el artista de Stampa: “Una figura de Giacometti es el mismo Giacometti produciendo su nada local”.

Hacia 1937 Giacometti decide volver a explorar las posibilidades del realismo, tal como lo había hecho en la Academia bajo la supervisión de su maestro Antoine Bourdelle. El abstraccionismo surrealista había quedado atrás. No repudia las obras realizadas porque forman parte del viaje. Se entrega a trabajar en una cabeza de Diego y otra de Rita, su modelo. Insatisfecho con los resultados, las deja y se dedica a una escultura de cuerpo entero. Sin saberlo, está en los umbrales del encuentro definitivo. La obra proyectada es un desnudo femenino de casi medio metro de alto. A medida que avanza, el artista siente, con terror y asombro, cómo el volumen va desapareciendo entre sus manos de manera involuntaria. Uno de esos raros momentos de la creación en los que la obra se hace autónoma y anda por su lado, sin tomar demasiado en consideración los designios del hacedor. Al final, el resultado no era mucho más grande que un alfiler sobre un pedestal desproporcionado. Lo intenta de nuevo. Para nada. El yeso insiste en reducirse a dimensiones impensadas. La mujer desnuda se desvanece, se niega a permanecer, se escapa como la arena entre los dedos. Lo que queda, si algo queda, es su verdadero ser, la escultura es “ese resto de llanto”. No otra cosa debe ser la existencia: “Siempre he tenido la impresión de que los seres vivos son muy frágiles. Como si fuera necesaria una enorme energía para mantenerlos de pie, amenazados siempre por el colapso. Es en esta fragilidad donde está la semejanza de mis esculturas”.

No obstante, habrá que esperar hasta 1943 para que Giacometti, al fin, se convierta en Giacometti. La primera obra, en esta última etapa del recorrido, es la mujer desnuda que no llegó a realizar seis años antes. Se trata, en carne y hueso, de Isabel Nicholas, una leyenda del legendario triángulo Saint-Germain, Saint Michel, Montparnasse. Y la escultura es “Carruaje”, en su versión inicial. La segunda es de 1950. Giacometti, de nuevo, se siente más cerca de las escultóricas cicládicas, etruscas o egipcias, que de cualquier tendencia contemporánea. Como enseñó Pound, no se trata de hacerlo de nuevo, sino de “hacerlo nuevo”.” Carruaje”, de 1943, nos presenta a una mujer reducida a la flacura existencial. Los ojos desmesuradamente abiertos, los brazos pegados al cuerpo. Absolutamente inmóvil, y, sin embargo, la más movediza de las criaturas. El genio de Giacometti supera esta contradicción, sólo aparente, colocando cuatro ruedas al enorme pedestal. Lo eterno femenino en su atributo más irreductible. A partir de 1943, en lo más encarnizado de la Segunda Guerra, Giacometti nunca dejará de ser Giacometti. Un obsesivo del reduccionismo. En miniatura o en formatos gigantescos, pero siempre en los límites del no-ser. Las figuras serán siempre semejantes en apariencia. Nombres y mujeres signados por la fragilidad y el desamparo. Agobiados, reducidos, inútiles, como las latas y botellas de Morandi. En las últimas obras del maestro, las producidas poco antes de morir, en 1966. El mismo ensimismamiento, la misma mirada extraviada en algún lugar del horizonte, la insistencia en los dos extremos de lo absurdo, la parálisis o la huida hacia ninguna parte a través de plazas y otros lugares imprecisos. El precio alcanzado por “Figura”, es una señal de la permanencia del arte d Giacometti. Tal vez el más permanente de la modernidad. No estoy seguro que podamos decir lo mismo de Picasso o Pollock. La actualidad de Giacometti, a comienzos del XXI, es la misma que conoció a mediados del XX.