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No hay carnaval sin batería

Con el primer repique se eriza el cuerpo. Por todo el cañón revienta un estruendoso ritmo que se esparce rápido sin encontrar resistencias. Las columnas vibran emocionadas y el suelo retumba, parece resquebrajarse ante los golpes que marcan los 260 instrumentos de percusión que conforman aquél increíble batallón: surdos, cuicas, panderos, tamborines, caixas, chocalhos, agogós, entre otros, suenan tanto como pueden en una especie de maratón montado en clave de samba.

Casagrande se ajusta la gorra sobre las canas y, con el pito en la boca, sopla sus primeras señas como maestro de la batería. Los cantantes asoman las primeras líneas del pegajoso coro. En unos pocos compases, se viene abajo la gran descarga. La fiesta arranca.

Tan cierto es que no hay carnaval sin samba, como que no hay samba sin batería. Eso lo sabe Casagrande y vaya que lo disfruta. Su rostro confiesa sin remordimientos el placer que siente cuando se activa su grupo de “ritmistas”, pero sobre todo cuando en respuesta a sus pautas se inicia la marcha febril de las 3.200 personas que desfilan en nombre de su escuela de samba, Unidos da Tijuca, del codiciado Grupo Especial en el que sólo entran las 10 mejores.

Aunque de carnaval viven los cariocas los 365 días del año, dos le dedican por entero a los famosos desfiles –domingo y lunes-, convertidos en increíbles despliegues de majestuosidad y creatividad. No en balde es considerado el espectáculo más grande del mundo. Transmitido a más de 140 países, es el show con mayor asistencia televisiva después de la Copa del Mundo y las Olimpíadas.

Cinco escuelas se presentan por cada día, durante 1 hora 20 minutos aproximadamente, integradas por 2.500 a 4.000 personas disfrazadas, distribuidas por alas temáticas (de 150 a 300 personas en cada una) y unas 8 carrozas, sin contar las demás partes puntuales que conforman la línea del desfile.

Casagrande vive para esos dos días de fantasía. No ha estudiado en ningún conservatorio, ni habrá tomado clases formales de música, pero una cosa es cierta: el ritmo lo lleva Casagrande dentro de su ADN y le es suficiente para salir al frente.

En la cuadra de Tijuca sus muchachos incansables calientan y ponen a tono ya listos para la gran fecha. Sin batuta igual lleva la batuta. Con una baqueta en la mano derecha dirige de a ratos la orquesta. En otros, recurre a gestos, movimientos y hasta muecas, dentro de un código compartido, para hacerse entender. Siempre parado de frente a la banda. Es el “Dudamel” –por decirlo de algún manera- de orquesta de precisión. Con el pito se ayuda: aunque pareciera que se sopla de forma aleatoria, o que su sonido es apenas un adorno dentro del samba, su uso es intencional, sirve para dar alguna orden, corregir o llamar la atención en un momento determinado.

A lo largo de los 700 metros que van desde la entrada del sambódromo hasta cruzar el emblemático símbolo diseñado por Oscar Niemeyer que cierra el trayecto en la avenida Marqués de Sapucaí, la batería debe tocar y tocar. Sin parar. Tocar y tocar otra vez. No vale cansarse ni resbalarse: es grande la responsabilidad que recae sobre ellos.

De las diez categorías que se evalúan por cada escuela, tres tienen que ver con la música y enredo.  Los chicos de la percusión juegan, pues, un papel importante. Una décima en la puntuación puede hacer la diferencia. Dentro del Grupo Especial, todos los años cae una al segundo grupo. Si ganar no fuera posible, lo que ninguna escuela se perdona es el destierro que significa el descenso.

Pura Cadencia

Si la batería es el ritmo, los “passistas” son el movimiento. Por algo van juntos: primero los bailarines, acompañados de la madrina -escogida por lo general entre las mujeres más bellas del barrio de la escuela o entre estrellas del área del espectáculo- y luego la batería. Empapadas de sudor, las passistas quiebran y requiebran sus cuerpos en desplazamientos fulminantes, impúdicas y pecaminosas, sin perder por un instante el ritmo. Eso jamás. Si para algo están, es para avivar con sus pies la fiebre y empujar con ánimo la fiesta. Con sus caderas se desenvuelven gracia, giran, se menean, con gestos pícaros y provocadores seducen a cualquiera.

Casagrande viene atrás, con su pito guindado en el cuello, con los brazos abiertos en señal de satisfacción, esa que siente al ser responsable, aunque sea sólo en una pequeña parte, de haber iniciado aquél pecaminoso baile. No es gratuito que su batería se llame, de hecho, “Pura Cadencia”. “El que no samba no toca”, insiste entre sus mandamientos.

Consciente de que el resultado final es producto del desempeño global y del trabajo en equipo, Casagrande no se angustia demasiado. Confía en la garra y potencia de su banda. Aunque su cédula lo identifica como Luis Calixto Monteiro, sus más de dos metros de altura le valieron el apodo por el que todos lo conocen, en alusión al jugador de básquet de apellido Casagrande.

Desde hace 31 años lleva puesta la camisa de Tijuca, la escuela en la que nació y se crió. Como buena oveja negra, llevó la contraria cuanto pudo en casa, empeñándose desde temprano en ser “ritmista”. Con 15 años ya tocaba todos los instrumentos de percusión. Sin embargo, no fue hasta 1979 que logró el sueño de entrar en la avenida tocando su tan querida “caixa”. “Deseaba ser grande nada más que para que me dejaran desfilar”. Diez años después, otro sueño se hacía posible aunque en otra escuela: el famoso Marcão de Portela –“como Dios para mí”-, lo invitó a ser contramaestro auxiliar. En el 98 volvió a Tijuca como director auxiliar y después, en 2008, logro de logros: fue escogido maestro titular.

“Antes el carnaval se restringía a los ´blocos´ (cuadras y barrios) y era visto como algo marginal, como cosa de bandidos. Ahora no, afortunadamente evolucionó y este tipo de artista es reconocido”,  explica sin olvidar, dentro de todo, que el brillo que alcanza como estrella es lamentablemente efímero: “Son 80 minutos de luz en los que pasas de anónimo a artista. Después nadie te conoce. Es un día de magia nada más, llegó y se acabó”.

Al mejor estilo de los superhéroes y sus historias de doble identidad,  Casagrande es taxista de día y percusionista de noche. A bordo de un Meriva pasa anónimo frente a los ojos de quienes se montan en su nave, con o sin destino, para luego, al finalizar la tarde, pasarse por la cuadra para ensayar o simplemente ver cómo van las cosas. Son obligatorias las paradas en Borel, el barrio en el que se concentra la mayor parte de los miembros de la escuela, para inyectarles a los más pequeños el virus sambista directo en las venas. A unos 110 chicos entre 5 y 17 años miembros de la Mirím Tijuquinha (mini batería) les enseña a tocar percusión. “El carnaval es toda mi vida, soy un enamorado de esto, es casi como una enfermedad. Si fuera por dinero no lo haría, porque no da para vivir así que me toca resolver”.

En su casa puede faltar el pan, pero que no falte samba. Nunca. “Hay instrumentos por todas partes y ruido a toda hora, es una casa como de locos, que lo digan los vecinos”, cuenta dejando claro por qué la esposa detesta tanto el carnaval. Sus dos hijos le siguen la pista de cerca, Tom, de 19 años, como percusionista en la banda de Seu Jorge y Victoria, de 9 años, como su más fiel compañera en los ensayos, llevando lógicamente algún instrumento entre manos.

“Parece fácil, pero no es. Los músicos académicos, ni con partitura pueden tocar nuestros instrumentos como lo hacemos. Claro que nosotros tampoco podemos con lo de ellos. Los maestros de batería suelen decir que no somos vanidosos, pero claro que sí. Sé que hago algo muy importante, yo soy el que empuja”, dice ni tan en broma.

Dependiendo de la letra, la armonía y del espíritu de la samba, arma la estructura rítmica que deberá seguir la batería: “Voy montando las voces de los instrumentos. No es algo demasiado estricto, de hecho va cambiando bastante según ideas que me vienen buscando hacerlo animado y contagioso”.

No se toca ya igual que en los primeros tiempos del Carnaval. Cada agremiación buscar mantenerse al día y lograr emocionar, cuidando un estilo y sello particular que las distinga. “Versatilidad, creatividad y osadía”, son fundamentales.

“El samba es inteligente. Por eso se mantiene en el tiempo. Porque tiene la humildad y la astucia de adaptarse a los nuevos tiempos y los nuevos sonidos”. Casagrande pide disculpas, no tiene tiempo que perder. Su batería lo espera sedienta de victoria. Suficiente presión tiene en adelante. Sólo después del miércoles de ceniza, el terrible día en el que se publican las puntuaciones de las escuelas, será que su repique descanse. “En ese momento los 80 minutos que desfilaste se transforman en sueño o pesadilla”. Más vale ganar.

Fotos: Escuela Unidos da Tijuca