Artes

El honor de Caín

Libre lectura

Por Joaquín Marta Sosa | 3 de febrero, 2010

De lo que más me gusta de esta novela de José Saramago (Azinhaga, Portugal, 1922) es que ha despertado pocos comentarios benévolos y sí muchos avinagrados y hasta coléricos. Reconozco que desde hace un tiempo, acaso desde aquella magnífica novela, seguramente la mejor que ha escrito, El año de la muerte de Ricardo Reis (1985), la escritura narrativa de este Nobel ha dado muchos bandazos y casi siempre para dejarnos en las manos novelas impropias de su talento, al menos del que ha demostrado en tres o cuatro de sus libros.

Pero Caín se me apareció inesperadamente pues cuando fui a la librería a recoger la bolsa que había guardado allí mientras salía a dejarme tentar por la nieve, me dieron la de otro lector. Ya en casa observé con desánimo que no sólo no estaban los libros que quería sino ése que no deseaba para nada. Pero, en fin, siguiendo a mi abuela, “nada en este mundo es simplemente juegos del azar, todo tiene su sentido”, decidí quedármela y leerla, con la seguridad de que dejaría de asomarse a mis ojos más o menos en la página diez. Pero no fue así: me la leí de la primera a la última casi sin descanso. ¿Y por qué, si esto me ocurre sólo con las policíacas y Caín puede ser lo que sea pero no eso?

Hurgando en mi mismo di con una respuesta: como casi todos denostan de ella, incluidos amigos en cuyo criterio tengo una fe ciega (la fe sólo puede ser ciega), sería, me dije, que ahora en mi tercera edad me daría por convertirme en cascarrabias y negar lo que afirmara la mayoría a pesar de mis respetos por ella. Bueno, no estaría mal que, finalmente, algo de oveja negra me alimentara. Sí, es una razón gozosa pero del todo insuficiente.

Así que he terminado por asegurarme de que esta novela me gusta básicamente porque se construye dándole la vuelta, poniendo patas arriba la historia consabida y, en este caso, por si algo faltara, la sagrada. En efecto, Saramago acomete la reescritura del Viejo Testamento, del Génesis en particular, llevando adelante con buen y sostenido pulso una “novela blasfema”, al  punto de que si se tratara de materia musulmánica ya estaría condenado por la correspondiente fatwa y escondido bajo siete capas de piedra para evitar la ejecución. Y lo blasfemo, tomado como irreverencia a lo que nos señalan como intocable, ha estado entre mis platos favoritos desde siempre, a pesar de que no me atiborre de ellos. Así, Caín, el réprobo, el fratricida se convierte en nuestros ojos para quitarnos las telarañas con las audaces licencias que se toma. Por ejemplo, el paraíso y su pérdida no fue el comienzo del mundo, era apenas una parte ínfima de él, así como Eva y Adán no fueron sino una más de tantas parejas que ocupaban el universo mundo en ese tiempo que sólo el mito o la ficción o la credulidad sin manchas pueden alcanzar.

Esa reescritura, que opera sobre los mitos bíblicos o las metáforas sagradas, es decir, sobre las ficciones que toda religión necesita para dotar de sentido y coherencia a los misterios, termina por ser una ficción que desbanca otras ficciones, que se despliega mediante el reacomodo de tiempos y sucesos, de tal modo que el escritor asume su papel fundante, el de ser ese pequeño dios que mezcla según le venga en gana lugares, cronologías y personajes, al punto de que en esta novela en varias ocasiones el futuro ocurre antes que el pasado y sin complicidad con el presente. Establecido ese eje narrativo, la escritura empleada combina a placer primera con tercera persona, narrador omnisciente con observador ordinario y confuso, diálogo con descripción, de tal modo que el lector se enfrenta a una masa narrativa prácticamente indivisa, densa, de buen espesor, como si estuviese en el trayecto intelectual y cultural de abrirse paso en el mundo, un mundo que no siendo el suyo lo es de mil maneras porque está enclavado en su ánimus y hasta (es posible)  en su propia genética a través de esa amplia trama de mitos que nos dan asiento en la terredad (según la designaba Eugenio Montejo), que nos proporcionan ciertas señales de camino, buenas o erradas, pero hasta de errores está hecha la sabiduría (acaso más que de las certezas).

En el decurso de esa errancia cainesca, queda claro que el presente es, en efecto, el banquete de las injusticias, de las desigualdades, de las violencias, de la esterilidad humana, esa que apunta constantemente hacia la diana de la vida diáfana para concluir en el cepo de una existencia átona y precaria. Pero el pasado no lo es menos, por el contrario, sus vitrinas son una indigerible muestra de genocidios, traiciones, guerras causadas por cualquier roce o desafecto, pestes. En fin, que la leyenda del pretérito como edad áurea de la que hemos sido expulsados y que nos impone como destino el combate a muerte (nunca mejor dicho) para retornar a sus jardines sin tiempo y sin espacio, es decir, despojados de nuestra naturaleza mortal, es demagogia pura, que para los tiempos que corren en varios lugares, no es un mal recordatorio. Claro, el problema es que se cae en una discutible versión de la especie humana y de sus quehaceres terrenos impregnados exclusivamente por el fracaso y las engañifas del calibre más alto.

Asunto de tanto copete puede darnos la impresión de una novela mazacotuda, por la que nos abrimos paso a codazo y puntapiés de tan sesuda y espesa, pero no es así gracias a que está recorrida de principio a fin por una ironía que en ocasiones es francamente hilarante, por una liviandad narrativa que, en sí misma, es otra irreverencia pues desencuaderna y se desmarca de la bronca seriedad de la escritura teologal, o que se pretende sagrada, y desecha oropeles, barroquismos, pesadeces para decantarse por un narrar en levedad y fluidez, donde el hilo de la trama se abona a la claridad. Así, estamos ante una novela lúdica tanto por su construcción como por el tratamiento de lo sagrado, pero que simultáneamente es trágica o melancólica por su insistente versión escéptica, amarga, de la historia, de los pueblos y de los dioses.

Estructurada a la manera de un tipo de relato oral, de los que se usaban en la antigüedad más remota, propone la tremebunda enseñanza de que muy probablemente Satán (de quien el Papa ha afirmado que no es ni metáfora ni símbolo sino una existencia real) sea realmente el socio de dios (así lo escribe Saramago) cuya tarea consiste en realizar “el trabajo sucio” que desafortunadamente (suele decirse) es el que desde siempre ha contado con el mayor éxito. Así que la razón por la cual Caín termina odiando a dios y colocándolo a su altura humana, se aclara: un pillo que además se oculta tras un cómplice no merece sino la impugnación, y para afincarla realiza Caín su peregrinaje, el más humano de todos, en busca de una imposible justicia en medio de tierras asoladas por la incuria y el terror a los semejantes y a dios.

Al final la historia queda abierta, con dios (así lo escribe Saramago, insisto) discutiendo a gritos con Caín, y por toda la eternidad, sobre las culpas de la divinidad y de los sujetos humanos, discusión que se convierte (es mi apreciación) en el verdadero motor de la historia, y no la lucha de clases.

El drama que esta obra novela es que Caín aunque quisiera no puede ser ateo pues tiene a dios presente, ante él, hasta la consumación de los tiempos (que nunca terminarán por consumarse). Lo que sí está a su alcance es no rendirse a su culto. ¿Y entonces a cuál?

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José Saramago

CAÍN

Alfaguara, Madrid, 2009

Joaquín Marta Sosa 

Comentarios (1)

Jorge Alsina
5 de agosto, 2010

Leí Cain hará cosa de 3 meses y lo que mas recuerdo es el humor implícito en la lectura y la manera en que me sorprendía al pasar cada página. Pero se respiraba así mismo un aire de manejo de la cronología un tanto en desorden. Mas que una novela blasfema interpreté la lectura como una de esas novelas que relatan encuentros entre dioses mitológicos y los mortales de la época. En fin, falta decir que he disfrutado mucho este análisis de Joaquin.

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