- Prodavinci - https://historico.prodavinci.com -

Vidas y postales de San Agustín

A San Agustín llegué por Roger Herrera, el poeta de Octubre Rojo. Siempre anda con sus cuadros encima, algún maletín recogido de la calle para intervenirlo con pintura, sus papeles y los cuchillos comprados a vendedores ambulantes para dejarlos regados por todas partes. “Tradición familiar”, asegura. Inspirado en Artaud y Brecht, se mueve entre el performance, el teatro y el cine, hacia lo que llama las artes integrales. De hecho, en Zamora, la más reciente cinta de Chalbaud, se le puede ver en más de una escena, así como en Jericó, Desnudo con naranjas, Roraima, Sicario, Huele pega y El color de mi hermana.

“Tú tranquilo, vienes conmigo”, soltó por teléfono cuando le hablé sobre la idea de escribir esta crónica. Y en el tiempo que corrió desde el momento en el que colgué hasta que recorrimos parte de San Agustín, pensé en las violentas contradicciones que concentra esta ciudad, evidentes a partir de esta imagen: en un solo espacio conviven las torres de Parque Central, los bloques de Hornos de Cal y las casas del cerro que desafían las leyes de cualquier racionalidad arquitectónica. Así emerge la poesía de un barrio de techos ya no sólo “rojos”, como diría Enrique Bernardo Núñez, sino también rotos. Uno de los vasos comunicantes está en dos puentes –Mohedano, La Yerbera– y una recién inaugurada estación de Metrocable.

Herrera comenzó a expresar sus inquietudes artísticas en el Centro Mara, el grupo teatral T-POS –“una célula del partido comunista”– y los Talleres Culturales de San Agustín. Entonces publicó en un periódico local, La voz de los Hornos y también empezó a conocer la poesía con William Osuna. “San Agustín es un microcosmos –cuenta–, un órgano, sumamente versátil, incluso se transforma a su manera, es un pueblo irreverente, una zona de resistencia, aquí hay mucha gente de Valles del Tuy, de Barlovento, algunos gochos, llaneros, orientales, un poblado multidiverso, polifacético, en lo cultural, en lo político; aquí se escondió mucha gente cuando Gómez y Pérez Jiménez, se calaron todos esos gobiernos, allanaban esa vaina a cada ratico, los comunistas tenían mucha gente, los adecos también, en los sesenta; San Agustín era referencia del inicio de las guerrillas en las ciudades como un foco de altísima regularidad en el combate”.

San Agustín alberga historias ocultas. Esperan por ser contadas las vidas de boxeadores, músicos, guerrilleros refugiados de la historia, malandros que rayan la celebridad, bohemios, beisbolistas, toreros, artistas. “Hay que estar pendiente de la movida, siempre”, dice mientras vamos cruzando el puente La Yerbera. Una foto suya de los años ochenta es el recuerdo del bautizo de uno de sus poemarios, Desadaptado. Un largo chaquetón gris lo revela como una suerte de poeta maldito de la comunidad. En el reverso, una historia de militancias, guerrillas y descubrimientos artísticos que forman parte de su propia “Temporada en el infierno”: “Soy de San Agustín, llegué cuando era bebe; quiero mucho al Guárico, de donde es mi familia; llegué aquí con días de nacido; yo era un muchacho, muy buen estudiante de chamo, de carajito estaba delinquiendo; como a los nueve años comenzamos a joder, a robar bicicletas, patines, a quitarle un reloj a un chamo, a darle unos coñazos, delincuencia común; yo iba creciendo, sacaba puras altas notas junto con mi hermano mayor, seguí jodiendo, aprendí a pelear como un loco, porque no sabía pelear, y me decían el loco Roger; comencé mi avance hacia otro tipo de situaciones, ya era un chamo que de niño se gana un segundo premio en el Centro Simón Bolívar, que era el diplomita; yo me fui tras los estudios, tras los libros, mi hermano y yo aprendimos a leer en la casa, sin ningún esfuerzo, nos compraron La edad de oro, de Martí”.

“Del 78 en adelante estuve en grupos armados, estuve cerca de todo eso, tuve participación, empezamos a hacer actividades cada día más difíciles, tumbarle un fusil a un militar, meterse en vainas complicadas; seguimos y seguimos hasta que nos escoñetaron, estuve guardado un pocotón de tiempo. Entonces yo me meto en la Cristóbal Rojas, hice más de veinte propuestas, performances, happenings, seguí hasta no hace mucho; he desarrollado muchas búsquedas en la vaina del teatro, las he desarrollado bien, las conozco, eso me da a mí un acervo, un piso, monté a Beckett como cinco piezas, Shakespeare, Lope de Vega, César Rengifo, teatro popular, mucho teatro comunitario, con Artaud uno puede hacer teatro en cualquier lugar. A partir solamente del cuerpo y poca palabra, indagar sobre el grito, los sonidos guturales; yo estuve ligado a los dos golpes de estado, al Caracazo, a todo ese peo, sigo tratándome con la gente con la que hace años milité, esa es mi gente, nosotros no estamos buscando espacios de poder ni nada, somos otro tipo de gente, más para otra cosa, para trabajar vainas comunitarias, nos alejamos de toda esa mierda. Creemos en el poder desde la comunidad organizada, he seguido militando, pero no ha pasado gran cosa, en el sentido de un gran cambio social, hay cosas interesantísimas, pero hay que ir más lejos, profundizar más: la revolución no es para los que tienen, es para los que nada tienen”.

Advierte Herrera que cerro arriba es imposible llegar: “No se puede subir por las bandas que tienen tomada la zona; antes la teníamos nosotros tomada, pero uno tiene que dedicarse a lo suyo, ni que fuera comisario”. En la Avenida Ruiz Pineda, en el pasaje 12, hay un local descorchado por el tiempo y el óxido, La Botellería. En principio, cuenta Herrera, era un centro de canje para el rebusque diario: botellas por algo de dinero. Pero luego, la planta alta fue ocupada por un grupo de poetas, filósofos y pintores, dedicados a la vida bohemia hasta que un tiroteo los desalojó.

Una cosa es pasar por la entrada del Barrio Marín, de madrugada, en un carro. Otra es ir caminando en una tarde por sus muchas callejuelas. No ver ya las casas del cerro, lejanas, difusas. Pequeños cuadros en calidoscopio multicolor que suelen iluminarse cuando cae la tarde. Ahora la montaña respira encima. Una rústica y armónica hechura va juntando los contornos de las casas como si se tratara de un mosaico de asombros que alberga vidas desconocidas cuyas huellas permanecen en unas escaleras de caracol que se desdibujan entre los árboles.

Un desvío para entrarle a San Agustín. A la altura de la Avenida Lecuna, hay que bajar unas cuatro cuadras llenas de pequeñas bodegas, puestos de teléfonos improvisados en las aceras, afiches porno y estampitas de santos que guardan a los mecánicos de sus faenas en el taller, carros chamuscados, módulos policiales abandonados, hotelitos donde las prostitutas de la Lecuna llevan a sus clientes, casas de altos ventanales de madera, algunas pintadas de colores psicodélicos, antiguos alquileres de trajes, ventas de guitarras descatalogadas, pequeñas peluquerías, terrenos baldíos en los que más de un perro ladra y corretea al aire. El destino: la Esquina El Cristo.

Allí está la casa de Andrés Mariño-Palacio. De él dijo una vez Elisa Lerner: “De quien habría de ser el escritor venezolano –qué duda cabe si es que el destino no dudó antes– de universales cuartos cultos sólo quedó un joven raciocinio desollado, en una sufriente “casa de reposo”, señalándose así, de nuevo, que si el creador siempre tuvo humanas limitaciones en nuestro país –de pequeña sociología– hay otra máxima limitación: Venezuela –Venezuela misma”. Nació en 1927 y murió en 1966. Su primer libro de relatos, El límite del hastío, se publicó en 1946. En marzo de 1948 aparece el primer número de Contrapunto, revista en la que colaboró con afán (hay que recordar: en noviembre del mismo año fue derrocado Rómulo Gallegos, quien había despertado gran entusiasmo entre Mariño-Palacio y sus compañeros de letras, entre ellos Héctor Mujica y Alí Lameda). En ese tránsito escribió también dos novelas: Los alegres desahuciados y Batalla hacia la aurora. En 1967 Rafael Pineda, uno de sus amigos, publicó parte de sus Ensayos. Todavía quedan textos dispersos de su obra. Una parte ha sido publicada por Emilcen Rivero en la revista Ateneo. Y el resto quizá esté en manos de su familia, reticente a conversar sobre su escritor.

Su carrera literaria se cortó bruscamente. Cayó en los laberintos del tormento. Lo de Mariño-Palacio, se dice en la mitología callejera que se empieza a su alrededor, fue una locura que lo fulminó: el capricho de algún dios sediento que se ensañó sobre su adolescente cuerpo, indigestado por haber leído sin parar a Mann, Broch, Huxley, Joyce, Baudelaire, Hesse, Proust, Mallea, Uslar, Meneses y Arraiz (padre). Tales fueron sus espejos estéticos y políticos. “José Rafael Pocaterra y Rómulo Betancourt: dos necias voluntades a quienes he de deber mucho en la formación de mi personalidad dentro de la patria”, escribió una de sus anotaciones personales del 13 de octubre de 1948.

Rafael Castillo Zapata, en El legislador intempestivo, prefiere optar por la sutileza al decir en torno al “caso Mariño” que fue golpeado por “el lamentable cortocircuito espiritual que lo condujo a la dolencia mental y al silencio, desde finales de 1948 hasta su muerte en 1966”. Considerado genio precoz, “Rimbaud del trópico”, como diría Lerner, un alucinado que escribía sobre bares y “prostitutas celestes” –así las llamó– de amores imposibles. Defendió la idea de un genio logrado a partir del ascetismo. No pudo terminar de llegar a la cúspide de su alucinado pensamiento. Quizá fue el precio de querer sentar, como Rimbaud, a la belleza en sus rodillas. Pero ella se lo comió. ¿Contribuyó también la precariedad del ambiente? “Cada día que transcurre, la existencia del escritor se limita más y más, es un círculo vicioso incesante en su cuotidiano (sic) progreso –escribió Mariño-Palacio en uno de sus ensayos–. El modelo de escritor que los jóvenes hemos encontrado al llegar a la vida literaria se caracteriza por una obsesionante amargura, un rutinario fracaso ante los hechos, siempre a la deriva y procurando morder, dañar o entorpecer el camino a los demás”.

La que fue su casa, de fachada rosada, está en medio de una calle donde confluye una bomba de gasolina con máquinas de apuestas, talleres mecánicos, un kiosco abandonado, grasa de motos abiertas como pulmones enfermos en las aceras y reggaeton a todo volumen. Justo al frente un bar destartalado, cerrado de día, Ambos mundos. Toqué el timbre de la casa y fui recibido por Juana Rodríguez, amiga de la familia. En la sala de la casa hay diplomas del escritor y un infaltable Simón Bolívar. Rodríguez, como los familiares de Mariño-Palacio, se mantiene reticente a hablar sobre la vida del escritor. Pero no importa el silencio. Pero no importa. Alimentan el mito del genio que se teje alrededor de él. Le hacen un favor. Que hable el mismo alucinado en estas líneas, firme toma de posición sobre lo que fue y probablemente sigue siendo Venezuela: “Nuestra patria se singulariza por hacer la vida imposible a las inteligencias. No hay en toda nuestra historia un hombre medianamente entregado a la tarea creadora que no haya sido víctima del ambiente”. Denunció las hipocresías de los escritores sin obra, deseosos de prestigio social, cargos públicos y privilegios obtenidos a partir de adulaciones y politiquerías. Tal actitud le costó, según Emilcen Rivero, el soslayo en el que todavía se encuentra su nombre: “Aún paga por haber dicho verdades, por ser el más joven pero el de mayor talento en el grupo Contrapunto”. Y quizá por eso, en un gesto premonitorio, Mariño-Palacio, escribió: “Es preciso hacernos una dura coraza, para soportar los ataques, que al fin y al cabo nos lleva a una taciturnidad o estado de resistencia poco de acuerdo con los fines de acercamiento que estimula el instinto literario. No escribimos una teoría. Escribimos una realidad. Decimos una realidad”.

Muy cerca de la esquina El Cristo está el diario VEA. Allí me encontré por casualidad a Aulio José Mendoza Pérez. Naturópata, iriólogo. Cuenta que se formó en Barcelona (España) con Adrián Vander, autor de una diversidad de libros que bordea lo inverosímil, según se puede consultar en Google: Cómo educar a tus hijos, El corazón: sus enfermedades, Energía y salud por la gimnasia, Cocina moderna, Ver bien sin gafas y Artritismo. Mendoza Pérez fue profesor de Artes Plásticas en la Escuela Eloy Palacios, en Maturín. Radioaficionado, así se define a sí mismo, y defensa civil sin retribución –asegura– mientras saca de su cartera –orgulloso– un amarillento carnet. Fue uno de los tantos afectados por los deslaves de Vargas, en 1999. Recuerda con nostalgia los tiempos que vivió en San Agustín y su extinto cine “El Dorado”. “El problema más grande es la invasión de los atracadores”, dijo casi sin pensarlo al ser interrogado en torno a la parroquia (afirmación que podría concederse para toda la ciudad). De hecho, evocó la historia de una criada de su familia, Cándida: en el año 1952 la joven de 13 años de edad fue violada en un monte por unos malandros. Una bala de FAL que usa de llavero es quizá el único recuerdo que sobrevive de sus tiempos en la guerrilla. “Yo entré con Castro León a tumbar a Rómulo Betancourt, pero se le aguó el guarapo; tenía 15 años en ese tiempo; yo era el número 230 solicitado en los periódicos de la época, estuve un tiempo viviendo en Cúcuta y veintiún meses en San Cristóbal, después de las torturas que me dio un tal Fernández, uno de la DIGEPOL; toda mi vida he sido comunista; estuve en la FALN entre el año 1962 y 1963, trabajaba como guerrilla urbano en Maturín”.

Y sobre la pacificación impulsada por Rafael Caldera durante su primer gobierno (1969-1974), sentenció: “Eso es una mamadera de gallo, fue cuando más mataron gente aquí; eso fue una cobija de terciopelo para ocultar lo que había debajo: crímenes, torturas y el enriquecimiento ilícito de los ricos; siempre estoy alerta, siempre me estoy mudando de sitio; yo estuve preso veintiún meses con un tío mío, nos encontraron en un subterráneo lleno de bombas molotov”. ¿Qué hacía este señor en la entrada del diario? Quería denunciar a los camioneteros que insisten en cobrar pasaje a personas de la tercera edad: “Hago un llamado –remató solemne– al Presidente de la República”.

Múltiples son las entradas al barrio donde cantaron Beny Moré, Pedro Infante y Jorge Negrete. Una de ellas justo al lado de un módulo policial en la Avenida Lecuna. Hay una callejuela larga, angosta, justo al lado de la Barbería Gualteros. Hay que doblar la mirada para ver hacia el otro lado un patio inmenso. Herrera dice que esas calles fueron hechas así para que se escondieran guerrilleros y comunistas perseguidos entre los sesenta y setenta: “Ahí todavía tú ves en las casas, pa` tras, tú ves caminos, sótanos y vainas que llegaban a otra cuadra, laberintos, escondrijos”. Y dentro de los que recalaron en la zona desde los años setenta está uno de sus amigos, Antonio Octavio Tour. Pintor y escritor, alumno del pintor Rafael Monasterios, estudiante de las escuelas de Artes y Sociología en la UCV. “¿Quieres un güisquicito?”, fue la invitación que extendió para hablar de su historia. Tour entabló amistad con el militante comunista Argimiro Gabaldón y su padre –opositor a Juan Vicente Gómez–, José Rafael Gabaldón, fundador del Partido Demócrata Venezolano (1937-1938). “Prácticamente me crié en su casa de Santo Cristo, aunque yo nací en Campo Elías, estado Trujillo, pero estábamos cerquita; allí fue donde yo empecé a escribir literatura”.  De esos años, en los que también arreó mulas, surgió su fascinación por las vidas militares, materializada en biografías sobre Carlos Manuel Piar, Jacinto Lara, “arrinconado y olvidado por los historiadores”, José Rafael Montilla y Juan Vicente Campo Elías: “Como en mi pueblo nadie le había escrito una biografía yo se la hice”.

En el año 1959, quien considera a Jóvito Villalba como guía en lo político, ingresó como diputado suplente al Congreso Nacional de entonces. Cinco años más tarde, por divergencias ideológicas, decidió separarse de la Unión Republicana Democrática (URD). Las cosas cambiaron, decidió unirse a la guerrilla con la que ya había empezado a coquetear siendo un adolescente. “Al terminar mis actividades como parlamentario –le contó a Antonio Marrero en una entrevista publicada en San Agustín: un santo pecador o un pueblo creador– tomé el camino de las Guerrillas y junto a Fabricio Ojeda me fui a la montaña de La Zulita, aunque algunos años antes había sido miembro fundador de las Fuerzas Armadas de Liberación Nacional (FALN)”.

Parte de su pasado está contado en otro de sus libros, Destino de un guerrillero (aquí es necesario decir que su obra está apilada en carpetas dentro de un armatoste metálico que tiene en su casa, en un cuarto lleno de libros, pinturas y una antiquísima máquina de escribir que usa todavía). Como Mendoza Pérez, Tour también asegura que la mencionada pacificación fue un proceso de “doble rostro”: él y muchos de sus compañeros tuvieron dificultades para integrarse en la vida del país, sin contar con las “visitas” recibidas periódicamente por los funcionarios de la DIGEPOL.

“Me allanaron la casa muchas veces, cada rato venían; yo escondí unas armas, hice un hoyo en el baño y las metí empacadas con grasa de carro, si hubieran encontrado eso me fusilan; yo participé hasta el final, la guerrilla venezolana no fue derrotada militarmente, fue derrotada económicamente; el dinero que se recolectó de los asaltos a los bancos nunca llegó a la montaña, y la gente desertando por el hambre; se perdió la lucha armada por la idiosincrasia de los políticos venezolanos; la historia del sesenta al sesenta y cuatro está por contarse, hay muchas heridas” y nombres que prefiere reservarse: “Son amigos, pero fueron traidores, traidores; los que ayer fueron guerrilleros, hoy son torturadores; los que ayer fueron delatores hoy están en los grandes puestos”.

Luego de entregar las armas, a principios de los setenta, Tour salió del país, “para tapar un poco el escándalo”, como le sugirió Carlos Andrés Pérez. Y mientras menea su tercer trago sigue contándose: “Hice un recorrido por Machu Picchu, México, Bolivia, Perú y Ecuador, haciendo unos estudios míos, metafísicos, sobre conocimientos filosóficos, esotéricos, por ahí los tengo. Fui a Compostela, luego a Francia, a reencontrarme con el pasado de los toures, que vienen de los merovingios;  he recorrido toda Europa, me inicié en la masonería, conocí al maestro La Ferrière, luego entré a los rosacruces; estamos dentro de un torbellino cósmico, astral, material, que nos va impulsando, somos un papel, pues, que el viento va disipando para allá y para acá. No hemos despertado los conocimientos psíquicos, extrasensoriales; en los rincones de nuestras almas hay muchos mundos ocultos, ¿quién eres tú?, no lo sabes porque todavía no has despertado tu consciencia, eso no quiere decir que yo la haya despertado; la vida mía ha sido muy arrecha; yo soy como Nelson Ned, muy sentimental, por los guamazos que me ha dado la vida; a mí me metían en el calabozo, dentro de un tanque, con corriente, esos son mis recuerdos. “Yo me pongo en la azotea de mi casa con una botella de ron o cerveza, me pongo a pintar, dejo el pincel y me pongo a pensar, ¿quién carajo me mandó a meterme en ese peo?, pero tenía el sarampión de los 21  años, ¿sabes lo doloroso que es que tú hayas llevado coñazo amarrado y después veas al tipo por la calle?; a veces me dan ganas de reír, ¿quién coño me mandó a meterme en esa vaina?”.

Fotografías: Daniel Sánchez