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Postales de Soberbia

A las hermanas Pardo,

dondequiera que estén.

1. Recuerdo el nombre de la librería desde mi infancia en San Bernardino, cuando todavía no sabía lo que soberbia significaba, a pesar de la tentadora resonancia de la palabra. Corrían los años sesenta y el local, que era también papelería y miscelánea, estaba situado en los almohadillados bajos de un edificio que hacía esquina en Puente Anauco, en La Candelaria; al frente quedaba el hotel Waldorf, un poco al sur de la modernista Casa de Italia, en un distrito comercial que se nutría de su proximidad a la avenida Urdaneta, suerte de Gran Vía caraqueña repleta de carros y neones desde la década anterior. Por aquellos años en que mis hermanos mayores cursaban bachillerato en el Instituto Escuela y La Consolación, en el colegio América y el liceo Carlos Soublette, iban a la librería en busca de postales para los cursos de historia del arte, sobre todo de aquellas obras maestras que, no tan famosas como la Virgen de las rocas que presidía la portada del libro de Cándido Millán, que a la sazón se usaba como texto, eran ilustrativas de estilos y artistas menos conocidos para mí.

A pesar de que aquellas satinadas reproducciones resultaban onerosas para el ajustado presupuesto familiar que siempre tuvimos, recuerdo que mis hermanos regresaban de Soberbia con algunas imágenes indispensables para sus monografías de fin de curso. Envueltas en sobres de papel cebolla, en el reverso de las postales estaban estampados nombres que, aunque todavía cargados de bachillerada lejanía para mi condición de estudiante de primaria, comenzaba yo a ver en las enciclopedias de Salvat Junior y Mente Sagaz, que papá me llevaba a casa en fascículos semanales, para que los coleccionara. Quizás para una exposición sobre el rococó o sobre las fiestas galantes, trajo alguno de mis hermanos El columpio de Fragonard y el Gilles de Watteau, que por años conservé como marcadores de los respectivos tomos de aquellas enciclopedias, una vez que mamá me llevaba a encuadernarlas en la Agencia musical, al lado de Santa Capilla. De otra de esas visitas a Soberbia trajo otro de mis hermanos, para un trabajo sobre la perspectiva y el escorzo, detalles de la Batalla de san Romano, de Uccello, así como un cristo de Mantegna; fueron el primer contacto visual que tuve con los frescos y las sanguinas de maestros del Quattrocento que no conocía, antes de que los viera en mi curso de historia del arte en el colegio Tirso de Molina, a comienzos de los setenta, cuando ya la librería había sido mudada del elegante local de Puente Anauco.

2. A pesar de ser tan resonante desde mi infancia, vine a visitar por vez primera Soberbia a comienzos de los años ochenta, cuando estaba ubicada en la mezzanina de un anodino edificio entre Puente Yánez y Tracabordo, más al centro de una Candelaria que comenzaba a mostrar síntomas de deterioro. Lo que más me sorprendió entonces fue que las dueñas, las hermanas Pardo, hablaban entre ellas francés, cuyas largas vocales nasales se colaban en el gangoso español que dirigían a la clientela. Siempre envueltas en collares de perlas y bocanadas de humo mientras procesaban la mercancía en los aparatosos secreteres de la entrada, no sé si eran las comisuras tan marcadas de los labios o las largas ondas del cabello canoso que me hacían asemejarlas a Simone Signoret y Michèle Morgan, rostros frecuentes en ciclos blanquinegros de Marcel Carné, René Clair y otros clásicos galos que por entonces proyectaban en la Cinemateca de plaza Morelos.

Descubrí entonces que, además de las postales de arte, ya a la sazón envejecidas en las gavetas de los secreteres, se desplegaba en los estantes una soberbia librería de segunda mano, como detenida en ese parisién tiempo de la segunda posguerra, cuando las señoritas Pardo, sobrinas de Isaac J., habían llegado a Venezuela. Así como ellas seguían hablando con altivez, sin importarles el céntrico bullicio de la capital tropical, aquel francés en el que parecía resonar la puissance imperial de Ferry y Poincaré, antes de las invasiones alemanas que humillaran a Pétain, en los estantes se desplegaban, sin ningún afán de actualización, las vetustas traducciones de clásicos griegos y latinos, versiones originales de Shakespeare y Goethe, las guías de viaje de Baedecker, o los facsímiles de El Cojo Ilustrado. Del ansioso impulso de compra que siguió a aquellas visitas iniciales, conservo todavía algunos ejemplares que son para mí incunables, como la traducción que, en 1879, hiciera Gómez Hermosilla de la Ilíada en tres tomos.

Además de las de arte, entre las postales había otros motivos muy sugerentes, como las de viajes y ciudades, que me llamaban la atención sobremanera en aquellos años en que recién había concluido mi grado de Urbanista y preparaba mis primeros cursos de historia de la ciudad. A la luz de la lectura de Mumford, se tornaron más seductoras aquellas imágenes sepia de antiguas ciudades egipcias como Menfis y Tebas, que parecían retocadas fotos de los descubrimientos de Carter. Sabiendo por helenistas como Finley del epicentro que Creta fuera de la revolución urbana en el Egeo neolítico, detalles de los frescos del palacio de Cnossos, tal como aparecieran ante sir Arthur Evans, estuvieron entre las primeras imágenes áulicas que pude ofrecer a mis estudiantes. Y no me faltó para este propósito la puerta de los Leones en Micenas, así como las ciudadelas que Schliemann fue excavando en Troya, en el apogeo de la arqueología imperialista que aquella colección de Soberbia recreaba como un gráfico tesoro micénico, al menos para un profesor en sus pinitos como yo.

3. A lo largo de los años ochenta, las visitas a Soberbia devinieron suerte de hábito académico, el cual permitió ilustrar para mis clases otros historiadores de la ciudad antigua, como Fustel de Coulanges y León Homo, o medievalistas como Pirenne y Huizinga, cuyos libros proveen pocas imágenes a sus lectores. Encontraba asimismo en la librería raras traducciones de los pensadores presocráticos a los modernos, requeridos para los cursos de historia de la filosofía con Ángel Cappelletti, sumo sacerdote de la maestría que a la sazón cursaba yo. Y si bien el hábito de visitar la librería no pudo continuar en los años que viví en Madrid y Barcelona, a finales de la década, la evocación del catálogo de postales y libros de aquella Soberbia caraqueña me sirvió de vademécum en la próspera Europa comunitaria a la que entré por la España preolímpica.

Durante mi estadía en Londres, a mediados de los noventa, la libresca seducción de Soberbia fue eclipsada por la British Library, cuya rotunda sala de lectura, anexa al Museo Británico, fue por años el hábitat de mis tardes inglesas. Pero el encanto de la librería era recobrado en mis visitas a Caracas, cuando pude ubicar que las señoras Pardo se habían mudado a la planta baja de un edificio residencial en La Florida. Ya olvidadas las postales, allí acudía en busca de fuentes primarias venezolanistas para mi investigación doctoral sobre el urbanismo europeo en la Caracas de entre siglos. Más que los libros técnicos que en otras bibliotecas conseguía, fue en el sótano de Soberbia donde finalmente pude hallar varias ediciones originales de costumbristas y novelistas que en la Biblioteca Nacional no estaban a veces disponibles, desde Sales Pérez y Bolet Peraza hasta Pío Gil y José Abel Montilla. Además de las crónicas de viajeros del guzmanato, como Dalton y Davis, así como de los consabidos tomos de El Cojo Ilustrado, recuerdo el hallazgo de las biografías del Benemérito que escribieran Lapeyre y Rourke, entre otras raras fuentes que me permitieron recrear el europeizado ambiente de la Caracas de la Bella Época y los Años Locos.

4. El local de la calle Pedroza era más abierto y luminoso, así como la miscelánea se había diversificado y acaso perdido algo de la soberbia selección que tenía en de La Candelaria, quizás por estar las señoras Pardo conscientes de que la tienda de antigüedades, como sus propietarias, se habían puesto de moda entre la ávida clientela caraqueña. Obsequiaban por entonces a los habituales, entre los que me sentí complacido de ser incluido, sobrias tarjetas navideñas que más parecían grabados conmemorativos de un republicanismo entre criollo y francés, heredero de motivos y lemas de la temprana Revolución dieciochesca, antes del Terror que prefiguraba el tiempo por venir en Venezuela. Y en un impulso no exento de soberbia negación frente a lo que se avecinaba, como en advocación de la poética y tragedia civilistas, adquirí en aquel local de La Florida, hacia finales de los noventa, pequeñas cabezas en mármol del Dante y Corneille, las cuales me han acompañado, en mi estudio de San Bernardino, en los oscuros años rojos que hubieron de venir.

Pero con todo y el auge que Soberbia parecía tener entre una clientela de antigüedades más joven y esnobista, como la que visitaba las ferias del Ateneo o los locales de Las Mercedes, ya el fin de la librería estaba cerca. Además de la “fuerte competencia”  que Enriqueta y Ana María me refirieron varias veces, creo que la estocada final vino con la emergencia de la Internet y de Google, con su ilimitado acceso a las imágenes virtuales, las cuales uso ahora con frecuencia para preparar mis exposiciones. Cuando supe que el local había sido ya clausurado circa 2004, los difuminados recuerdos de las hermanas Pardo en el local de La Florida, frente a los escritorios de la entrada, cobraron los tonos sepias y desvaídos que tenían las postales de ciudades arqueológicas que por años compré en la Soberbia de La Candelaria.

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* Una primera versión fue publicada en El Cautivo, Año 5, No, 42, enero 2009, http://www.elcautivo.org; también fue liberada en el sitio de la Fundación para la Cultura Urbana, http://fundacionculturaurbana.org.