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Kung Fu Panda y el helicóptero

Llegué a la Taberna del Navegante pasadas las seis de la tarde. La Taberna del Navegante no es un chiste: existe y está perdida por un callejón del municipio Chacao. Es un minúsculo bar, con dos televisores pésimamente ubicados y la fanaticada magallanera más rabiosa que yo haya visto en mis eléctricos años. Mi acompañante había llegado media hora antes y me había reservado un “ring side” en el centro de la barra. Desde allí fue que vi el helicóptero.

El béisbol es un juego esencialmente épico y trágico. Un solo pelotero puede darle la gloria a su equipo, pero también puede hundirlo. De esa materia épica-trágica estuvo llena esta recién finalizada serie final entre los irreconciliables rivales. Incluso esta dialéctica se complica aún más cuando el “villano” de ayer puede erigirse en el paladín de hoy, cosa que pasó con demasiada frecuencia en la serie.

Magallanes tuvo dosis excesivas de ambos elementos: cerradores de lujo que bajan del pedestal a punta de arteros batazos y al siguiente día parecen máquinas alienígenas productoras de strikes. Románticos jugadores que amenazan con retirarse para determinada fecha y a la semana siguiente retornan como novios arrepentidos. Homéricos prospectos que bajan cual Mesías del cielo.

A esta última categoría pertenece Pablo Sandoval, o como quiere la épica, “Kung Fu Panda”. El súper prospecto de los Gigantes de San Francisco había dejado una temporada de ensueño tras de sí antes de marcharse a “cumplir compromisos” con su club del norte. Pero como buen héroe de epopeya había dejado una promesa en puerta: “Volveré. No sé ni cómo, ni cuándo, pero volveré”, dijo, atusándose el peinado mohicano que puso de moda esta temporada frente a las cámaras.

Y épicamente volvió para el séptimo y último de la serie.

Y lo hizo, en ¡helicóptero¡ Ni Bruce Willis, mi pana.

Por si eso no fuera suficiente, circulaban rumores y hasta fotos en Internet del grandeliga Carlos Guillén bañándose en el clubhouse del Magallanes. Otros rumores hablaban de más retornos inesperados de peloteros fugados en noviembre.

Demasiada épica para un solo partido y también para mi gusto.

El pitcher que montó Magallanes en el morrito, Jim Brower, parecía el hermano gemelo del serpentinero melena Jason Standridge, sólo que sin la recta de humo de éste. Brower lució como suele decirse en los ambientes gallísticos: “plumúo”, es decir, lento, cobarde y correlón. Sobre todo después de que Gregor Blanco se la desapareciera del parque apenas el umpire “Moñoño” cantara playball.

Lo que sucedió a continuación me produce una mezcla de flojera y reconcomio narrarles. Una más vendría por intermedio de un roletazo de Jesús Guzmán que encontró que con error de Andrés Blanco en la jugada permitió que se colara el 4×0. Ya antes Carlos Maldonado, José Celestino López y Raúl Padrón se habían combinado para producir dos dolorosas rayitas.

Con semejante pizarra, me dieron ganas de subirme al helicóptero de Kung Fu Panda y bajarme en Bangladesh.

Al Magallanes le sobraron oportunidades épicas pero todas terminaron en tragedia, o lo que es peor, en comedia. En el segundo inning descontarían las dos carreritas de la “honrilla”, pero hasta ahí llegaron. Más que un helicóptero, el equipo necesitaba una grúa.

Los Melenas concretarían su venganza con una en la octava y otra en el noveno, estas dos últimas por intermedio de Carlos Maldonado, figura indiscutible de la serie. Resultado final 7×2 y el campeonato de la temporada 2009-2010, ante un rival que ya lo había hecho morder el polvo en dos finales anteriores.

Mucha suerte en Margarita y tengan cuidado con los helicópteros.

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