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Un serbio en Nueva York: Charles Simic

No he sido uno de los mejores lectores de la poesía de Simic, ni la suya ha sido una de las más difundidas en el idioma. En cambio, he sido asiduo, desde hace un par de décadas, por lo menos, de sus ensayos sobre poesías y poetas publicados en THE NEW YORK REVIEW OF BOOKS. A él le debemos una de las más críticas, y casi siempre justas, lecturas de la poesía de Joseph Brodsky. Como el ruso, Simic emigró a los Estados Unidos, pero a diferencia de aquél, desde el comienzo escribió su poesía en su lengua adoptiva, un caso neto de “extraterritorialidad” steineriana. Brodsky sólo lo hizo al final y con fortuna más bien variada. Simic nació en Belgrado, capital de Serbia antes de Yugoeslavia, de Yugoeslavia, y de Serbia después de Yugoeslavia, el 9 de mayo de 1938, no precisamente el mejor lugar para nacer en aquellos días vecinos a la Segunda Gran Guerra. Después de una infancia miserable a lo largo del conflicto y del posterior reinado de Tito, emigró con su familia a Chicago para unirse al padre. Aprendió el inglés a los quince y escribió sus primeros poemas en ese idioma a los veintiuno. Sirvió en el ejército y egresó de NYU mientras trabajaba de noche para pagar los estudios. El poema que traducimos habla de las estrecheces de esos años de bolsillos flacos. Hoy es una de las voces más respetadas de la poesía norteamericana, donde ha inscrito su lírica con un estilo que no es el más convencional, habida cuenta que sus influencias en ocasiones provienen de la poesía de países como Francia o Polonia. Su sintaxis es de procedencia poundiana, en lo objetivo y directo, y su imaginería parece deberle, a veces en exceso, al surrealismo. Es probable que Simic sea el mejor poeta surrealista de los Estados Unidos cuando escribe como un poeta surrealista, lo cual, por fortuna, no es siempre. Durante varios años fue editor de poesía de PARIS REVIEW y ahora lo hace, sin título, en THE NEW YORK REVIEW. Sus Selected Poems le valieron el codiciado premio Griffin en 2005. “Shelley” fue recogido en The Book of Gods and Devils, de 1990. Está escrito en versos libres y en un tono francamente narrativo, uno de los fuertes de la poesía anglosajona, la más distinguida desde la caída del Imperio Romano.

SHELLEY

Poetas de las hojas muertas, arrastradas como fantasmas,

como multitudes pestilentes,

te leí por primera vez durante

una noche de lluvia en Nueva York.

Con mi horroroso acento eslavo,

leyendo tus melifluos versos

en un libro amarillento

que había comprado esa mañana

en una librería de viejos en la Cuarta Avenida.


Ya sin dinero caminaba con la nariz pegada al libro.

Me senté en un lúgubre café

con las moscas muertas del verano en la mesa.

El propietario había sido marinero,

con una enorme joroba que le había crecido

mientras contemplaba la lluvia y la calle vacía.

Se alegró al verme sentado leyendo

y recargaba mi taza con un brebaje

tan oscuro como el Estigio.


Shelley hablaba de un rey loco, ciego y moribundo,

de gobernantes que no ven, ni sienten ni saben,

de tumbas de las cuales un glorioso Fantasma

estallaba para iluminar el tormentoso día.


También yo me sentía como un fantasma glorioso

que se dirigía a cenar en un restaurant chino

que conocía bien, con su mesonero que sólo

tenía tres dedos y me servía sopa y arroz

todas las noches, sin decir palabra.


Nunca vi a nadie más.

La cocina estaba separada por una cortina

de cuentas de vidrio que chasqueaban débilmente

cuando se abría la puerta de entrada.

Esa noche la puerta se abrió

para dejar pasar a una pálida chica con anteojos.


El poeta hablaba del eterno universo

de las cosas… de destellos de un mundo remoto

que visitan el alma en el sueño…

de un desierto poblado sólo por tormentas.


Las calles salpicadas de paraguas rotos

que semejaban papagayos fúnebres,

confeccionados por la muchacha china.

Los bares de Mac Dougal Street se iban vaciando.

Hubo una pelea. Uno de los hombres

recostado de un poste con los brazos abiertos

como una crucifixión, mientras

la lluvia lavaba la sangre de su rostro.


En una callejuela tenuemente iluminada,

donde la acera brillaba como el espejo de un salón de baile

al momento del cierre, un hombre bien vestido,

descalzo, me pidió una limosna.

Sus ojos brillaban, se veía triunfante

como un maestro de esgrima

que recién ha propinado un golpe mortal.


Qué extraño era todo… los residuos del mundo

esa oscura noche de octubre…

El amarillento volumen de poemas

con sus esplendores y penumbras

que yo estudiaba a la luz de las vitrinas,

farmacia y barberías,

temeroso de mi pequeña habitación sin ventanas

fría como la tumba de un emperador niño.