Ciudad

En breves instantes iniciaremos movimiento

Caracas desde la acera

Por Héctor Torres | 25 de enero, 2010

El calendario no da cabida a vaguedades. “El porvenir es tan irrevocable como el rígido ayer” acotó Borges para recordarnos que el tiempo no se anda con rodeos. Que su precisión matemática no la alteran metáforas ni símiles. Sin embargo, como esos matrimonios que tienen una salud social y otra sentimental, una cosa afirma la exactitud gregoriana y otra la ciudad y sus inquietos humores.

Así de contradictorios andan estos días. El almanaque indica que hace ya casi un mes que nos adentramos en un nuevo año y, a pesar de eso, camina uno entre la gente y los carros por esta Caracas de finales de enero, sintiendo que proyecta la esquiva sensación de no estar muy decidida del todo a despertar de la modorra post-decembrina. ¿Dudará entre arrancar o no, cautelosa ante tanta noticia con ínfulas de grandilocuencia, ante tanto arrebato de clamor sin movimiento?

Y no es que no se sienta su rabioso estruendo, el empeño de las motos en hacer de hell´s angels, o las infinitas colas en supermercados y estacionamientos. No es que no veamos ya lejanas esas ingestas de hallacas, pernil y alcohol con las que consagramos el advenimiento de ese año en el que, como todos los que le precedieron, llevaremos a cabo propósitos que pasarán, casi íntegros, a la siguiente agenda. Todo eso está allí, reiterando la existencia de otro año. Pero algo que no termina de moverse se ubica entre nosotros y la realidad, atentando contra el deseable ajuste.

El 2010, año redondo y minimalista, se presentó dando fin a la tregua de todo aquello que retornó violentamente porque nunca se fue, como la inseguridad, los hospitales en ruinas, la morgue colapsada, las insólitas declaraciones de prensa… Bicentenario y electoral, principio de década o no (ya qué importa), es el año del más por menos menos, como razona el común que no sabe de economía pero se enfrenta a esa paradoja del bolívar fuerte devaluado. Año de una “crisis” (como el anterior y el que vendrá) que ha perdido su capacidad de aterrar a una población que ha crecido y sobrevivido en ella. Este año bautizamos a la niña, dice con actitud resuelta la muchacha de veinti-tantos a su marido de veinti-un-poquito-más. Este año arreglamos los papeles y nos largamos, se promete una pareja frente al televisor. Este año me divorcio, te lo juro, miente el amante. Este año, dice uno que se frota las manos.

Camino por esa Caracas aletargada y envuelta en un inmaculado azul de bordes índigos y añiles, rumbo al metro (esa vitrina de lo que aspirábamos a ser, convertida en desteñido reflejo de lo que vamos siendo), fundiéndome en un rebaño manso que se pierde dentro de la estación. Bajo al andén y espero. Espero. Espero tres, cinco, diez minutos. Espero. Comienza la comunicación gestual: Alguien arquea las cejas y cierra los ojos. Otro lanza un suspiro en el momento en que el de al lado lo busca con la mirada. Todos pugnan por decir algo, pero nadie se anima a iniciar el rosario. Espero.

Como marido culposo que llega tarde, una brisa fuerte despeina y empuja, precediendo al tren que atraviesa los rieles con un estruendo que calla incipientes protestas. Pronto descubriríamos que adentro, como era de esperarse, no nos esperaba una suite de hotel. Con algo de suerte hallaré a la chica con la cual distraer la vista para hacer más llevadero un viaje que, aunque corto, puede ser calamitoso si se amanece particularmente frágil.

Una vez acomodados (verbo falaz) los que logramos entrar, se produjo un breve e incómodo silencio en espera del cierre de puertas. Por un momento sólo se escuchan apagadas conversaciones y el ronronear del aire acondicionado, cuya presencia es más auditiva que climática. Los últimos en entrar empiezan a sentirse ridículos en esas insólitas posiciones en que se equilibran para adaptarse a la forma que adquirirá el vagón cuando cierre las puertas. Luego de unos minutos lo hace y arranca con tedio, pero no avanza ni cien metros cuando un chillido de ruedas deslizándose corporiza la expresión “salida en falso”. Permanecemos inmóviles dentro de un túnel (una de las frecuentes pesadillas caraqueñas) y, en ese momento, todas las pláticas sobre la oficina, los refuerzos para la final o el profesor asesino, empiezan a ser salpicadas con esporádicos ¿Y entonces?

Se puede medir cuánto tarda un tren dentro de un túnel cuando se pasa de los gestos interrogativos a las palabras al azar, y de allí a las conversaciones de tópicos. La estación que viene se debe estar reventando es un arranque bastante exitoso para iniciar una de estas. Los testimonios en grupo son, en su aparente inocencia, el preámbulo a acciones virales, como tocar con insistencia los “dispositivos de seguridad” (pomposo eufemismo para el timbre de emergencia), o acusar a viva voz la ausencia de aire. Una señora gorda que suda y suspira, se convierte en mi primera candidata para esta última acción.

Me gusta viajar en silencio, jugando al hombre invisible. Imagino oficios en los viandantes, apuesto en qué estación se quedan, especulo acerca de sus relaciones afectivas. No busco las miradas de nadie ni doy pie a que me echen cuentos. Prefiero imaginármelos, como si estuviese fuera de escena.

A mi lado, aprisionando unos cuadernos contra su pecho, una chica trigueña, de un holgado vestidito café, lentes de pasta y sandalias, se mantiene igualmente ajena. Viene de la universidad. Hija única o hermana mayor. Se ve atendida, pero no estúpidamente mimada. No busca ser vista porque se sabe atractiva. No tengo que decir que es “mi paisaje” de ocasión, que la he repasado en cada detalle. Tiene los hombros bonitos y la uñas de las manos cortas. Tiene además un cuello orgulloso. No tengo que decir que uno se enamora súbita y fugazmente de cuando en cuando para evadir el horror de lo cotidiano.

Ya las voces colectivas amenazan con dar paso a un descontento orgánico y las palabras no se molestan en mantenerse en sus parcelas cuando, como si fuese la ciudad la que nos enviara un mensaje en clave usando a ese cansado operador, escuchamos una voz lacónica informar por los parlantes que “en breves instantes comenzaremos movimiento”.

Nos mantuvimos detenidos otros tirantes minutos, sin más explicación ni parte oficial, y sentí que, efectivamente, era Caracas la que nos ponía a esperar que sus humores estuviesen a tono. Nos llevaba a todos adentro, nos careaba con lo que somos, con lo poco que nos soportamos, nos tenía a punto de hervor, y nos juraba que arrancaría en cualquier momento.

Sólo que no decía cuándo.

Mientras se revelaba otra señal disfrazada de operador de metro, decidí abandonar mi comunicación endógena. “Así mismo estaba ayer” dije como al descuido con cara risueña, y busqué la mirada de la chica de los lentes y las sandalias que dejaban ver diez graciosas uñitas de un tono lila.

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Imagen: odramp

Héctor Torres  es autor, entre otras obras, del libro de crónicas "Caracas Muerde" (Ed. Punto Cero). Fundador y ex editor del portal Ficción Breve. Puedes leer más textos de Héctor en Prodavinci aquí y seguirlo en twitter en @hectorres

Comentarios (7)

krina
26 de enero, 2010

Excelente,Hector; deberías reunir tus textos sobre Caracas en una antología.

gustavo valle
26 de enero, 2010

Muy buena esta Caracas desde los rieles! Va un abrazo, Héctor.

Héctor Torres
27 de enero, 2010

muchas gracias, Krina. Es un honor. Y sí, todas las anteriores se reúnen en un libro que espero que salga este año. Estas serán una nueva serie, y quien quita produzca un segundo volumen. Abrazos

Héctor Torres
27 de enero, 2010

Leeremos a Buenos Aires y Caracas periódicamente, querido amigo. Será una forma de visita virtual en la que nos cruzaremos. Va un abrazo

Belkys Arredondo
30 de enero, 2010

Me encanta leerte. Sentir en ese vagón nuestra urbana ciudad caótica y desamparada. Excelente texto. ¡abrazo!

Luis Lacave
10 de abril, 2010

¿Qué habremos hecho los caraqueños para merecernos este calvario cotidiano?

María Salas
16 de abril, 2010

Me imagino estos textos en una exposición fotográfica de ususrios dentro del tren: unos terminando de dormir, otros leyendo, algunos corriendo a tomar el único asiento disponible, la que tiene las 7 bolsas con los tres pequeños niños, con los audifonos, el chico con el celular musicalizando el ambinte, las que se pintan, etc. Un abrazo Hector. MARIPILI

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