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Intercambio de regalos

regalosPor Luis Guillermo Franquiz

María Teresa es una de mis mejores amigas y la más entusiasta con la época de Navidad, especialmente porque de una u otra forma termina ingeniándoselas para organizar diferentes intercambios de regalos. Lo hace con los compañeros de su oficina, con algunos miembros de su familia, incluso a nosotros nos ha arrastrado para comprometernos a participar en sus reuniones de diciembre. El asunto es que ella se emociona mucho, con facilidad, antes de los intercambios; es una de esas mujeres con un temperamento en perpetua ebullición, muy activa, desbordante de risas y sugerencias. Todos la amamos por ser así.

La ironía reside en las sorpresas que recibe, año tras año, en cada intercambio. Es como si el espíritu de la Navidad se la tuviese jurada: un suéter que no es de su talla, un juego de fantasía que le causa alergia, una pashmina que no podrá usar en todo el año porque vive en un pueblo caluroso, una cartera disfuncional, y así vez tras vez. La pobre María Teresa se cuelga su mejor sonrisa, parpadea, observa fijamente la cámara y regresa a su lugar apretando el papel rasgado que escondía su inesperada sorpresa. Lo insólito es que nada de eso logra hacerla desistir de intentarlo de nuevo el siguiente año.

Toda su experiencia decembrina me hizo pensar en ese ritual tan popular, tan típico de la temporada navideña, con los grupos coordinando los distintos intercambios de regalos, las papeletas con los nombres, el secreto, la búsqueda de un presente ideal, el cuchicheo, las miradas inquisitivas; todo un despliegue emocional para –lo más probable- terminar disimulando una sorpresa que no es para nada agradable. Pero no existe escapatoria: los primeros quince días del mes involucran un remolino de actividades que concluirán en múltiples reuniones llenas de risas, fotos y mucho papel de regalo ya inservible.

Ya con el mes tan avanzado, me atreví a preguntarle a María Teresa si había orquestado los diferentes cambalaches; la amplia sonrisa, con mirada brillante incluida, me llevó a pensar que las decepciones del año pasado habían quedado olvidadas. Si acaso, hubiese querido indagar sobre el paradero de todos los presentes no utilizables que a estas alturas coleccionaba; pero no quise estropear su ánimo tan festivo.

Pensando aún en la peculiaridad de los intercambios, recordé la cita anual que tengo con ciertas amistades literarias, para cenar y ponernos al día. Suele suceder alrededor de la primera quincena de diciembre, habiendo calculado nuestras posibilidades y agendas; es una oportunidad especial para discutir sobre literatura, avances narrativos y mucha poesía. También descubrí que, sin proponérnoslo, hemos instaurado cierto ritual entre nosotros; quizás tenga que ver con la proximidad de la Navidad, no lo sé; el asunto es que siempre terminamos intercambiando libros.

Creo que entre escritores, se trata de una opción que jamás decepciona; uno está abierto siempre a otros autores, otras propuestas de estilo, diferentes estructuras: un libro es una puerta hacia relatos equidistantes, tangenciales o superpuestos; se trata de disfrutar con una multiplicidad de variables narrativas que de una u otra forma terminan proyectando su sombra sobre nuestros escritos. Hasta ahora no he percibido la primera decepción, y me pregunto cómo se sentiría María Teresa participando en uno de nuestros encuentros; pero es una idea pasajera, vaporosa, porque extrañamente mi amiga no se siente atraída por el mundo de las palabras, de la letra escrita; ella es muy inmediata, y suele decir que un libro la aburre.

Mi próxima cena literaria es en dos días. De nuevo serán libros. Me emociona. Puede suceder que algunos ejemplares sean grandes, otros pequeños, tal vez en colores diferentes; pero jamás de la talla incorrecta o causantes de alergia. De eso estoy seguro.