Ejercicio preparatorio
Sin nombre, sin cara,
ha llegado.
Está llegando siempre.
En una hora parecida a ésta, dije:
obsceno como morir en su lecho.
Me arrepiento de haberlo dicho:
quiero morir en mi cama.
O morir aquí en esta silla,
frente a este libro, mirando por la ventana.
Niño, soñé muertes de héroe. Viejo,
quiero morir con los ojos abiertos,
morir sabiendo que muero.
No quiero muerte de fuera.
Todos los días nos sirven un plato de sangre.
Este siglo tiene pocas ideas,
todas fijas y todas homicidas.
En una esquina cualquiera
aguarda −justo, omnisciente y armado−
el dogmático sin nombre ni cara.
Octavio Paz (México, 1914-1998)
Sin nombre, sin cara, el verdugo se levanta un día, se lava la boca con ron, se olvida de los calzones, se pone un pantalón de caqui raído y una camiseta que dice “Acid rock”, se rasca los vellos del pecho, revisa sus axilas, se admira de sus músculos labrados con la instantánea muerte de otros, se ríe de sí mismo al recordar que uno de sus ejecutados le dijo que era un alivio no morir en su lecho. Se coloca un morral en la espalda y unas sandalias de cuero en los pies, toma un pasaje de avión para tan lejos y tan cerca que tiene escondido en un baúl, llama a Caronte por el celular para ir a pescar juntos a una playa contaminada en La Guaira, toma el hacha a la que había afilado en demasía, recuerda que se acostó pronto porque no tenía sentido afilar más el hacha, siente que hace lo preciso, evalúa su viaje, se mesa los cabellos con alguna duda recóndita. ¿Y es que acaso no era cierto que sin su oficio de cortar cabezas habría menos muertes de héroes y el mundo sería más banal y gris? Riñe a su bondad pues tiene remordimientos de conciencia; en el fondo le pesa renunciar a su trabajo pero sabe que ya no hay avance profesional posible. Su vida laboral es pura rutina. Riñe también a su manía de buscar la perfección y de pensar siempre en los demás. ¿Qué le importa que sea triste morir de viejo en lugar de entregar el alma al diablo gritando “Libertad” o cualquier otra estupidez exaltada que quedaría para la historia? Deja estos pensamientos a un lado y busca una clemente excusa para abandonar a su mujer e hijos pequeños e ir tras el sueño de cortar su propio cuello, verdadera hazaña nunca vista. Cae en cuenta de que es hora de maitines y decide partir. Hace lo mejor que ha hecho en su vida, pero, diría su llorosa y anhelante esposa, lo mejor es enemigo de lo bueno: no sabe que morirá en manos de un dogmático cualquiera que le susurrará no puedes matarte tú porque tu vida no te pertenece, lo haremos por ti porque el suicidio es un delito y en este país está prohibido.
Rapsodia para el mulo
Con qué seguro paso el mulo en el abismo
Lento es el mulo. Su misión no siente.
Su destino frente a la piedra, piedra que sangra
creando la abierta risa en las granadas.
Su piel rajada, pequeñísimo triunfo ya en lo oscuro,
Pequeñísimo fango en las alas ciegas.
La ceguera, el vidrio y el agua de tus ojos
tienen la fuerza de un tendón oculto,
y así los inmutables ojos recorriendo
lo oscuro regresivo y fugitivo.
El espacio de agua comprendido
entre sus ojos y el abierto túnel,
fija su centro que le faja
como la carga de plomo necesaria
que viene a caer como el sonido
del mulo cayendo en el abismo.
José Lezama Lima (Cuba, 1919-1976)
El hombre camina lento y elegante por un largo pasillo blanco y frío, entre escritorios y computadores de última generación y con los ojos fijos en la nada, sintiendo el ardor de las miradas de sus colegas mas no el peso terrible de su misión en la vida, sintiendo la vergüenza de no ser nadie mas no su destino; está a punto de volver y pedir perdón por haberse enfrentado a sus superiores, está a punto de manchar su dignidad con un escupitajo de fango propio de muertos de hambre. Su elegante ropa comienza a arrugarse, su chequera a vaciarse, su madre, su esposa, sus hijos a pelearse por las rudezas de la pobreza. La ceguera, el vidrio y el agua de sus ojos tienen la fuerza de un tendón oculto, piensa una mujer callada y común que lo ama en secreto y oye los latidos de su alma arañada por el infortunio. En sus gestos está el centro que le faja y por eso él se aleja – ahora varonil, rápido y decidido- con la piel quemada por la lástima ajena, con la consciencia de que la mirada de los demás nos hace gente. El hombre recuerda entonces cuando un gran amor lo arrojó a la oscuridad de la noche diciéndole que no podía darle el amor que él le daba, diciéndole que quería irse, que la dejara en paz, que no quería sus manos ni su miembro; recuerda entonces cuando su padre lo llamaba debilucho y maricón; recuerda entonces cuando en su infancia se burlaban de su gordura infantil que desapareció con los años. Recuerda, finalmente, que fue abusado y manoseado con dedos fríos y sin amor. Se voltea, mira a sus compañeros y les dice: váyanse todos al carajo y baja corriendo treinta pisos, pobre hombre de plomo, sonido, paciencia y caída.
Grito hacia Roma
(Desde la torre del Crysler Building)
Manzanas levemente heridas
por los finos espadines de plata,
nubes rasgadas por una mano de coral
que lleva en el dorso una almendra de fuego,
peces de arsénico como tiburones,
tiburones como gotas de llanto para cegar una multitud,
rosas que hieren
y agujas instaladas en los caños de la sangre,
mundos enemigos y amores cubiertos de gusanos
caerán sobre ti. Caerán sobre la gran cúpula
que untan de aceite las lenguas militares
donde un hombre se orina en una deslumbrante paloma
y escupe carbón machacado rodeado de miles de campanillas.
Federico García Lorca (España, 1898-1936)
Toda ciudad puede ser Caracas año 2007, la ciudad en la que un hombre de diecinueve años se levanta un día temprano, se ducha, cepilla sus dientes, se viste con un calzoncillo de algodón, una camisa negra, un pantalón gris y, por último, pasa velozmente un peine por los cabellos rizados. Sale de su casa y se come con rapidez en un negocio cercano a su casa una empanada con un jugo de esos de envase de cartón. Corre al Metro y sube apresuradamente a un tren que desgarra las entrañas de Caracas, al igual que todos los trenes de los metros alrededor del planeta. Entre la multitud de desconocidos algunos se reconocen sin haberse visto antes pues hoy es día de reunirse para protestar, tal como lo han hecho gentes de esta y otras épocas. ¿Valdrá la pena? No se sabe. El joven es expulsado del vagón por la multitud que se atropella y apura, corre escaleras arriba y vuelve al calor de la ciudad, humedecido por gotas de lluvia. El joven habla, ríe, se asusta, se tranquiliza en ciclos que se repetirán hasta que culmine el regreso al punto de partida; va rumbo a un lugar cualquiera de Caracas, como tantos hombres y mujeres caminaron hacia un lugar de Caracas en 1957; de Berlín en 1989; de Pekín en 1989; de Varsovia en 1988; de Washington, París, Madrid, Estambul en 2003; de Ciudad del Cabo en 1989; de Santiago en 1988; de Moscú en 1991. El joven observa miradas furiosas, displicentes, asustadas, indiferentes, despectivas, sarcásticas, cálidas, admirativas en su paso por Plaza Venezuela, la Avenida Andrés Bello, la avenida Panteón, las mismas miradas que quemaron levemente las pieles de los que han protestado en cualquier sitio del mundo. El joven alza la voz para decir lo que haya que decir pues tiene diecinueve años y el calor de Caracas late en sus huesos; ha pensado durante todo el día en que al menos no espera el zarpazo del poder apoltronado en su casa, que quizás hubiese podido apoyar a ese poder si no se hubiese convertido en la medida misma de la vida. ¿Sabe el joven por qué grita, a qué se enfrenta, por qué protesta? Ojalá lo sepa y esté convencido. Poco después de su regreso al punto de partida, mundos enemigos caen sobre él. Ya no hay anécdota, solo una imagen que hemos visto mil veces en frescos, cuadros, esculturas, fotografías, periódicos, noticieros de televisión; una imagen que reconocemos de inmediato, que sabemos que ya hemos visto: un hombre joven de perfil, una franela enrollada en el cuello, el torso estirado, la banda blanca de su calzoncillo sobresaliendo de su pantalón gris, los brazos extendidos, las piernas separadas, las manos abiertas en gesto de impedir lo inevitable; con la boca abierta parece gritar mientras otro hombre que se cubre la cara con una camisa le dispara con una pistola. Claro que sabemos de qué se trata: un hombre en la Caracas del 2007 grita hacia Roma.