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Fotografía que preserva y descubre

Libre Lectura

BHS1Por Joaquín Marta Sosa

La fotografía conserva una ventaja a la vez nítida y extraña por sobre el video. Este presenta la imagen en movimiento, con lo cual se supone que la dota de mayor y mejor realidad, mientras que la fotografía captura un momento, un gesto, un guiño y los inmoviliza para la eternidad. La imagen cinética es fugaz, pasa ante nosotros y nos deja el humor de un rastro, las trazas perecederas de aquello que se transforma en otro de manera incesante. La fotografía tiene otra naturaleza, más estable, más silenciosa, más a disposición de quien sea su interlocutor que puede deambular en ella, mirarla con detenimiento, detallarla hasta la exageración si es su gusto. El video es para ver, la fotografía es para pensar.

Y al tener por delante este portentoso libro, me refiero a Fotografía Urbana Venezolana 1850-2009, esas reflexiones se confirman. A lo largo de unas trescientas treinta páginas de imágenes fotográficas, asistimos a un verdadero manjar, el de pasearnos con toda la morosidad y calma necesarios por los muy distintos momentos, cuerpos, rostros, eventos, cambios que se despliegan desde los orígenes mismos de la formación de nuestra sociedad urbana hasta los tiempos más recientes. Son prácticamente ciento sesenta años de historia social, familiar, incluso personal donde va rotulando sus marcas la transición incesante de la ruralidad al urbanismo a lo largo de 591 imágenes fotográficas de todo tipo y procedencia: la paisajista, la panorámica, la de estudio, la periodística, la de arte, el álbum familiar, las tarjetas celebratorias; muchísimas de autores anónimos que se suma a un grupo grande con la firma de famosos (Leo Matiz, Cárdenas, Brandler, Paolo y Graciano Gasparini, Lessman, Alfredo Cortina, Antolín Sánchez, Sardá y el Gordo Pérez, Claudio Perna, Gorka Dorronsoro, Luis Felipe Toro, y el primero de ellos, Terry Retratista; además de los estudios clásicos: Luz y Sombra, Baralt, Dana… hasta los célebres autorretratos de Vasco Szinetar).

El libro no está organizado desde la lógica de un depósito donde van cayendo fotografías con tino o desatino, no. Cuenta con el soporte de una curaduría disciplinada, investigadora, que procura convertir una masa de miles y miles de fotografías de la originaria colección de Herman Sifontes y Carolina Pico de Sifontes, en un corpus coherente, visitable, al punto de que adquiere en su conjunto una clara capacidad de enseñanza acerca del devenir de la cultura urbana nacional así, como nos propone una suerte de educación sentimental en ese extenso recorrido por imágenes y, en definitiva, muestra el ánima y el ánimo, el alma profunda, de un país envuelto en el proceso complejo de irse haciendo y deshaciendo a lo largo de años e incidencias. La exposición (este libro es eso, una auténtica exposición en manos del lector) se articula en siete “salas”: los inicios de la fotografía; la imagen y el retrato en la primer modernidad; la imagen actual y el retrato en el tránsito de la modernidad plena a la fotografía contemporánea; la construcción del paisaje metropolitano; la inmediatez en el fotoperiodismo; el mundo privado en los álbumes familiares y en otras imágenes del mismo linaje; para concluir en la fotografía urbana con intención artística. Así que el menú vastísimo es para todos los gustos pues constato que abarca el ojo sociológico, la mirada histórica, el toque del paisaje rehaciéndose, la moda, los abalorios, el interés del voyeurista que se asoma a las intimidades de la casa, la mirada estética en los vaivenes de su transformación, el visor de la crónica política y social de muchos años, los asomos cíclicos de violencia arrasadora. En suma, un país y su gente de cuerpo entero, detenidos en la foto para que sin prisas y con acuciosidad lo inventariemos todo, que nada se nos pase por alto.

Para mi, este libro tiene algunos momentos estelares, digo, que toca algunas teclas de mi biografía. Una de ellas está en las imágenes originadas en el estudio fotográfico Luz y sombra, pues fue en éste precisamente donde acudí con mis padres recién llegado a Venezuela, reunidos los tres luego de años de separación, para nuestra primera foto de familia. Aún la conservo, y este libro me he hecho buscarla entre páginas de álbumes amontonados sin concierto hasta dar con el rostro astral de mi madre, el gesto eufórico de mi padre y la mirada suspensa del que yo era a los seis años. También me toca la foto de Bárbaro Rivas (p. 108) a quien conocí en mis andanzas por Petare y supe ciertamente que el arte es una vida superior, no sólo a la de la política sino también a la religiosa (en ese entonces me hallaba dividido entre profesar como monje franciscano o militar en el socialcristianismo). Igual de estremecedora me resulta la de Víctor “Sony” León (p.111), un boxeador sin fisuras en su valentía, con quien años después me crucé en una calle de San Agustín del Sur, limpio como una naranja reluciente, con la mirada perdida en quién sabe qué sueño, en un soliloquio sobre sus hazañas en el ring (al menos así lo quiero imaginar) mientras avanzaba hacia ninguna parte y sin ver a nadie. O ese trío de la página 118 que componen Gonzalo Barrios, los periodistas Mauro Mauriello y Edmundo (Gordo) Pérez, como tres totems de una religión sedente y sin restricciones dietéticas. También de ese Lezama Lima (p. 135) abotagado por el habano y la pesadumbre de su sabiduría. O la plaza Estrella donde ocurrió mi única detención policial (por menos de una hora) en medio de una manifestación contra el golpe que derrocó a Goulart en Brasil. Claro, me regodee hasta el éxtasis en ese conjunto de imágenes de una María Conchita Alonso en la plenitud de su belleza sensual y magnética (pp. 124 y 125). Me enternecí con las tarjetas de bautizo o con la fotografía utilitaria, para un trámite o para adornar la sala pequeña y pobre, cuyo colorido anuncia una cierta fantasmagoría benévola. Pero mi sacudón mayor ocurrió con los reseñados policiales (pp. 256 y 257) que miran a la cámara con la inocencia del culpable o con el desdén del inocente, en especial el reseñado 113 (p. 258) que parece adormilado, a punto de llanto pero también de sevicia, y la reseñada 463 (p. 259) en su pulcra vestimenta, con su tocado de boina alba, sus ojos tristes y sus labios atrayentes, que más parece preparada para una boda que para una cárcel. Amén de esos inquietantes mapas de redes computacionales (eso parecen los ranchos en las fotos aéreas) que pueblan costados y centros de la ciudad. Y no se diga del linchamiento de un agente de la Seguridad Nacional (pp. 266 y 267), donde nos topamos con la horrible verdad de que los buenos pueden ser mucho más malvados que los malos, basta con que se les presente la ocasión.

Además, contamos en sus páginas con una esclarecedora entrevista de Boris Muñoz a Herman Sifontes, donde éste revela su pasión de coleccionista así como las aventuras transcurridas para contar con ese repertorio único de la mejor fotografía urbana venezolana ahora en manos de la Fundación para la Cultura Urbana. En el prólogo escrito por William Niño Araque y Vasco Szinetar se traza la idea de que se trata de una colección entendida como proceso abierto, obra en proceso, es decir, ampliable y reorganizable. Y, ya hacia el final, escrita por Esmeralda Niño Araque, se nos proporciona una suficiente y adecuada cronología de la fotografía venezolana. Libro, pues, que trabaja como los buenos equipos, a varias bandas y posibilidades. El especialista se verá colmado, el observador interesado lo degustará con vicio, el neófito descubrirá un mundo fascinante, y hasta puede que se descubra a sí mismo en él.

En resumen, estamos frente a una obra donde se nos propone esa gran teatro de la vida en que deviene un sociedad que a trancas y barrancas anda en busca de sí misma, que se va construyendo por capas concéntricas y hasta geológicas, que se superponen y se ocultan unas a otras, que urden un vasto traje con el que los quehaceres urbanos van cubriendo la tierra y dotándola de nuevos cuerpos, nuevas venas, nuevos mapas, mentalidades e imaginarios diversos, gracias a un trabajo que levanta esas capas concéntricas y geológicas para mostrarnos, estrato a estrato, a la urbe física y antropológica como realidad cultural, es decir, humana, cuyo espacio es el tiempo.

Dicho lo anterior sólo te puedo asegurar (lectora, lector) que las mías nada significan para ti pero seguro que darás con las tuyas, esas que también para ti mostrarán nostalgias, allegarán recuerdos, concitarán revelaciones y descubrimientos, sin duda, porque este libro es un banquete especial pues se destaca no sólo por la calidad de su mesa y la cantidad de sus platos sino porque en ella cada paladar encontrará su gema.

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William Niño Araque, Vasco Szinetar, Esmeralda Niño Araque (Curadores)

FOTOGRAFÍA URBANA VENEZOLANA 1850 – 2009

Grupo de Empresas Econoinvest / Editorial Arte, Caracas, 2009