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Il boccon divino: Las trufas blancas de “Da Guido”

agnolotti1Por F. Point

Conocí a los hermanos Oliveros, Alejandro y Daniel, hace muchos años, hacia 1989, durante una legendaria cata que organizaron en el apartamento del segundo y de su esposa Lori Richards, en Nueva York. Se trataba de una vertical de LA MISSION HAUT BRION, que incluía las mejores añadas desde 1921 a 1987. El evento nos tomó cerca de 12 horas, comenzando con rigurosa puntualidad a las 9am y terminando alrededor de las ocho de la noche, con la impensable e irrepetible sorpresa de una impecable botella de CHATEAU LATOUR 1870 (mil ochocientos setenta). Ya no sé cuántos éramos, pero recuerdo la presencia de Ed McCarthy, Clive Coates, Mervin Overtone, Robert Parker, Jeff Sokolin y Steve Tanzer. Después de esa ocasión memorable, fui invitado por ellos a otras dos catas, una increíble vertical de CHATEAU PETRUS y una horizontal de Grands Cru Classes bordeleses de 1945. Todavía conservo aquí, en mi escritorio, la botella vacía de Chateau Lafite que me obsequiara la esposa de Daniel como recuerdo.

Después de esas catas memorables, los perdí de vista, hasta que un buen día me los encontré saliendo del viejo restaurant de Robuchon en rue Balzac. Con el entusiasmo que los caracteriza después de una buena comida y unos buenos vinos, me hablaron de la nueva cocina italiana, más excitante que la francesa en la cual, en su opinión sólo Girardet, “el más grande”, Robuchon, Gagnaire, Dutournier y Sanderens, podían impresionarlo a uno. Me hablaron de Toscana y Piemonte y me invitaron a que los acompañara a una gira por la región prealpina que tenían proyectada para finales de noviembre. “Deberías venir, aunque fuera por las trufas blancas, olvídate de las negras de Perigord!”. Contaminado por la euforia tropical de los hermanos, acepté, de la manera más apresurada. Debo agregar que ha sido una de las decisiones más afortunadas de mi vida.

Y así, el 25 de noviembre de ese 1996, me encontré con los Oliveros y con Laurie Brown, gerente de Royal Wine Merchants Ltd, en el aeropuerto de Niza para ir hasta Mónaco, a almorzar en el “Louis XV”, y después manejar hasta Piemonte e iniciar una gira por la región, cuyo eje gastronómico era el restaurant “Da Guido”, donde, de acuerdo con Daniel, y tenía razón, se conseguían las mejores trufas blancas de Alba. Llegamos entrada la noche a nuestro hotel en Castiglione Falleto, un villorrio, donde todo parece presentarse en pares: dos torres, dos calles, dos restaurantes, dos hoteles y dos cuartos por habitación. La mañana siguiente, comenzó el giro, que nos llevaría a visitar a algunos de los mejores productores de la región, todos tradicionalistas, que se resistían a las innovaciones de los jóvenes. Gente como Bartolo Mascarello, Bruno Giacossa, Giovanni Conterno, Beppe Rinaldi, Teobaldo Capellano, Marcarini y Vietti.

Después de una rápida ducha, salimos del hotel de Castiglione Falleto, a una de las noches más oscuras del planeta, un atributo de las noches de Piemonte. A las 8pm estábamos en Costiglile d’Asti, a la entrada del “DaGuido”. Después de unos minutos de insoportable espera, una jovencita rubia nos abrió la puerta y nos condujo al nivel inferior de la residencia donde funcionaba el restaurant. Luego de esa noche del invierno de 1996, no han sido pocas las ocasiones en que he sido privilegiado por la experiencia inenarrable de las trufas blancas, aunque nada como en esa ocasión. Bajando las escaleras, ya había comenzado a insinuarse el olor inconfundible de la Tuber Magnatum Pico. Pero fue segundos más tarde, cuando fuimos arropados por una enorme ola olfativa, que nos bañó con sus aromas, como una ola hawaiana baña a los surfistas. Recuerdo, y no exagero, que costaba avanzar ante el empuje invisible de aquellos efluvios impensados. Con una sensación de mareo y ebriedad pituitaria, llegamos a la mesa reservada. Sin articular palabra y respirando apenas, hasta que Daniel, el primero en regresar a la superficie, pidió la lista de vinos.

Después de ordenar lo que me pareció era vino para todos los comensales esa noche, se presentó, con una elegancia desusada, Piero, el hijo de Guido, el fundador de la dinastía con el menú. Conocía las envidiadas capacidades de Daniel, el más joven de los Oliveros, para asimilar ingentes cantidades de los mejores vinos, lo que desconocía era las capacidades míticas de su apetito. “Este venezolano”, pensé, “no pide por platos, pide por páginas ”. Y allí comenzó una de las comidas más memorables de todos los tiempos incluyendo las Bodas de Canaá. “Este no ha sido un buen año para los vinos, comentó Piero con picardía, así que è molto buono per il tartuffo”. Y comenzó aquel desfile de maravillas que, en términos puramente históricos, sirvió para entender porqué Vittorio Emmanuelle era el legítimo rey de Italia y no un advenedizo mercader florentino. Después de asimilar aquella demanda ingente, Piero trató, y lo logró, poner un poco de orden en aquel delirio rabelesiano, que ameritaba, no la acostumbrada libreta de un maitre, sino eso que los venezolanos llaman un bloc:

1º Huevos con fonduta y trufas. Los huevos de Piemonte son irrepetibles, no tienen amarilla, sólo un centro con el color del sol naciente de la bandera nipona, bañados con la fondutta, que es queso fontina trabajado, con la paciencia de un orfebre, a mano y más huevos hasta conseguir una crema inimaginable en otra geografía. Piero, como un Zeus materializado, dejó caer sobre la preparación el oscuro objeto de mi viaje: lonjas de trufa blanca de roble, obtenidas de los bosques nocturnos de Alba, por la misma gente que, durante más de cuarenta años, venía procurándoselas al restaurant. “Las mejores trufas de Piemonte son para Da Guido”, comentó el elegante Piero, de negro impecable, “pero no por mí, sino por il mio padre, que conocía a los abuelos de los actuales buscadores de trufa”. El resultado es una crema amarfiladaque se convierte en rojo africano cuando se rompe con el tenedor el centro de huevo, aquella superficie turgente ávida de aquel milagro no comparable a otro, que es la trufa blanca en un buen año. No es humana la experiencia, la simpleza de aquel plato en manos de la gente de “Da Guido”. Años después, tuve el privilegio de encontrar algo casi igual en los fogones de otro restaurant piamontés, “L’Antica Corona Reale da Renzo. No quiero mencionar todavía los vinos de Daniel pero mi primera conclusión, todavía hoy, me parece irrefutable: es cosa de necios atreverse al “tartufo bianco” fuera de los límites de Piemonte. No son trufas negras, que lo aguantan todo, son blancas. Pero esto era sólo el comienzo y ninguno mejor, sigo creyendo casi quince años después.

2º Carne raza piamontesa cruda, cortada a mano. Nada que ver con las burdas variedades del tartare. Esto es sólo carne finamente cortada, con sal y pimienta y aceite de oliva de los alrededores de la costa de Liguria. La diferencia es que la materia prima viene de una raza de ganado que sólo se produce en los alrededores de Alba.

3º Vitello tonatto en su mejor presentación, lonjas casi transparentes de ternera, con una mayonesa de atún en base al mismo aceite y algunas alcaparras de la isla de Salinas.

4º Agnolotti al zugo di arrosto (en la foto)

4º Tallarines con mantequilla y una variedad diferente de trufas. Son los mismos tallarines, pero preparados sin agua, sólo con los huevos sol naciente de Piemonte. Se calculan unas dieciséis amarillas por kilo de harina. El agua está prohibida. En el fondo es una variación del matrimonio ideal entre la trufa y los huevos.

5º Cardo con huevos y trufas en su fonduta. El cardo es un tallo con la consistencia de un célery pero con un sabor neutro bienvenido por los demás ingredientes.

6º Brassato de ciervo al Barolo, un guiso perfumado de ciervo con una reducción paciente de grandes caldos de la región.

7º El Capretto di Roccaverano con olio e rosmarino al forno. Piernas de este cuadrúpedo semisalvaje, cocinado lentamente y sin adornos, que lo sumergen a uno en esos bosques milenarios con los olores nobles de una tierra que ha dado los mejores intelectuales italianos. Nada parecido, a pesar de los esfuerzos de otros hornos.

8º Quesos de cabra en hojas de castaño o en cenizas.

9º Variaciones sobre una panna cotta que se desliza sobre el plato con la turgencia y sensualidad de los senos que hemos imaginado en las mujeres griegas.

10º En lo que me pareció una bienvenida muestra de delirio por parte del inolvidable Piero, un huevo apenas escalfado y gotas de fonduta con láminas que ya no eran de trufas, sino del fruto del árbol del Paraíso Perdido, nada comparable desde entonces. “È giusto”, sentenció Piero, se trata del “Tartufo dei Cardinali, molto dificile di trovare”. La alusión a los cardenales, deriva de un diminuto punto rojo, en el centro veteado del tartufo.

A estas alturas, el orden de mis anotaciones parecía tan tropical como la hospitalidad de los Oliveros, sin embargo, alcancé a anotar, si no en el mismo orden, sí, las etiquetas de los vinos escanciados:

DOLCETTO DI DOGLIANI BRICCOLERO. QUINTO CHIONETTI 1993

BARBARESCO SANTO STEFANO DI NEIVE. BRUNO GIACOSA 1971 Magnum.

BAROLO BRUNATE. GIUSEPPE RINALDI 1985

BAROLO MONFORTINO. GIOVANNI CONTERNO 1964

BAROLO. SOBRERO 1955

BAROLO. BARTOLO MASCARELLO 1964. Mágnum

No son pocos los platos y vinos que han desfilado frente a los ojos de este cronista desde entonces, pero si tengo que recordar tres de ellas, una, sin duda es la de esa noche de noviembre de 1996, la más oscura de todas las noches de mi vida, convertida en sol radiante gracias al inalcanzable placer del “tartufo bianco” de Alba y la generosidad de los hermanos Oliveros.