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El club de la Electricidad

Crónicas desde San Bernardino

Los PróceresPor Arturo Almandoz Marte

1. Estirado cada quincena en aquella libretica marca Caribe que llevaba con su escritura casi cuneiforme, el ajustado presupuesto de papá como auditor del ministerio de Obras Públicas nunca alcanzó para adquirir membrecías de clubes o pagar viajes al interior, ni mucho menos al extranjero, en los meses de vacaciones. Era entonces cuando los primos de La Castellana y Altamira traveseaban en las playas de Aruba y Curazao, mientras sus padres tahúres se adentraban en los casinos; los primos de La Florida en cambio, llevados por las tías profesoras, visitaban Ciudad de México y Teotihuacán, el Cuzco y Machu Picchu, de donde nos traían souvenirs para seguir decorando la casa en que trascurría nuestra vida sedentaria y parroquiana.

En uno de aquellos quietos y domésticos veranos – “inviernos” por lo de lluviosos, según rezaban las lecciones del libro Nociones elementales, que usábamos en el colegio Tirso de Molina – resultó sorprendente y bienvenido para nosotros recibir las invitaciones, de parte de los nuevos vecinos, para que yo, benjamín y único niño de la casa, los acompañara al club de la Electricidad de Caracas. La familia de un gerente de esta compañía se había mudado a la quinta contigua a la nuestra, en lo alto de San Bernardino, a mediados de aquellos infantiles años sesenta; tiempo en el que, al menos en nuestra calle modesta, las doñitas tenían que ingeniárselas para entretener a la muchachada en los luengos julios y agostos, antes de que se instituyeran los campamentos vacacionales en los setenta; fueron éstos, según creo recordar, derivación criolla de los campings en Orlando y Pompano, a los que eran enviados los niños bien, hasta que sus padres los recogían para rematar con el viaje a Disneyworld. Pero estos “lujos asiáticos” – para utilizar la expresión de mis padres, la cual después trocarían por “sauditas”, aunque los campamentos fueran en Norteamérica – estuvieron siempre allende mi calle, mi colegio y mi generación, para alivio del presupuesto familiar.

2. Quizás por no ser yo niño de diversiones callejeras sino domésticas, de juegos de mesa y suplementos en lugar de pelotas y metras, el club de la Electricidad devino para mí, junto a las visitas al centro con mamá, jalón en la relación con lo público y con la diversidad urbana. Cuando los días no amanecían nublados o lluviosos – fue la primera vez en mi vida que me preocupé por el estado del tiempo – nos íbamos en el inmenso Chevrolet Bel Air del señor Luis, de azul siempre perlado y lleno de calcomanías en el vidrio trasero; más tarde lo haríamos en el ocre Renault 12 que le compraron a la señora Alicia, quien nunca llegó, dicho sea de paso, a dominar el cloche ni las velocidades sincrónicas, como ocurriera a muchas otras doñitas de su edad que manejaban por vez primera.

Se le accedía al club por una calle local, que no sé si todavía exista, en la parte inferior de Chacao, cuando este nombre no tenía la resonancia del próspero municipio que ha llegado a ser, sino que era todavía, como en El exilio del tiempo de Ana Teresa Torres, distrito residencial de inmigrantes mediterráneos venidos a Caracas en la segunda posguerra, algunos de los cuales todavía transitan por sus plazas y tascas. Por ubicarse al sur de la avenida Libertador, donde cambian los usos permitidos, el Chacao del club de la Electricidad estaba también poblado de emblemáticas industrias como las del aceite Branca y los helados Tío Rico; todas ellas daban a la zona, además de peculiares olores fabriles, una colorida dinámica laboral y publicitaria, contrastantes con el anodino paisaje residencial de la parte alta de San Bernardino.

3. El club de la Electricidad tenía una piscina grande con un área profunda, que a mí se me antojaba de dimensiones olímpicas, en la que se les permitía zambullirse a todos los muchachos del vecindario que eran convidados; pero yo permanecía confinado a la piscina infantil, donde tuve que aprender a nadar bajo la atenta mirada de la señora Alicia, entusiasta capitana de las excursiones. No era extraña esta desventaja mía con respecto a los avezados muchachos del grupo, considerando que apenas había conocido el Caribe durante una remota estadía en el hotel Miramar de Macuto, con mamá y los abuelos, en días que más tuvieron del novelesco tempero de Blanco Fombona o Díaz Rodríguez, que de aventura playera a lo Massiani. Y en cuanto a las piscinas, las había contemplado cuando éramos invitados por los tíos a los clubes de Puerto Azul o Playa Azul; pero sólo a mis hermanos les era permitido sumergirse en la de los Espejos, que era como un océano cúbico que me llamaba la atención sobremanera, quizás por asociarla con la película 20 mil leguas de un viaje submarino, la cual viéramos con mamá por esos años en el Hollywood de La Candelaria.

Cuando finalmente aprendí a nadar con la ayuda de una pequeña tabla de anime, me fue permitido pasar no sólo a la piscina grande del club de la Electricidad – aunque siempre en lo más llano – sino también probar la del Círculo Militar. Aquí nos llevaba la señora Alicia en ocasiones especiales, después de haber contactado a algún pariente que tenía en la aviación; además del recorrido a través de las arboladas avenidas de Santa Mónica y del paseo Los Próceres, distritos ignotos para mí, me llamaban la atención las ánforas ciclópeas que anunciaban los edificios neoclásicos, los cuales tardaría yo mucho en saber que eran de Antonio Malaussena. Como me ocurría en los sótanos del Centro Simón Bolivar cuando iba yo con mamá, también me impresionaban los macizos cuerpos de los murales en mosaico, que tampoco sabía yo que fueran de César Rengifo; de lo que estaba cierto era de que comenzaban a atraerme tanto como los bíceps y los glúteos que veía en las piscinas y los vestidores de los clubes.

4. Entre los beneficios que a nuestra casa alcanzaban de aquella próspera compañía – asentada en el sobrio edificio diseñado por Tomás Sanabria en la avenida Vollmer, a la entrada de San Bernardino – no sólo se contaban la luz de cada día, por supuesto, así como las invitaciones al club, sino también la miscelánea corporativa que el señor Luis nos regalaba; casi toda ilustrada con aquel muñequito llamado K-listo, de electrificado cuerpo y nariz de bombillo sobre la cabeza de enchufe, la papelería incluía desde libros para colorear hasta las agendas con las que era obsequiaba mamá cada diciembre. Encuadernadas en tonos pastel semejantes a la fórmica que por entonces llegaba a las cocinas americanas de parientes y vecinos – salvo la nuestra, que seguía teniendo la vieja estantería de madera – esas agendas combinaban no sólo los calendarios y santorales con máximas de sabiduría, en la usanza tradicional, sino también recetarios sencillos y prácticos, que sirvieron a mamá y Margarita, hija de crianza, para variar los menús con los que complacernos en el diario trajinar de almuerzos y cenas.

Por hacer creciente uso de batidoras y licuadoras, así como de otros electrodomésticos publicitados en sus páginas junto a los alimentos precocidos – de las sopas Maggie a la crema-arroz Polly, pasando por la consabida harina PAN – quizá no correspondían ya los recetarios de esas agendas a la que Picón Salas llamara cocina romántica venezolana, heredera de coloniales manjares de manufactura artesanal. Completadas por mamá en conversaciones con mis tías que después transcribía con la caligrafía aprendida en el colegio Limardo, tampoco tenían sus recetas las pretensiones de esa nouvelle cuisine criolla que abunda ahora en restaurantes y academias de gastronomía. Pero vistas desde la perspectiva de hoy, cuando las atesoro como incunables de una temprana modernidad doméstica – aunque en nuestra casa, repito, estuviera más en los libros que en el equipo culinario – son para mí esas agendas y sus recetarios suerte de caseros misales de doñitas como mamá y la señora Alicia, así como de muchas otras cuyas familias engrosaron y colorearon la clase media de la Venezuela de entonces.

5. Quizás por haber alcanzado una consolidada posición ejecutiva en aquella Electricidad de Caracas de otrora, que como tantas compañías públicas y privadas, emblematizaron la Venezuela desarrollista que fuimos, mucho resintió el señor Luis la progresiva desatención que recibiera como jubilado. Siempre se quejaba por la disminución en los niveles de servicios públicos, así como del mermado ingreso real por su pensión del seguro social, la cual no le permitía mantener la modesta pero digna vida que tuviera como trabajador activo, todo lo cual resonaba, al menos para mí, como una letanía criolla del dramático deterioro de la población de tercera edad en el Tercer Mundo. Tal como me lo comentaba al darme la cola algunas veces en el envejecido Malibú, que no pudo cambiar sino apenas mantener desde los años ochenta, lamentaba sobre todo que, en el ocaso de su vida y el albor del nuevo siglo, Venezuela se adentrara en una dizque revolución socialista, que no haría sino alejarla del progreso por el que tanto luchara él, como tantos otros trabajadores de su generación, durante la ahora denostada Cuarta República.

En los atropellados días que siguieron a la súbita muerte del señor Luis, todos esos recuerdos se aglutinaron al ver yo a la señora Alicia, con mirada desorbitada por la desgracia que no acababa de entender debido a su Alzheimer, montada ya en el carro que la conduciría fuera de su San Bernardino de siempre, allende la Caracas roja que ya ni siquiera reconocía, llevada a vivir con sus hijos en alguna ciudad del interior. Mientras la calle lloraba el fallecimiento del señor Luis y la partida de la señora Alicia, frente a su vaciada casa senil, trataba yo de quedarme con algún postrer destello de la doñita que nos invitaba, en las dichosas vacaciones de verano, al club de la Electricidad.

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* Una primera versión fue publicada en El Cautivo, Año 6, No, 48, noviembre 2009, http://www.elcautivo.org.