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Las pasiones del intelecto

escritorPor Luis Guillermo Franquiz

Cuando uno está inmerso en una pasión artística es bastante difícil encontrar una pareja comprensiva que asimile nuestros cambios de humor, la ambivalente necesidad de un espacio propio, los súbitos arranques de melancolía y el diálogo permanente con las voces internas. Todo artista, todo creador, vive en un mundo con reglas particulares, ajenas, que de vez en cuando tendrá que flexibilizar sus pensamientos para ajustarse a la cotidianeidad. Es un precio justo, creo yo. La idea me vino porque recientemente leí un artículo sobre las parejas literarias de la historia y la influencia que se ejercían mutuamente.

Para el escritor la soledad es una herramienta muy importante; uno lee en soledad y escribe en soledad y reflexiona cuando está solo; luego llegan estas voces ajenas que distorsionan todo, pidiendo esto o aquello, cuando lo que uno quiere es estar a solas para poder trabajar tranquilo. Cualquier pareja que se tenga quizás hará un esfuerzo por entender este mundo interno, pero no siempre es tarea fácil. El escritor se afana en una realidad alterna, suplantando la imaginación y llenando el silencio con diálogos inexistentes. ¿Cuántos no hay que lo catalogan a uno de loco? Bueno, en mi caso soy feliz con mi locura. Y mi soledad. Porque esta soledad no implica silencios, ni aburrimiento, ni ausencia de amigos; es todo lo contrario. Pero cuando uno hace cierta apuesta sentimental con otra persona, el ingrediente literario y creativo estará siempre presente, en el medio, bajo la cama, sobre la mesa, en cada orgasmo y en el crepúsculo de cada tarde lluviosa.

Hannah Arendt y Heidegger, Elena Garro y Octavio Paz, Alberto Moravia y Elsa Morante, H. G. Wells y Rebeca West, Silvina Ocampo y Adolfo Bioy Casares, Kafka y Milena Jesenská, Joseph y Jessie Conrad, Ramón Gómez de la Serna y Luisa Sofovich, Henry Miller y Anaïs Nin, Paul Celan e Ingeborg Bachmann, Lillian Hellman y Dashiell Hammett, Colette y Henri Gauthier-Villars, Rafael Alberti y María Teresa León, Arthur Rimbaud y Paul Verlaine.

Las preguntas surgieron casi enseguida: ¿qué tanto se nutren unos a otros y se aprovechan de las sugerencias, los puntos de vista alternativos? ¿Es positiva esta simbiosis literaria? ¿Ayuda emocionalmente para alcanzar otros niveles de creatividad? ¿O sucede todo lo contrario, pero con el mismo fin? ¿Acaso la angustia, el tormento, la ansiedad sentimental oxigenan páginas nuevas y llenas de vitalidad? ¿Puede el drama amoroso concebir propuestas diferentes, frescas, dentro del sufrimiento?

Tengo una pareja de amigos que parecen complementarse bastante bien. Él escribe cuentos con una prosa sugerente; ella adora la pintura y crea lienzos maravillosos. Los dos conviven dentro de una esfera luminosa, intensa y comprensiva. Creo que la ayuda que se ofrecen a nivel narrativo y la visión diáfana de sus respectivos mundos particulares es muy constructiva y liberadora. Ambos conviven en un mismo nivel y se apasionan casi siempre por las mismas cosas; pero tengo entendido que no siempre sucede una interacción tan admirable entre dos mentes creadoras. Ellos interpretan esas pequeñas excepciones a la regla. Ellos se la llevan bien; otros han tenido historias casi de terror.

Anaïs Nin tuvo la necesidad de un sustituto para su padre, un hombre a quien idolatrar y admirar; Henry Miller ocupó ese espacio por una temporada, pero la asistencia creativa entre ellos fluctuaba según la temporada. Algunas veces el escritor estadounidense se mostraba bastante crítico con las páginas de su amante; otras la empujaba para que alcanzara otros niveles de redacción. Y gracias a ella, Trópico de Cáncer pudo al fin ver la luz. George Sand y Alfred de Musset vivieron una relación muy peculiar también, saturada de una pasión intoxicante y continuas separaciones hasta alcanzar los estertores finales; se asemejó más al choque de dos imaginaciones, dos formas de ver la vida y de amar. Era un amor titánico.

Sartre y Simone de Beauvoir, probablemente, disfrutaron de una relación más flexible y cómoda, con lápices en mano para hacer correcciones constantes, aunque se ha escrito mucho en los últimos tiempos acerca de las discretas disputas por los celos de la escritora, quien parece que no se sentía tan liberal como lo proclamaba entonces. Del otro lado descansa Sylvia Plath, quien recurrió al suicidio porque su marido carecía de las herramientas precisas para entender las tormentas de su interior; lo irónico es que la mujer por quien Ted Hughes terminó abandonando a su esposa, también se suicidó.

F. Scott Fitzgerald y Zelda forman un caso aparte, mucho más complejo. Tuvieron la oportunidad de disfrutar de una vida de viajes, lujos y excesos, pero la relación personal entre ellos estaba saturada de claroscuros y adicciones, sin mencionar el desequilibrio mental de la propia Zelda. Y si de desequilibrios se trata, Virginia Woolf pudo sacar a la luz sus proyectos narrativos gracias a la imprenta de su marido, quien colocó en segundo plano sus propias creaciones literarias para encargarse de las de su mujer. Pero aquí lo importante es la narración, el aporte que estos hombres y mujeres hicieron gracias a (o a pesar de) sus relaciones amorosas con otras mentes brillantes.

El auxilio, el desgaste físico, el melodrama, la neurosis, el acicate intelectual, la presión emocional, los celos, los arrebatos coléricos, el existencialismo; son todos ingredientes para una obra poderosa, eterna y llena de matices subliminales. Aunque no quiero dejar afuera las pasiones tangenciales que se desarrollan dentro del campo artístico, que fue por donde comencé. Allí también reposan los amores de Camille Claudel y Rodin; así como la gama de pasiones multicolores entre Diego Rivera y Frida Kahlo. Cada una de esas relaciones representa un universo singular, turbulento, dinámico, explosivo; con reglas particulares y leyes que se ajustaban a las diferentes personalidades en juego; pero una cosa es cierta: nunca, nunca, podrán catalogarse de aburridas, independientemente del resultado.

Foto: Taleb