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Vía Zanzíbar

Crónicas porteñas

airport-waiting_APor Gustavo Valle

Sabrán disculparme, pero esta crónica porteña tendrá mucho de caraqueña pues acabo de viajar a mi querida y odiada urbe tropical metida, la pobre, dentro de un corsé de montañas escandalosamente bellas.

Llegué (a Caracas) en vuelo barato y tedioso, con escalas y trasbordos parecidos a los círculos del infierno. A mis años, los aviones agregan una dosis de inquietud a mi vida inquieta, y en todo el viaje vine pensando en administrarme unas pastillitas recetadas por el eminente psiquiatra Doctor Luis Enrique Belmonte, pero no lo hice. Y créanme que me arrepiento.

En el aeropuerto de Guarulhos en Sao Paulo debí padecer largas horas sometido a un non stop de fútbol a través de los televisores pantalla plana. Informo que en el aeropuerto de Guarulhos sólo se puede ver a veintidós idiotas pateando una pelota en forma televisiva. Entonces me irrité: ¡joder, huyo de la patológica fanaticada porteña para aterrizar en la enfermedad brazuca! Pero no queda otra, me dije: la vida es un penalty, y seguí pateando el aeropuerto.

Aproveché, sin embargo, el tiempo muerto y leí la última novela de Joao Gilberto Noll, Harmada, un autor del que me he convertido en su mejor agente publicitario. Noll tiene personajes que sin mucho psicoanálisis irrumpen en sus narraciones como si los conociéramos de toda la vida. Y yo, en Guarulhos, irrumpí (nadie se dio cuenta, soy un extremista de la discreción) como un personaje de Noll, rumbo al trópico, acarreando una mochila con libros y una laptop con la que pretendía escribir unas líneas acerca de Alfredo Silva Estrada, el Gran Alfredo, el queridísimo poeta Del traspaso.

Pero estando en las incómodas sillas de Guarulhos, advertí que no había donde diablos enchufar la computadora, y tampoco había wifi, dos cosas (tomacorrientes y conexión inalámbrica) sin las cuales me declaro incompetente para navegar esta vida y sus angustias. De modo que apenas pude garabatear unas líneas hasta que mi batería de litio dijo Kaputt, y también mi bolsillo dijo kaputt, pues informo que el aeropuerto de Guarulhos es carísimo, y ahora que Brasil es una potencia continental y detenta una moneda casi tan fuerte como el dólar, comerse un innoble sanduchito junto con una cerveza Xingu puede salir lo mismo que un jugoso bife con ensalada y botella de vino en cualquier restorán de Palermo. De modo que sin poder escribir, escuchando fútbol en un portugués ametrallador y masticando innobles santuchitos, me dispuse a leer, y así fue que invertí las doce horas que me quedaban por delante.

Y por fin, ya desmoralizado y a disgusto, tras casi un día haciendo la campaña admirable –no por los Andes sino por los Sertones–, arribé a Maiquetía, esa insólita geografía de aires miasmáticos, como bien la describiera Alejandro de Humboldt en su viaje recordado.

Y fue después llegar a Caracas. Ah, Caracas, la del sultán con charreteras y la odalisca finisecular, nuestra valquiria transcultural y del caribe. (Entre paréntesis: algún día habrá que llevar a los tribunales a José Antonio Peréz Bonalde por semejante disparate metafórico). En fin, Caracas, la ciudad de los techos rotos, la del batazo de la suerte, y la de los amigos, que cada vez parecen incrementar su amistad en una espiral de abrazos y jodedera, como si en vez de amigos fueran hermanos y en vez de hermanos fueran amigos… Caracas, con sus gallegos, cubanos, italianos, argentinos, chinos, uruguayos, colombianos y peruanos. Y con sus niños pordioseros, y sus señoras perfumadas, y sus guaraos y pemones pidiendo monedas bajo un violento sol de zinc. Todos metidos en un mulinex cultural, puestos a girar y a despedazarse; así parece ser nuestra idiosincrasia, un poco atolondrada, otro poco ingenua, al borde de un enorme abismo.

Y yo, que vivo sin ese abismo (o lo llevo subliminal y horizontalmente), que vivo sin esas capas tectónicas de país petrolero donde poder sumergirme a buscar porquerías, y sin ese valle de lágrimas de cocodrilo, la extraño. Sí, qué le vamos a hacer: extraño Caracas. Y cada vez que aterrizo en mi país secuestrado, pienso en el día lejano en que me fui y en el día lejano en que volveré.

Por lo pronto, y para evitar saudades vergonzosas y derrapes innecesarios, leo con fervor a Joao Gilberto Noll para ver si así, como por arte de magia y sin ayuda del psicoanalista, llega a mis manos un nuevo pasaje aéreo vía Guarulhos, o vía Zanzíbar, o vía la Luna, que me permita pasar unos días en mi tierra, irrumpir allí, porque debo admitir que últimamente me he convertido en un ciudadano neotelúrico y monotemático, que equivale a decir anacrónico y desencajado, es decir alguien que viene poco a poco perdiendo la cordura.

¡Salud!

Foto: iiccaracas