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María Fernanda Palacios “El trabajo del crítico: valorar y no categorizar”

Hoy es el cumpleaños de la escritora venezolana María Fernanda Palacios y Prodavinci ha querido rendirle homenaje publicando una interesante entrevista que le realizara Rafael Arráiz Lucca en 1987.

mariafernandapalaciosPor Rafael Arráiz Lucca

Intuyo que su labor de ensayista parte de una premisa de Picón Salas según la cual dudar, no afirmar categóricamente, es la mejor manera de acercarse al objeto.

Me gustaría que fuera así. No me gusta hablar de literatura haciendo generalizaciones o afirmaciones rotundas, es algo que me da miedo. No quisiera ser arbitraria ni caer en eso de enjuiciar las cosas o clasificarlas atendiendo a un método y pretender manejarlas. Creo que lo difícil es ver, leer de verdad, y luego transformar esa experiencia en una mirada, o en una voz, una entonación, donde no se pierda aquella “raíz personal” del encuentro con la obra. El ensayo es para leer mejor o para leer de otro modo. Así como un fotógrafo toma un aspecto de una ciudad para iluminarla y en cierto modo la descubre, así el ensayo debe dar luz, sombra y matices. Sé que en esto voy contra la corriente de moda en ciertos círculos y cenáculos académicos donde se insiste en hablar de un “discurso” crítico a costa de suprimir al crítico, es decir, a la “persona” que lo enuncia. Por el contrario, a mí me interesa ese crítico, no como ser biográfico sino como persona en el sentido de máscara o voz impersonal, un ser que es parte de la ficción. Sus ejemplos más fascinantes en nuestra lengua son Borges y Lezama.

¿El ensayo no es el espacio para la opinión?

Creo que deberíamos matizar bien lo que entendemos por opinión. Nuestra tradición ensayística viene de los franceses, en buena medida, y ellos ponen el énfasis en la teoría, su pensamiento tiende a ordenar y categorizar. Aun cuando hagan fenomenología o psicoanálisis, los críticos franceses teorizan; no encontramos en ellos una verdadera entonación personal, aunque sí un estilo; con la excepción quizás del ultimo Barthes. Es como si Montaigne tampoco hubiese sido “profeta en su tierra” ¿no? En cambio, la crítica propiamente dicha es más anglosajona y está basada en la opinión, pero una opinión matizada que, aún siendo subjetiva, puede ser impersonal. Es decir, la subjetividad no los lleva a eliminar esa impersonalidad que permite matizar, sin imponer. Uno puede afirmar algo con mucha pasión, sin pretender imponer eso que dice o agotar lo que está viendo.

¿Una vez que se opina se empobrece el objeto?

La opinión es algo bastante humilde y no tiene “poder” sobre el objeto, sólo pretensiones (si se vuelve “pretenciosa”). Sabemos que las obras son inagotables. Todo depende de cómo se exprese esa opinión. Si se la disfraza con una falsa “auctoritas” (el método, ese falso rigor seudo-científico), se empobrece, no tanto la obra como la crítica. Es decir, la opinión crítica no puede empobrecer la riqueza de un texto, pero puede no ser más que una pobre opinión.

¿No hay autores que le fascinan por arbitrarios?

Ah claro, la arbitrariedad es fascinante. Pero es distinto, el autor te está creando un mundo.

También me refiero al ensayista.

Un ensayista también crea un mundo, aunque éste sea de naturaleza intelectual. Picón Salas, por ejemplo, entre nosotros (para no insistir en Borges) ha creado un mundo a través de sus ensayos. Además, ¿no crees que el capricho, la opinión “caprichosa”, si matiza con humor, con sensibilidad, con inteligencia, es sumamente iluminadora, aun cuando pueda estar “equivocada” en muchos terrenos, aun cuando sea abiertamente “provocadora” (volvemos a Borges)? También Octavio Paz tiene a veces una arbitrariedad fascinante, te envuelve en ella, en su lucidez, en su ritmo (la inteligencia no es sólo ideas, sino un ritmo que puede darlo la escritura), pero te confieso que no me gusta cuando Paz generaliza demasiado sus afirmaciones.

¿Podría pensarse que la contrapartida de la duda de Picón Salas es la afirmación de Briceño Iragorry?

Son muy distintos. La obra de Briceño Iragorry no tiene el elemento lúdico que creo debe tener el ensayo. Su obra es más un ejercicio de pensamiento. No siento en él un temple ensayístico sino, más bien, doctrinario. No encuentro en su obra el placer de leer un ensayo.

¿La ideología, como estructura impuesta, está reñida con su visión del ensayo?

Puedes tener una ideología y escribir buenos ensayos, indudablemente. Pero al escribir, tu ideología tendría que hacerse escritura; el ejemplo es Benjamín. Hay un placer al leer a Benjamín porque no es un catecismo, una doctrina, a pesar de ser ideológicamente tan comprometido. Hay algunos para quienes escribir ha sido la vía para enriquecer o modificar su ideología, mientras que para otros, la ideología se convierte en la justificación para escribir y eso ya termina siendo adoctrinamiento o recetario.

¿La premisa de la duda no puede, al hacerla sistemática, convertirse en una retórica?

Cualquier premisa puede convertirse en una retórica. Porque lo que entendemos por “sistematizar” muchas veces no equivale a “coherencia” o “consistencia” sino más bien es sinónimo de comodidad y de repetición: encontrar una “fórmula”, como un lente ya hecho para enfocarlo todo y así hablar de cualquier cosa. Por eso evito partir de una premisa exterior al texto, a mi lectura. Lo único que me guía es escribir sobre algo cuando necesito hacerlo. Tiene que producirse un hallazgo, un encuentro con lo que estoy leyendo, de lo contrario no escribo. Sin intimidad con la obra no surge una escritura sobre ella.

Amplíenos más sus ideas sobre la intimidad necesaria con la obra para llegar al ensayo.

Se trata de dejarme tomar por el mundo del autor, por sus imágenes. Como si uno fuera estableciendo una especie de cordialidad, de trato cotidiano con su mundo. Lo que entiendo por estudio es esa amistad con las obras, hasta que lleguen a ser como una ciudad o una casa en la que hemos vivido largo tiempo y podemos tener una memoria propia de ellas, algo nuestro, y eso es lo que tenemos que decir de ellas. Cuando me atrevo a escribir algo sobre un autor es porque su obra me acompaña.

¿Cuáles son los poetas venezolanos que le acompañan?

Empecé a trabajar con literatura venezolana hace cuatro años. Mi intimidad se reduce a pocos nombres: Guillermo Sucre, a quien leo desde que publicó “Los Adioses” en tiempos de Sardio. Su sensibilidad me tocó y me acompaña desde entonces junto con Rafael Cadenas. Fíjate que para “quedar bien” debería mencionar a Ramos Sucre, pero, en realidad, lo he leído y trabajado poco. No es un autor cuyo mundo me haya tocado especialmente. Hay algo en su sensibilidad que no sintoniza conmigo, aun cuando reconozco su calidad. También, me gusta muchísimo la poesía de Palomares y la de Montejo: El reino y Terredad son libros para releer, también Por cual causa o nostalgia de Sánchez Peláez o la poesía de Enriqueta Arvelo Larriva, por ejemplo.

¿Es muy importante la unidad del poemario?

No necesariamente. De pronto, a uno le gusta un poeta por un poema. A mí me gusta que los libros de poesía sean cortos. No que los poemas sean breves (te confieso que disfruto más una Elegía que un “haikú”). Creo que un libro de poemas es un ámbito, no una quincalla donde haya de todo. Debe tener un ámbito íntimo, donde sientas que un poema dialoga con otro y que juntos hacen un cuerpo, o una voz. No hablo de “unidad” exterior (temática, formal o estructural) sino interior.

¿No se habrá creado un estereotipo, un mito, sobre la necesidad de la unidad del libro, no será, también, una comodidad de la crítica?

Sí, es verdad. Hay una comodidad de parte del crítico en exigir la unidad, o su contrario: la incoherencia. Lo difícil es ver lo que tienes delante, valorar lo que tienes allí. Volviendo a lo anterior, me gusta más el poeta que limpia, porque de lo contrario hay mucho ruido, y es terrible tener que leer malos versos de buenos poetas.

¿Cómo se siente en relación con su libro de poesía?

Lejísimo. La poesía en mí no es una obsesión sino, más bien, un regalo. A veces se me da la oportunidad de escribir y terminar un poema, a veces consigo la concentración o la serenidad necesarias para “hacer la atrapada”, como se dice en Baseball, otras veces no se hace el “out” y allí siguen esos versos a medio camino, en una espera interminable y uno entonces abandona el juego, o lo pierde. . . y hay que saber perder. Creo que la poesía depende más de los dioses que de uno. Conste que no hablo del poeta inspirado ni de nada de eso. Simplemente quizá no tengo disciplina para la poesía.

¿El poeta requiere de disciplina?

Una disciplina que puede ser sinónimo de devoción, de dedicación. Una entrega absoluta a la obra; unos buenos ejemplos son Lezama Lima y Vallejo. Ahora bien, tú no tienes porque pedirle a alguien, que alguna vez escribió unos poemas, que siga escribiendo toda la vida. A nadie puede reclamársele que escriba. Puedo pasar tres años sin escribir ni una línea y no creo estar en deuda con nadie, ni me siento culpable de nada. Creo que eso de escribir para un público, eso de que un autor “debe” algo (o “se debe”) a “sus” lectores, o que tiene un “compromiso histórico” con “su” país o “su” época, es puro “vedettismo”, “pantalla” o “inflazón”, es como hipotecar el verdadero tempo de la obra a las expectativas y velocidades del “yo”, a los proyectos de la voluntad. El yo y la voluntad servirán quizás para muchas cosas, no lo dudo, pero no para hacer obras de arte. Hay narradores de una sola novela y por qué les vamos a pedir más, por el contrario, a muchos escritores habría que pedirles que escribieran sólo lo que podían escribir y nos ahorraran el resto. ¿No crees que una buena novela ya es muchísimo?

¿Ha ido reuniendo poemas con miras a un libro?

Tengo textos reunidos, pero con miras a un libro no. Por ahora no tengo ninguna fantasía con eso.

¿Aparte del libro que publica Monte Avila Editores tiene algún otro en proyecto?

Estoy trabajando sobre Teresa de la Parra desde hace varios años. Con suerte este año termino ese trabajo.

De su experiencia como profesora universitaria: ¿cuál es el balance?

Que he aprendido mucho. No sé si habré enseñado algo, pero enseñar es mi manera de aprender y siento que eso lo hago con devoción, con pasión. Siento un gran placer preparando y dando clases (¿será esto la vocación?). Todos mis ensayos salen de mis cursos porque es allí donde recibo el estímulo, el alimento.

¿Percibe un deterioro en la preparación de los alumnos que llegan a la Escuela de Letras?

Sí. Debo decirte que sí. El fenómeno que uno nota en los últimos años es que hay como dos escuelas en una. Una minoría, los que uno puede llamar estudiantes de letras, han leído algo más allá de las lecturas de bachillerato (Julio Garmendia, Doña Bárbara, Ana Isabel, una niña decente, Piedra de mar, los cuentos de Uslar, “La i latina” y García Márquez). ¿Cuál es el criterio? ¿Será tan “antipatriótico” leer a Cervantes, a Shakespeare, a Homero, a Dostoyvesky? No creo que nuestros verdaderos valores se beneficien con ese tipo de exaltación sectaria y cómoda; ni creo que nuestra cultura pueda ser autosuficiente. Al contrario, la visión abierta, capaz de apropiarse de otras, ¿ no es un privilegio del Nuevo Mundo? Hasta hace diez años quien iba a estudiar letras llegaba con una mínima formación y algunas lecturas personales; ahora no, ahora es una tabula rasa, no leen ni cuentos cuando niños, sino esa cosa llamada “literatura infantil”, una literatura pueril que en lugar de estimular la imaginación y propiciar iniciaciones en el niño lo que hace es alimentar su puerilidad.

Su visión sobre el estado de la literatura en el país es, supongo, pesimista.

Bueno, creo que sí. Aunque los gerentes de la cultura te hablen de una mayor “productividad” y hasta de “planificación”. Además, ahora hay talleres. El que quiere publicar por lo general publica; hay, en suma, mayores facilidades, pero no creo que eso haya traído una mayor calidad, al revés. Yo siento que ahora la gente escribe un libro para estar en un taller. . . para ganar un concurso, una beca, o anotar una línea más al curriculum.

Como quien se afilia a un club.

Exacto. Incluso hay quienes escriben de determinada manera (bien “latinoamericana”, que es lo que está de moda) para que los estudien en las universidades norteamericanas, francesas o alemanas. Porque ya se sabe el tipo de novela o de poesía que debe escribirse para que hablen de ti en una maestría en los Estados Unidos, o te hagan una tesis en la Sorbona. El Tercer Mundo da actualmente muy buenos dividendos académicos.

Sin embargo, el taller, como simple sitio de encuentro, es beneficioso.

Sí, claro, pero eso siempre ha existido, sólo que antes se llamaba peña literaria o grupo. La culpa no es del taller sino de esa mentalidad gerencial de producción y planificación que ha entrado en la cultura.

En Sabor y Saber de la Lengua utiliza la categoría del “buen gusto” y, aunque tenga muchos detractores (de mal gusto, por supuesto) tiene vigencia plena ante la avalancha de mediocridad y chabacanería.

El mal gusto y la chabacanería tienen que ver con la falta de devoción de la que hablamos antes. Es decir, cuando buscas más el efecto que otra cosa. El mal gusto, ya sabemos, no tiene que ver con los temas, ni con las palabras, no es eso. Las cosas y las palabras deben estar en su sitio, y eso es lo que echamos de menos en ese efectismo, esa chabacanería que hay actualmente en casi todas las manifestaciones culturales.

Puede pensarse que cualquiera, per se, se acerca al texto con algunos prejuicios. Sin embargo, ¿cree que el lector debe acompañar al texto sin prejuicios, con intimidad?

Una cosa es acercarse a un texto con una ideología, una posición crítica y otra es acercarse a un texto con lo que uno es. Los prejuicios que se derivan de uno mismo son los más difíciles de ver. No podemos renunciar a ellos. Pero esto no significa forzosamente que lo que diga esté “prejuiciado”. El trabajo crítico, cuando lo hay, no es más que el trato o la lucha con nuestros prejuicios, la manera de reconocerlos, de ponerlos en movimiento y observarlos. Así ellos se convierten en los colaboradores o saboteadores secretos del trabajo crítico. Escribimos con ellos y contra ellos. Es decir, creo que podemos acercarnos a una obra dejando que ella se vaya descubriendo en uno. La emoción está presente cuando uno lee y ésta y la imagen están unidas. La literatura y el arte son un habla que no es conceptual. Por eso me interesa trabajar con imágenes, no con ideas. Ahora, no discuto que alguien trabaje con ideas, pero lo que es imagen en una obra no es idea. Acercarse a la imagen es ver cómo esa imagen toca tus emociones. Ahí hay una relación entre emoción e imagen que es una guía para empezar a ver un texto y a verse a sí mismo en un texto, según Proust. El crítico puede ser un espejo más, un cristal más, para acercarse al texto y atravesarlo. Uno llega siempre con algo al texto, pero se trata de que ese algo sea tocado por la emoción. Me refiero a la emoción del intelecto, no a un estado de ánimo sentimentaloide. Si no aceptamos que en la inteligencia hay eros, si no reconocemos que hay emociones también intelectuales, entonces ¿en dónde quedamos? En fin, una cosa es acercarse a un texto buscando determinadas ideas y otra es dejarse provocar por las emociones positivas o negativas que la lectura nos pasa. Una reacción de rechazo es también una vía legítima para valorar una obra.

La emoción es valorizar las cosas y ese, en el fondo, es el trabajo del crítico: valorar y no categorizar. Valorar en el sentido pictórico de la palabra; buscar el claroscuro, sombras, volúmenes. En definitiva: darle vida al texto.

¿Escribe asombrada y lo que hace es transmitirle al lector sus descubrimientos?

Mi ambición es aquella de Proust cuando decía: “qué delicia sería tener un amigo que lo acompañe a uno, leyendo, todo el tiempo”. Hay que ver lo placentero que es poder ir comentando un libro que lo tiene “tomado” a uno. Esa es la intimidad y la lectura. Lo difícil es pasar al ensayo esta emoción de la lectura.

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