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Miguel Otero Silva: una visión plural

Rafael Arráiz Lucca, colaborador de Prodavinci, es el compilador del libro Miguel Otero Silva: una visión plural, que estará disponible para la venta al público a partir de la semana que viene. Aquí publicamos el prólogo del libro.

DibujoPor Rafael Arráiz Lucca

El lector tiene entre manos el más completo libro que se haya publicado sobre la obra de Miguel Otero Silva. Comprende trabajos analíticos sobre todas sus facetas por parte de especialistas venezolanos de probada solvencia.

El periodismo (Argenis Martínez); la dimensión política, literaria y social de su vida y obra (Manuel Caballero); sus siete novelas (Alexis Márquez Rodríguez, Luis Barrera Linares, Giannina Olivieri, Horacio Biord, Ana Teresa Torres, Carlos Pacheco y Violeta Rojo); su poesía (Oscar Sambrano Urdaneta); sus obras de teatro (Rubén Monasterios, Leonardo Azparren Giménez, Antonio Costante); su obra humorística (Ildemaro Torres); su relación con las artes visuales, como crítico o coleccionista (Víctor Guédez, Francisco Da Antonio, Enrique Viloria Vera); su participación en la Generación de 1928 (Simón Alberto Consalvi, Laura Febres); la resonancia internacional de su trabajo y su experiencia extranjera (Edgardo Mondolfi Gudat); su pasión deportiva (Cristóbal Guerra, José Pulido); su dimensión humana y literaria (Luis Pastori).

La tarea de concebir y coordinar esta obra colectiva la he asumido en mi condición de Director del Centro de Estudios Latinoamericanos Arturo Uslar Pietri de la Universidad Metropolitana, con motivo de la celebración del centenario del nacimiento del venezolano excepcional que fue Otero Silva.

Aunque parezca mentira, no fueron muchas las entrevistas que concedió el escritor a la prensa, y menos aún las que transigió con la televisión. Tampoco abundan los textos autobiográficos o confesionales suyos, de modo que no es abundante el material autorreferencial con el que podamos hacernos una idea aproximada de su personalidad y de sus ideas. No obstante, en su libro de ensayos Ocho palabreos (Editorial Tiempo Nuevo, Caracas, 1974) recogió una conversación sostenida con los estudiantes del entonces Instituto Pedagógico el 18 de febrero de 1969. Allí, afirmó con clara e inteligible voz:

“Por cierto que la literatura y el periodismo siempre han navegado juntos en mi sangre, nunca se han diferenciado de un todo dentro de mi cabeza. Cuando he trabajado como periodista, he procurado hacerlo sin escamotear mi condición de escritor; y cuando escribo novelas o poesía, no logro arrancarme, ni deseo arrancarme mis mañas de periodista.”

Luego, en una entrevista publicada en El Nacional el 26 de octubre de 1983, sostenida con el periodista José Pulido con motivo de la aparición de La piedra que era Cristo, el autor ahonda sobre el mismo asunto. Dice:

“Hay que emplear todos los trucos de los periodistas para preparar un libro…Interrogaba a las personas, les preguntaba sobre sus canciones, sus músicas, sobre el lugar y todo lo iba anotando en una libreta de periodista. En Ortiz, para escribir Casas muertas llené varias libretas…En vez de hacer reportaje lo transformo, por procedimiento de elaboración artística, en novelas. Para ese trabajo si necesito la soledad, estar ausente del ritmo caraqueño, de la política, de los deportes, de Guaramato, del alcohol… me voy. Cuando no tenía dinero para irme a Italia me iba a Cúa, a Naiguatá… me quedaba en pensiones de mala muerte. Así escribí Fiebre y Casas muertas. Cuando tuve posibilidades económicas me fui a Florencia, a Barcelona…pero el procedimiento es igual. Primero la documentación periodística y luego el encierro de artista solo que va a trabajar su novela.”

No cabe la menor duda de que el periodismo y la literatura fueron más que pasiones paralelas, una sola vocación escritural para Otero Silva. Hay que añadirle otra faceta, íntimamente ligada con esta dupla: la de editor. Por esta tarea sentía el mayor respeto. Por ello, cuando Jesús Sanoja Hernández hizo la selección de los Escritos periodísticos (Los Libros de El Nacional, Caracas, 1998) de Otero, abrió el volumen con un reportaje sobre Antonio José Calcaño Herrera, publicado el 13 de enero de 1946 en El Nacional, e intitulado “De cómo el periodista digno se sobrepone a la tiranía (La vida y la obra de Antonio José Calcaño Herrera)”. Con su tradicional generosidad (todas las fuentes consultadas coinciden en ella), Otero exalta la vida y obra de este caraqueño singular, que después de haber penetrado en la selva en busca de oro y caucho, regresó a la capital y fundó uno de los mejores periódicos de su tiempo: El Heraldo, y no transigió con la dictadura gomecista, y se “las vio negras”, pero no condescendió con el aplauso cerrado que solicitaba Gómez de cualquier prensa nacional. Es evidente que Otero al hablar de Calcaño Herrera está fijándose su propio norte moral, establece unas coordenadas que él mismo va a seguir (escribe en 1946) durante la dictadura militar de Pérez Jiménez. Cumplía con lo que años después señaló Héctor, una de sus fuentes para escribir Cuando quiero llorar no lloro, un expresidiario regenerado:

“Yo le cogí admiración porque era muy paciente y terco…y porque es un tipo así, duro. A él no le daba miedo ir a cualquier sitio, a cualquier barrio, si había algo interesante pa’ sus novelas. De la cárcel sabía más que nosotros.”

Esta valentía señalada, junto con su generosidad reconocida, se suman al hecho de haber sido Otero Silva una suerte de puente entre distintos factores de la política venezolana. Siempre fue marxista y, como tal, militante y amigo cercano del Partido Comunista Venezolano, pero ello no lo llevó jamás a despreciar a sus adversarios políticos. Por el contrario, mantuvo estrecha amistad con venezolanos de signo ideológico distinto al que él abrazaba. Bastan dos ejemplos: Andrés Eloy Blanco y Arturo Uslar Pietri.

Esta condición dialogante de Otero Silva, aceitada por sus labores de propietario-editor de El Nacional, así como de reportero, fueron muy útiles en Venezuela durante muchos años. Su personalidad y su trabajo fueron factor de acercamiento, de concordia democrática, más que de marxista exaltación de la “lucha de clases” o de búsqueda de la “dictadura del proletariado”. Era un hombre de paz, sin resentimientos. Un hombre enfrentado a la injusticia. A este trabajo que vengo aludiendo, que no deja huella objetual, el de la política, Otero Silva se entregó con denuedo, por más que le sustraía tiempo para su afán de escritor. Por ello acuñó una frase que suscribo todos los días de mi vida: “El teléfono es el enemigo número uno de la literatura.” Por cierto, la única condición que pactó con el escultor catalán-venezolano Abel Vallmitjana, cuando juntos compraron un castillo abandonado en Arezzo, fue la de que jamás habría un teléfono en el recinto: “una villa con iglesia propia, teatro particular, sesenta y cuatro habitaciones y un fantasma.” Allí pudo, afortunadamente, escribir a sus anchas, allí pudo sacarse “de la cabeza seis o siete libros entre poesía y prosa en los últimos diez años”. Esto lo afirma en 1972, lo que nos conduce a pensar que allí escribió las novelas La muerte de Honorio (1963) y Cuando quiero llorar no lloro (1970), los poemarios La mar que es el morir (1965) y Umbral (1966), así como las piezas teatrales Don Mendo 71 y Romeo y Julieta. Ignoro cuándo vendió el castillo en Italia y cuál fue el a-telefónico lugar donde logró escribir sus dos novelas siguientes, para muchos, lo mejor de toda su producción novelística: Lope de Aguirre. Príncipe de la Libertad (1979) y La piedra que era Cristo (1984). Pero, en todo caso, es un hecho que vivía entre la necesaria soledad y la multitud.

Fernando Paz Castillo en su libro Miguel Otero Silva. Su obra literaria (UCV, Caracas, 1975) hace un dibujo preciso de su personalidad. Dice:

“acaso uno de los temperamentos más complicados de nuestro medio intelectual. A la par, alegre y triste; hablador y silencioso; amigo del mundo y también de la soledad; mordaz y compasivo; democrático y aristocrático; aficionado al deporte y sedentario. Y, sobre todo, amante de la novedad en la vida y en el arte, más siempre respetuoso de lo clásico, o de lo que, por justas razones, se acerca a parecida categoría.”

Confirma lo que el propio Otero enuncia con su manera de ser: profundidad y mundanidad. Un universo personal complejo que, no obstante, traza una elipse de coherencia notable: toda una invitación para el biógrafo y el investigador.

Hay quienes afirman que el humor sólo puede ejercerse desde la inteligencia, otros creen que se trata de una expresión de la piedad. En todo caso, Otero Silva lo ejerció siempre, hasta en los momentos más álgidos o para responder las preguntas más serias, como aquella que le formuló el periódico francés Libération a cuatrocientos escritores escogidos del planeta: “¿Por qué escribe usted?”. Entonces, el calendario anunciaba el mes de marzo de 1985 y Otero ignoraba que pronto se iría de este mundo. Sigamos su respuesta:

“Hubiera querido ser concertista pero la naturaleza me dotó de un oído tan obtuso que jamás he sabido diferenciar la música de Stravinsky de la de Rimsky-Korsakov. Hubiera querido ser pintor pero mi inclinación espiritual hacia la luz y el color no logró excarcelar la torpeza de mis manos. Quise ser abogado pero me dormía en las clases de Derecho Romano y roncaba en las de Derecho Canónico, siestas que me impidieron aprobar las asignaturas del primer curso. Quise ser ingeniero pero a los cuatro años de aprendizaje universitario había deteriorado dos teodolitos, tres goniómetros y más de doce tiralíneas. Pretendí ser deportista pero apenas disfruté el oprobio de convertirme en rémora de los equipos donde participaba. Me alisté en las guerrillas revolucionarias pero, después del tercer combate me extravié en los vericuetos de una maldita montaña, de tan absurda manera que mis compañeros me dieron por muerto. Ingresé al partido comunista pero, al cabo de quince años de abnegada militancia, llegué a la conclusión extemporánea de que mi temperamento pequeño burgués no conseguía adaptarse a la disciplina proletaria. Aspiré a ser orador parlamentario, los electores me hicieron diputado y luego senador, pero los discursos brillantes que me correspondía decir sólo me venían a la mente cuando ya se había cerrado el debate. Por eso escribo.”

“Por sus obras los conoceréis” reza el proverbio bíblico. Nada mejor que aplicarlo a Otero Silva: una obra literaria de notable significación nacional; una vida política útil; la fundación de un periódico que para Venezuela es una institución; un ejemplo de amor a la vida y de compromiso con sus ideas de alta dimensión. Sigamos las palabras del epónimo de este centro de estudios, Arturo Uslar Pietri, cuando prologó el primer libro de ensayos de su compañero de aulas juveniles en el internado de Los Teques, El cercado ajeno (Opiniones sobre arte y política), en 1961:

“Fuimos amigos desde entonces y lo hemos seguido siendo a lo largo de dos vidas que no siempre siguieron rutas paralelas y que hoy entran en el precioso tiempo cosechero del otoño. No era amistad nacida del interés común, ni de la secta común, ni de la fraternidad doctrinaria, que sirven para establecer muchas transitorias relaciones, sino de la mutua fe en el otro y la lealtad por las cosas esenciales que hace la verdadera nobleza del hombre.”

Hasta aquí estas líneas prologales a Miguel Otero Silva: una visión plural. Como dije al comienzo: la obra colectiva más completa que se ha escrito sobre la tarea vital del barcelonés centenario. No puedo concluir sin agradecer sinceramente la respuesta de los autores convocados a escribir sus aproximaciones ensayísticas. Fue una respuesta entusiasta y unánime, similar a las que solía dar Otero Silva cuando la causa que lo convocaba era justa y necesaria.